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Editorial: Siempre antiguo y siempre nuevo

Luis Enrique Nieto Arango

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«Those who cannot remenber the past are condemned to repeat it».

El primero de los cinco volúmenes de la obra The life of Reason (1906) del filósofo George Santayana trae el anterior aforismo, acaso el más conocido de su amplia producción, tanto que está inscrito en el campo de exterminio de Auschwitz.

«Todo doctor instruido en lo tocante al reino de los cielos se asemeja a un padre de familia que saca de su tesoro lo nuevo y lo antiguo». (Mateo 13:52).

De este versículo evangélico el doctor Rafael María Carrasquilla en 1905 adoptó el lema NOVA ET VETERA, lo nuevo y lo antiguo, para esta Revista, desde esa fecha órgano oficial del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, el cual ha hecho propia esa expresión para distinguir toda su misión educativa.

No resulta descabellado relacionar estas dos sentencias ya que muestran la importancia de conjugar coherentemente el pretérito con la actualidad, el saber histórico con la realidad presente, como fórmula magistral para asegurar la continuidad, el éxito y la pertinencia de una labor tan compleja y delicada como es la educación, cuyo objeto es el conocimiento, que cambia, evoluciona y se acrecienta con pasmosa velocidad, sobre unos cimientos profundos e inmutables.

En el fondo, yendo a lo más simple, lo anterior sería la clave de la pervivencia, siempre renovada, del Claustro Rosarista, en pie y activo luego de más de 366 años, en verdad agitados, plenos de obstáculos, de dificultades, de luchas, en todo momento superadas para continuar avante.

Esta bien dosificada armonía entre la tradición y la modernidad puede explicar el hecho, milagroso en un país en formación, de la permanencia y vigencia de nuestro Claustro en la tarea, señalada por el Fundador Fray Cristóbal de Torres, de Ilustrar a la República, como lo establecen las Constituciones originales que crearon, en el siglo XVII y en un Reino casi olvidado del Imperio Español, una democracia, insólita para la época y que hoy todavía rinde sus frutos como modelo para una Nación que, como anota el historiador David Bushnell, existe a pesar de sí misma.

Acaso no es necesario rememorar las luchas titánicas de Cristóbal de Torres, aún después de muerto, para asegurar la autonomía de su proyecto educativo, en contra de los intereses de los jesuitas y de los dominicos e incluso de las autoridades civiles, defendiendo la independencia del Claustro. Tampoco es preciso exaltar, más adelante en el siglo XVIII, la figura tutelar de José Celestino Mutis, inaugurando con sus enseñanzas un nuevo paradigma científico, en una sociedad colonial en la cual el saber era subalterno del pasado.

Tampoco es útil, por conocido y reconocido, resaltar el papel cumplido por los próceres formados en las aulas rosaristas en el proceso de emancipación, en la reconquista y en la posterior e inacabada tarea de construcción, partiendo de un puñado de abigarradas regiones, de una Patria diversa e incluyente.

Pero sí conviene, en este momento de inesperada inflexión, reflexionar, pensando en Nova et Vetera, en todo lo que significó la llegada del siglo XX a la institución rosarista, que al final de la anterior centuria y gracias al doctor R. M. Carrasquilla, había recuperado la autonomía, separándose de la Universidad Nacional y había iniciado un recorrido hacia la conformación de un verdadero centro de estudios superiores, construyendo el Claustro Nuevo, restaurando la Facultad de Filosofía y Letras y luego, en 1906, la de jurisprudencia, no obstante el descomunal golpe recibido por la guerra de los mil días (1899-1902), que obligó a suspender toda la actividad docente porque las edificaciones fueron convertidas en cuartel de las tropas gubernamentales, tal como ya había sucedido en 1861, con las consiguientes secuelas de vandalismo, destrucción, robo, con pérdidas de documentos, libros, mobiliario, obras de arte y hasta una imagen de La Bordadita: bordada a mano y con un marco taraceado de carey y nácar, que hoy, recuperada y recientemente restaurada, adorna nuestra Aula Máxima.

