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Derrida o la odisea imposible de la amistad

Felipe Cardona

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Encontremos la violencia allí donde no se ve, donde no levanta sospechas.

Escarbemos en la normalidad, en esos principios que al parecer son incuestionables y que edifican nuestras relaciones de amistad. El filósofo Jacques Derrida aparece en escena, es el elegido para dar el giro, para cuestionar la vida desde lo cotidiano y abordar esta cuestión. El pensador argelino sabe que es en la normalidad donde se esconde la más temible de las tiranías: la que no se cuestiona y se valida gracias la fuerza del hábito.

Desde sus primeros escritos Derrida asume una agenda radical, su actitud combativa lo lleva a enfrentar los conceptos que se expresan con mayor naturalidad, esos que resultan inmediatos para cualquier persona en su día a día.  A parte de otras cuestiones como el amor, el lenguaje y el perdón, es significativa la atención que el pensador le presta a la amistad. Para el filósofo las relaciones que implican la presencia del otro resultan determinantes para entender al sujeto. Es en el otro donde podemos reconocernos, el otro es el reflejo de lo que somos.

Al pensar sobre la amistad, Derrida nos arroja a un campo lleno de conflictos y paradojas. El pensador contamina el concepto tradicional de la amistad, lo perfila como un acto político donde prima una relación de poder. El filósofo incluso va más allá y sostiene que ninguna relación puede establecerse sin la intención de poder. El otro sólo importa como un medio para alcanzar lo deseado y por tanto toda relación se establece a través de la disolución. Si el otro entra en un vínculo conmigo en función de lo que me importa, termina por disolverse. Sucede lo contrario cuando yo soy el que cede, soy anulado por el deseo del otro. Es así como la amistad entra en una lógica de supresión, incluso en los actos más insignificantes se inscriben bajo esa premisa:  En el simple acto de reclamar la atención del amigo ya hay una intención de anularlo temporalmente.

Esta lógica expresa claramente una contienda en la que nunca hay dos ganadores, Si se resuelve el conflicto quiere decir que alguien gana, que se impone sobre el otro y lo suprime. Ahora bien, eso no quiere decir que entre dos personas no exista la compatibilidad y la semejanza. Todo lo contrario, el hecho que permite la amistad es precisamente que se establezcan acuerdos sobre los intereses de cada cual. Pero el conflicto nace de esos acuerdos.  Siguiendo las lecturas de Nietzsche, Derrida afirma que siempre en la semejanza es uno el que asemeja al otro. Es uno el que inicialmente impone las reglas, uno define y el otro cede.

A esta relación de dominación esporádica hay que sumarle otro factor determinante para que exista la amistad. Se trata de la reciprocidad: La necesidad de que el otro responda a mis actos, que presente dones equivalentes a los que yo le profeso. Derrida arremete contra este concepto, para él la reciprocidad se esconde bajo un interés transaccional que afecta las expresiones genuinas de la amistad. La amistad no puede ser reciproca porque convierte el acto de dar en un intercambio, una suerte de relación económica donde yo doy esperando una recompensa del amigo.  Sin embargo, ¿si no se espera nada del amigo es posible la amistad? en este punto nos encontramos con una paradoja, el dar no puede desembarazarse del acto de esperar, es nuestra condena y nuestra imposibilidad de ser enteramente libres. Es decir que sólo amamos al amigo en tanto esperamos alguna retribución de su parte.

Este punto tan conflictivo nos hace plantearnos la amistad en nuevos términos. Primero nos encontramos con que la amistad entre dos iguales no es posible en tanto hay un dominador y un dominado, y ahora nos encontramos en que no es posible la amistad desinteresada porque que siempre hay un interés de por medio. A esta nueva cuestión Derrida le suma otro punto determinante que también surge de indagar a profundidad sobre los beneficios de la amistad.

Derrida pone en entredicho la benevolencia de los amigos. A pesar de que un amigo no busca de manera consciente hacernos daño, es poco lo que puede aportarnos para mejorar como personas. Esto se debe a que al momento de suprimir el conflicto con el otro entramos en un estado de suficiencia que no nos permite conocer nuestras debilidades. Caso contrario sucede cuando el enemigo ataca. El extraño, el que es ajeno a nosotros irrumpe para hacernos daño y es en ese ataque cuando vislumbramos nuestras propias limitaciones y somos conscientes de nuestros puntos débiles.

El enemigo entonces nos habilita, nos obliga al movimiento y la expiación. La intención del enemigo por destruirnos provoca que hurguemos en zonas que no operan en el sosiego de la amistad.  Por eso no se equivoca Nietzsche al decir que mi mejor amigo es mi peor enemigo. Es precisamente en la cercanía y en la ausencia de conflicto de la amistad la situación de menor provecho para nuestro crecimiento existencial
El veredicto de Derrida no puede ser más desmoralizador, reivindica la imposibilidad de relacionarnos con el otro en tanto es imposible salirnos de nosotros mismos, de arrancarnos la necesidad de desear, de siempre esperar algo a cambio y de trascender sin conflicto. Sin embargo, el filósofo deja un camino abierto para replantear la concepción de la amistad. Un camino por lo demás donde las fronteras entre la noción de “amigo” y “enemigo” se revalidan y nos hacen pensar en una nueva forma de vernos.

Es desde esa nueva posición que tenemos que plantear una nueva noción de amistad. Quizá la respuesta esté muy cerca a lo que Epicuro planteó casi dos siglos antes que el filósofo argelino. El griego pensaba que el éxito de la felicidad estaba en evitar a toda costa la dependencia, en buscar una relación sin sujeción, en estar conscientes de la transitoriedad del amigo y saber que su presencia es simplemente un destello del azar, un brillo que no nos pertenece y que tarde o temprano se esfumará, un capricho del destino que, así como lleva a la gloria, también puede llevarnos a la desesperanza.