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Biocracia: neoinstitucionalismo funcional para la supervivencia

Ricardo Andrés Roa-Castellanos

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Ver para la sociedad sólo los aspectos positivos de la tecnología, depender de ésta para múltiples procesos, y el -por poco- estar adictos a ella, dificulta analizar la actual noósfera de forma crítica en neutralidad.

Dicho pre-juicio entorpece la necesidad de reconducir la técnica hacia obras que nos reconcilien con la naturaleza, o siquiera entender que somos naturaleza (Physis). También evita entendernos como potenciales creadores de medios vivos.

Cada grupo social puede erigirse como remediador local o institucional con el uso de biopolíticas dadas al ver interrelaciones dentro de sistemas vivos de alta complejidad. El sesgo de no integrar la realidad objetiva en una época superflua de eslóganes y falsas reivindicaciones subjetivas, es grave.

Pensar que estamos emancipados de la naturaleza, u omitir la interdependencia con esta al punto de declararle una guerra cultural contra sus armonías y mecanismos funcionales por parte de urbanitas que mucho opinan y poco estudian, deriva en el creer que la suerte biológica no es importante para la vida y las instituciones hasta que las consecuencias se perciben como serias amenazas vitales (temperturas extremas, hambrunas, desestabilización de placas tectónicas, sequias, etc.).

En lenguaje popular: el observar los árboles no permiten ver el bosque.

Exagerar la (c)reciente fragmentación del conocimiento, o desvinculación entre sus ramas, incurriendo en sectarismos de cada una de esas especialidades y haciendo odas discursivas a la interdisciplinariedad sin practicarla cuando hay oportunidad, ha significado para nuestra sociedad un caro progresismo cavernario:
Olvidar e ignorar la visión integral de aquello que concede la funcionalidad de conjunto a la sociedad y al planeta. La funcionalidad natural que, de facto, puede alterarse para bien o para mal del todo orgánico según la relación entre los sistemas naturales y la intervención humana.

La técnica, que fuese por siglos una sostenible imitación o extensión de la naturaleza (pensar por ejemplo en artefactos de almacenamiento, visualización, comunicación), es per se fácilmente armonizable con ella. Esto cuando no se trabaja a la técnica o a la ciencia como un opuesto intencional contra natura.

Las observaciones anteriores y la justificación filosófica que hace la propuesta de investigación trasdisciplinaria, deben tenerse en cuenta para conceder el necesario sentido viable inclusive a la misma técnica política una vez hay que avocarse al manejo de una Polis globalizada como la presente.

Observar, incluir y discernir sobre las categorías “pseudotecnia” y “pseudociencia” y otras imposturas que se hacen pseudointelectuales al implicar perjuicio sobre la viablidad de la vida, resulta un recurso especialmente útil en la optimización neoinstitucional.

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Esas conductas de la ética científica sirven ante los actuales eventos de confusión social por sopesar prácticas y propuestas académicas, que en varios casos entremezclan técnica con ciencia y un discurso ideológico como un único concepto indiferenciado, eximido de demostrar con carga de pruebas el porqué de sus proposiciones.

En realidad, ciencia y técnica demarcan nociones y propósitos diferentes. Traslademos la reflexión a la diferencia de lo que implica la ciencia política y la técnica política. Pensemos que aplicar ciencia y técnica no es siempre igual a “tecnociencia”.

Pero además, ¿Qué ocurre cuando fruto del predominante sesgo cognitivo, el orden político recientemente se ha construido sobre una idea de tecnología de control sobre la vida (Biopoder foucaultiano), además, “problematizada” per se, desde épocas del primer profesor de Economía Política en el mundo ilustrado, es decir, Thomas Malthus?

Es evidente que la ignorancia, la especulación infundada y la instrumentalización de los fenómenos vitales han pesado, no sólo en la asimetría informativa en torno a las poblaciones como suceso biológico y geológico, sino en la suerte diaria de las poblaciones. Estas ideologías fundacionales de esos marcos culturales inviables en términos de supervivencia de mediano y largo plazo, pesan desde sus prejuicios contra la acechada vida en un universo en mayoría abiótico donde la vida es un recurso poco entendido y subvalorado.

En similar espíritu, para acabar de justificar la perspectiva expuesta en el título de este escrito, el libro sobre Neuroética de Evers (2012) extracta al enciclopedista francés Diderot –quien tampoco era médico– pero que hace apología al don moral de la medicina en su obra Éléments de Physiologie al afirmar:
   “Ocurre que es muy difícil hacer una buena metafísica y una buena moral sin ser anatomista, naturalista, fisiólogo y médico”.