Como si esto no fuera suficiente, a partir del 31 agosto de 1917, el Claustro fue sacudido por varios terremotos que lo derrumbaron, obligando a su reconstrucción casi total, la cual en buena parte fue posible gracias a los generosos aportes del Gobierno Nacional y de las Asamblea Departamentales, que así reconocieron la contribución del Rosario a la formación de tantos colombianos, oriundos de todas las regiones del país y militantes de muy divergentes ideologías.

Pero la verdadera prueba de fuego vino, para el país y el Rosario, - por siempre discurriendo en paralelo - con un nuevo orden impartido por la República Liberal, a partir de 1930 y que reemplazó a la Hegemonía Conservadora que, implantada por la Regeneración de Núñez y Caro, había nombrado, sin atender el régimen electivo consagrado en las Constituciones, en la Rectoría en 1890 a R. M. Carrasquilla.

En 1930, coincidente con el cambio político, falleció el Rector Carrasquilla y se restableció el sistema electoral, eligiendo entre los Colegiales de Número y los Consiliarios, a Monseñor José Vicente Castro Silva, quien regiría los destinos del Claustro, mediante reelecciones trienales, por 38 años, hasta su muerte acaecida en 1968.

Castro Silva abrió la puerta para el inaplazable ingreso de las mujeres al Claustro. Hoy, en el siglo XXI, no advertimos lo que esto significaba en una sociedad profundamente machista, reflejo de toda una cultura ancestral que, en Colombia y en casi todo el mundo, se empecinaba en mantener lo femenino invisibilizado, negando su vital y decisiva participación en todos los órdenes.

En 1936, en la Quinta de Mutis, la Universidad de La Bordadita como se llamó, se ofreció a las recientes bachilleres el programa, único y pionero en el país, de Trabajo Social, dirigido por doña María Carulla de Vergara, formada en Barcelona y París, que permitió capacitar a muchas profesionales en una disciplina tan pertinente como desconocida hasta entonces.

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En un gesto audaz el Rector Castro Silva, en 1939, graduó con honores en Filosofía y Letras a Carmen de Zulueta Cebrián, hija del excanciller de la República Española, exiliado por ese entonces en Bogotá. Unos días después otorgó el mismo título a Cecilia Hernández Mariño.

Ya, al final de la década de los cincuenta irrumpieron en la Facultad de Jurisprudencia Olga Villa, Astrid Acevedo, Teresita Cardona, Sylvia Forero y, tras ellas, todas las estudiantes de todos los programas que hoy forman, para fortuna de la Academia y de Colombia, una Universidad que, con un estudiantado mayoritariamente femenino y unas directivas igualmente femeninas, al igual que en la parte docente y administrativa, es ampliamente representativa de una sociedad pluralista y diversa, que se ha transformado positivamente, para acoger sin discriminación alguna todas las gentes que la integran. Rechazando todo asomo de misoginia, aporofobia, homofobia, xenofobia, racismo, clasismo, supremacismo y todas las demás plagas y lacras que han entorpecido el logro pleno de la igualdad y la equidad, en un país que todavía carga con el lastre de los errores, los horrores o, simplemente, las equivocaciones del pasado.

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En la actualidad, todas estas profundas raíces aseguran la vitalidad del Rosario que ha logrado, gracias a ellas unidas a la innovación, enfrentar los retos insospechados de esta pandemia, adaptándose con agilidad a los nuevos requerimientos de la virtualidad, gracias a una tecnología de última generación que, unida a la experiencia, ha permitido la continuidad de su labor permanente de docencia, investigación y extensión, renovándose y cosechando los frutos de grandes inversiones en talento humano y conectividad, para brindar a todos los estudiantes y a la comunidad las mejores oportunidades y de esa manera contribuir al Bien Común y cumplirle a la juventud el compromiso irrenunciable de formarla en la excelencia, para así alcanzar un mañana que deberá ser, y lo será sin duda, mejor.

Viendo entonces hacia atrás, avizorando el futuro, guiados por el emblemático NOVA ET VETERA, procede recurrir a la Poesía - única prueba irrefutable de la existencia humana - para recordar un resonante final en endecasílabos de un soneto de Francisco Luis Bernárdez:
 «Porque después de todo he comprendido /
Que lo que el árbol tiene de florido /
Vive de lo que tiene sepultado."»