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Apuntes filosóficos I

Tomás Felipe Molina

Apuntes filosóficos I

Uno de los propósitos centrales del humanismo fue el de amansar al ser humano por medio de la cultura. Los humanistas han procurado —no sin algo de soberbia— que, en vez de consumir los inhumanos espectáculos de gladiadores, nos ennoblezcamos con la alta cultura. En efecto, los humanistas imaginaron utopías en las que el consumo de la cultura correcta haría mejores hombres.
 

 

Pero la democracia actual ha hecho imposible aquel sueño. La horizontalidad propia de nuestra cultura lo ha vuelto antipático. Frente a la recomendación del humanista, el hombre-masa hace una mueca de comprensible escepticismo: ¿acaso puede usted interferir en mi soberanía y decirme que no puedo asistir a los juegos de gladiadores?
 
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Las diferencias entre épocas quizá no son más grandes que las similitudes. Por eso los textos griegos nos permiten iluminar nuestro tiempo. No es solo que inevitablemente proyectemos nuestra situación en ellos, sino que hay reales e inquietantes paralelos.
La historia registra nuestras diferencias en el lienzo de la mismidad.

 
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La melancolía surge cuando perdemos algo, pero no sabemos con exactitud qué perdimos. De ahí que la imaginación pueda llenar el espacio que la memoria ha dejado vacío.
La melancolía invita a la creatividad.
 
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Los criollos americanos han tenido el paradójico papel de representar orgullosamente a Europa en América, al tiempo que Europa misma los deja en las orillas de la historia, en los bordes de lo humano —o como dijo M. Mosebach, en las orillas del mundo habitado.
 
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Las contradicciones de un filósofo son inquietantes solo si asumimos que la realidad es un todo coherente y, por tanto, el filósofo la traiciona al contradecirse.
¿Pero si la realidad misma es contradictoria?
 
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Nuestra época necesita de expertos investigadores. Los viejos eruditos que lo sabían todo han muerto. Incluso los humanistas se han volcado al especializado trabajo de archivo. Poco queda de su inmensa influencia. Solo vagamente recordamos sus ilustres nombres. Paradójicamente, apenas conocemos de nombre a los expertos que los han reemplazado. Nuestra relación con ellos resulta puramente indirecta: construyen lo que somos, pero no sabemos quiénes son.
Vivimos en una civilización donde sus constructores son crecientemente anónimos.
 
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Las definiciones antropológicas de las ideologías no son tanto intentos por establecer la verdad sobre el ser humano, como principios filosóficos que la ideología misma necesita para justificar sus objetivos.
Toda definición del hombre sirve fines políticos.
 
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Los profesores de la antigua Grecia tenían una ventaja sobre nosotros: sus alumnos no podían comenzar todos sus ensayos diciendo “desde los tiempos de la antigua Grecia...”.
 
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Pablo de Tarso separa la cultura de la religión. En el cristianismo que inventó no existe una forma de vida específicamente cristiana (aparte de reglas generales de comportamiento). Eso lo diferencia del judaísmo y el islam: allí la religión está íntimamente ligada a la cultura.
El cristianismo no prescribe una dieta, ni una lengua, ni una cocina, ni una medicina, ni una rutina, ni una forma de vestirse, como sí lo hacen las religiones que están esencialmente unidas a una cultura específica. Aquí se hace una doble negación: se niega la particularidad cultural del judaísmo al tiempo que se niega la falsa universalidad romana. Queda, entonces, la verdadera universalidad donde caben muchas particularidades, i.e., culturas.
De ahí que los intentos posmodernos de atar el cristianismo a formas específicas de vida (¡los cristianos comemos así! ¡Vestimos asá!, etc.) me resulten propios de un espíritu que pretende rescatar al cristianismo negando la universalidad propia del cristianismo.

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Los prejuicios no suelen ser reemplazados por conocimiento sino por otros prejuicios.
 
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Los utópicos más ilusos no son quienes nos prometen una sociedad perfectamente racional, armónica y transparente mañana, sino quienes insisten en que esa sociedad existe hoy —si no fuera, claro, por el enemigo interno que le impide alcanzar su verdadera perfección.
 
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El románico bien podría ser el paradigma de todo lo noble.
 
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La burguesía no es la primera clase social con capacidad autocrítica, sino la primera que ha hecho de la autocrítica una de sus pasiones centrales.
La burguesía es la única clase donde se puede hacer carrera auto detestándose.
 
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El pesimismo suele ser trivialmente profético, porque todo tiende a ir más o menos mal.
 
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La ilustración juzga la religión mediante criterios ilustrados, no con criterios religiosos. Le parece mala no porque no logre salvar las almas, sino porque no logra emancipar al hombre de las taras y las servidumbres que lo aquejan.
 
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Es pura vanidad creer que los inteligentes están en nuestro bando ideológico. Tanto la izquierda como la derecha pueden hacer fácilmente listas de inteligencias ilustres que han estado de su parte. Lo que nos diferencia no es tanto la inteligencia como la sensibilidad.
 
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Pocas cosas irritan tanto nuestra sensibilidad burguesa como lo inmerecido.
Hasta la gracia divina empieza a parecernos una injusticia insoportable.
 
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La propaganda política suele consistir en espúreas correlaciones disfrazadas de causa-efecto.
 
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Hay ideas que rechazo no porque ofendan mi inteligencia—hasta las vilezas pueden ser expuestas de modo inteligente— sino porque ofenden mi sensibilidad.
 
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El romanticismo es de noble reciedumbre; el sentimentalismo es fofo.
 
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Las historias personales de conversión a una fe (cualquiera: incluidas las políticas) casi siempre son una suma de boberías y sentimentalismos.
 
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Que el “selfish system of morals” no refleja bien la realidad de los seres humanos resulta obvio para cualquiera que se analice un poco. ¡Cuántas veces no hemos estado dispuestos a sacrificarnos en un altar cualquiera!
 
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Los días lluviosos son propicios para el escapismo. Bastan unos nubarrones para sentir una punzada en el corazón que nos haga soñar con otras épocas y otras vidas.
 
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La astringencia como principio elemental de la prosa lacónica.
 
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Los únicos excesos románticos que no se vuelven ridículos al cabo de unos pocos años son los del genio. Las insipideces del espíritu clásico, en cambio, tienen la ventaja de que envejecen bien incluso en manos de mediocres.
 
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Los libertarios anhelan cumplir la vieja esperanza marxista: después de una fase política donde se establezcan las condiciones económicas correctas, la política misma quedará abolida. En la utopía futura, la economía bastará para solucionar nuestros problemas.
 
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Hoy nos piden que interpretemos la miseria como una cuestión técnica y no como una cuestión política. Basta la gerencia para abolirla, dado que la política sólo la complica.
¿Pero acaso se puede gobernar desde una posición puramente técnica?
Como si la definición de técnica no fuese ya ideológica.
 
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No es que las aguas de la teología desemboquen en la política sino que las aguas de la política inevitablemente desembocan en el océano de la teología.