Sin percatarnos, nos vemos influidos como ciudadanos globales entonces al mínimo por tres factores de realidad, tres ejes paradigmáticos que actúan de forma activa y pasiva en la vida de todos, cuyo análisis debe acompañarnos constantemente para mejor comprensión de las secciones de este libro:

  1. La estructura de conocimiento o comprensión de la vida (individual y grupal) subyace como motor de las acciones humanas. Sólo la sabiduría de la comprensión integral sintetiza en un precepto lo bueno, lo correcto, la racionalidad, lo moral, lo estético, lo funcional y lo vital como la filosofía médica a la que llega Hipócrates, o el precursor de la Bioética, Aldo Leopold (1949) con el axioma de la Ética de la Tierra, revisada luego por Bustamante: Una cosa es correcta cuando tiende a preservar la integridad, estabilidad, y belleza de la comunidad biótica. Es incorrecta cuando tiende de otro modo”. 
  2. La reacción a mortandades masivas obtenidas contra distintas especies producto de procesos pseudotécnicos, ideológicos o ecotoxicológicos que discurren en paralelo con una negativización teórica de la población, idealización emotivista de la vida por parte del utilitarismo, que no corresponde al funcionamiento armónico de la vida como suma de sistemas orgánicos reales que al no funcionar se desintegran.
  3. La fragmentación (disgregación/desintegración) del conocimiento y una acrítica benevolencia pre-determinada hacia la idea de lo técnico y lo nuevo tiene efectos dañinos fruto de un irreflexivo hacer. Esa certidumbre de causas y efectos, se la debemos, no obstante, a la ciencia y su filosofía que al ser más objetiva que el desarrollo técnico, es un poco menos susceptible a instrumentalización. La ciencia ha detectado las causas comportamentales a las que han obedecido modernas mortandades masivas y de amenazas masivas contra la vida global como el Cambio Climático que ha resultado ser una explosión en la cara de lo imprevisible, originada desde el comienzo de la Revolución Industrial. La ciencia como episteme (conocimiento) puede generar consciencia.

 

Las posiciones de desprecio o indiferencia hacia la vida en distintas especies, incluyendo la humana, exige una valoración tan objetiva como sea posible. No es factible continuar con la inercia de una necroética que dictamina un modo de actuar contraproducente. Las posiciones intelectuales requieren un matiz nuevo que exalte la vida y lo transfiera a la constructibilidad institucional.

Pero tal y como hace la matemática, al comprender el estudio de los números racionales y de los irracionales, la irracionalidad debe ser identificada y estudiada en su incidencia, patrón característico, contexto y comportamientos de acuerdo a la misma evidencia de su accionar.

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Para ello también es útil contar con puntos de apoyo como los mencionados en los capítulos adelante y otros, poco explorados, como la Biofilosofía propuesta por Mahner y Bunge, es decir, una base de filosofía menos especulativa y más abierta a la evidencia científica o fáctica –un fundamentum argumentationis basado en la vida real, o al menos en el indicio probatorio que al permitir inferencias lógicas desde hechos conexos es piedra angular en la justicia, la ciencia y la medicina-.

Es decir, son necesarias nuevas posiciones institucionales que neutralicen para la razón histórica los mecanismos de colapso en las sociedades producidos por irracionales actitudes indiferentes con la vida, es decir, con Uno mismo al notar que los sistemas terminan por estar interrrelacionados entre sí. Urge a la globalidad el optar por la perspectiva integralista de un Parménides armonizado con el segmetario y mal leído Heráclito, claro en que es evidente que lo múltiple compone el todo.

Las posiciones problema a superar requieren aceptar en el todo funcional planetario que hemos tenido ante nosotros, cuya multiplicidad contiene y trasciende las diversas visiones dicotómicas:
De Platón (“mundo de las ideas” – “mundo sensible”), de Kant (“crítica de la razón pura” – “critica de la razón práctica”), de Dilthey (“ciencias del Espíritu” – “ciencias de la naturaleza”), del planteamiento que sobre el conocimiento hizo el maestro de Max Weber y de Albert Schweitzer, Wilhem Windelband (entre “ciencias nomotéticas o que buscan generalizar objetivamente como en el caso de las ciencias naturales” – “ciencias idiográficas/idiotéticas, centradas en comprender los desarrollos subjetivos ejemplificadas con las humanidades”) o de Rickert, quien dividía las “ciencias naturales” de las “ciencias culturales”, actitudes excluyentes, incompatibles con una correcta praxis médica de acuerdo con Laín Entralgo[1].

Esa visión de síntesis integral, depuradora de engaños, que apele a la objetividad en una época de feroces discursos y activismos sofistas, es similar a la que alguna vez empleó Ortega y Gasset[2] por medio del propuesto racio-vitalismo (razón vital + razón histórica verificable) como sistema incluyente de sistemas de pensamiento que troquelen aquella brújula que del intelecto neutral, tendiente a la verdad, puede trasladar a unas instituciones más eficientes en una Biocracia que debe neutralizar un tiempo de auto-destrucción tan imperceptible como masificado.

¿Es demasiado tarde aplicarlo? No lo sabremos de no empezar su construcción.


[1] Cf. Laín Entralgo. (1989). El Cuerpo Humano. Madrid: Espasa-Universidad.

[2] Cf. Ortega y Gasset, J. (1924). Ni vitalismo, ni racionalismo. Revista de Occidente, (16), 1-16.