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¿Realmente nos importa nuestra privacidad?

Ismael Iriarte Ramírez

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Hace poco tuve la oportunidad de participar en una charla en la que se informaba a los asistentes sobre marco jurídico de la protección de datos personales y los pormenores de los recursos que los ciudadanos tenemos a disposición para proteger el ámbito de la intimidad.

Mientras escuchaba con atención los avances en esta materia y las cuantiosas multas en la que podrían incurrir los infractores no pude evitar pensar que, a pesar de ser un gran avance, estos esfuerzos no parecen estar en la misma dirección en la que transita la sociedad en la actualidad, en la que ante la avidez de la figuración y el reconocimiento mediático renunciamos cada día al ejercicio de nuestra privacidad.

“¿Este frenesí del aparecer (y la fama a costa de lo que sea, incluso al precio de lo que antes era un baldón) nace de la pérdida de la vergüenza, o es que se pierde el sentido de la vergüenza porque el valor dominante es el aparecer, aun a costa de abochornarse?”.


El libro De la estupidez a la locura, que recoge algunas columnas y ensayos escritos por Umberto Eco en los años previos a su muerte y que fue publicado de manera póstuma en 2016, dedica una sección entera a arremeter contra la tendencia a buscar la fama a toda costa. Textos como Saludar con la manita, Tuiteo, luego exosto o La pérdida de la privacidad dan cuenta de esta búsqueda que en las últimas décadas ha pasado del inofensivo saludo con la mano de quien posa detrás de un presentador para aprovechar los cinco segundos de fama frente a las cámaras, a la completa y permanente exposición de la vida de las personas, aún en los aspectos más íntimos.

Así, mientras algunos vuelcan sus energías en hacer valer su legítimo derecho de habeas data, otros entregan a la vida pública sin siquiera sonrojarse, hasta el más recóndito reducto de su privacidad, desvirtuado en forma de fotografía, historia, estado, ubicación o selfie video. Lo que hasta hace algunos años era materia de una charla íntima de familiares o amigos se convierte en el contenido que da vida a los muros de los medios sociales: estados de ánimo, decepciones amorosas, nacimientos, bodas, enfermedades y fallecimiento y orientaciones políticas, nada escapa a la insaciable necesidad de publicar para permanecer conectado.

 

El escándalo de Cambridge Analytics, que dejó en evidencia el uso de datos personales de millones de usuarios de Facebook, para fines diferentes a los autorizados inicialmente por estos, pareció prender las alarmas sobre este asunto y despertar la conciencia dormida, pero pronto las aguas volvieron a tomar su curso como también lo hizo el nivel de exhibición de la vida privada. En el mejor de los casos los más enérgicos miembros de esta popular comunidad abandonaron sus perfiles para migrar a otras redes en busca de la anhelada exposición que garantice la existencia social.
 

[1] Eco, U. (2016). De la estupidez a la locura: crónicas para el futuro que nos espera. ¿Por qué solo la virgen? Lumen.
 

Pero mientras Facebook y compañía se consolidan como los poseedores de la memoria del siglo en curso, otros también se benefician de la falta de decoro de muchos usuarios. No en vano las grandes oficinas de recursos humanos y cazadores de talentos acuden a los perfiles personales para descartar o ratificar prospectos, de la misma forma en la que lo hacen, las marcas comerciales, las entidades financieras e incluso los estafadores y los acosadores, sin embargo, este sigue siendo un precio razonable para pagar.

Como lo señalaba Eco hasta el cansancio las redes sociales son exhibicionistas por naturaleza y aunque más allá de su componente lúdico tengan mucho que aportar a la sociedad en materia de transferencia de conocimiento, networking, e incluso de denuncia en países como Siria, Cuba o Venezuela, para muchos de nosotros siguen siendo simplemente el recurso que nos aleja del anonimato, que en nuestros días parece ser el peor de los castigos.

 

“El hecho de ser visto, de ser el tema de conversación es un valor tan dominante que se está dispuesto a renunciar a lo que antes se llamaba el pudor (el sentimiento celoso de la privacidad)”.