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¿Es el tejo un patrimonio nacional?

Felipe Cardona

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La búsqueda de una experiencia genuina nos llevó a un campo de tejo en el Barrio Alcázares en el norte de Bogotá. Antes de ingresar, advertimos a nuestro invitado sobre nuestras expectativas del lugar: Haríamos una inmersión casi arqueológica en una práctica ancestral exclusiva de los marginados.

Inflamos el pecho hablando a nuestro amigo extranjero de nuestra clarividencia a la hora de identificar esas experiencias bogotanas invisibles a los ojos de los circuitos turísticos.

Antes de cruzar la puerta notamos que la experiencia iba a ser muy distinta a lo imaginado.  Un hombre acuerpado de tez negra salió al paso y nos solicitó una requisa. Vestía con un traje de corbata y hablaba a través de un intercomunicador. Era la primera vez que para ingresar a un campo de tejo teníamos que someternos a este tipo de pesquisas tan recurrentes en los sitios que frecuenta la élite capitalina.

Ese fue el inicio de una vivencia inusual. Ingresamos a un espacio estrafalario que rompía con todos los patrones. En vez de una rockola con música de antaño, un DJ mezclaba en su consola mixturas de música folclórica con beats electrónicos. En reemplazo de los grandes reflectores, las canchas eran iluminadas por halos de luz de colores psicodélicos. Tampoco había canastas de cerveza, en cambio había una barra donde la gente departía animada con botellas de cerveza extranjera.  No obstante, lo que más nos inquietó fue el tipo de gente que estaba en el lugar, en su mayoría eran jóvenes extranjeros y grupos de mujeres que no superaban los 25 años.

Todo era distinto respecto a lo que tradicionalmente se conoce como un campo de tejo y quizá lo único que se mantenía era la lógica del juego: Las canchas de arcilla con las mechas que estallaban de forma ensordecedora al contacto del tejo de metal.  Fue inevitable entonces preguntarme sobre las distorsiones que sufren las costumbres populares con el tiempo y esto me llevó a cuestionarme sobre los orígenes de este juego, que fue ratificado en el año dos mil como el deporte nacional de los colombianos.

Sobre los orígenes de este deporte la documentación es escaza, apenas un par de comentarios consignados por algunos cronistas de la Conquista. Por tanto, lo que llega a nuestros días no son otra cosa que relatos basados en suposiciones. El peligro está en que estas suposiciones, a pesar de carecer de rigor histórico, hoy son difundidas en el Internet como verdades contundentes. Un ejemplo de esta tergiversación se encuentra en varias publicaciones que afirman el origen del Tejo en un disco de oro que lanzaban los caciques muiscas llamado “Zepguagoscua”. No existe bibliografía que ratifique el uso de esta palabra para relacionarla con el juego del Tejo. Por el contrario, según la historiadora María Estella González, aunque es de origen muisca, el significado etimológico de esta palabra quiere decir “Juego con otra persona” y no hay un indicio vinculante entre esta expresión y la práctica del Tejo.

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Hasta hace unos años, El historiador Efufranio Bernal se dio a la tarea de lograr una aproximación certera a los verdaderos orígenes del Tejo siguiendo la línea que habían trazado investigadoras como María Estella González y Mónica Giedelman, que encontraron notables similitudes entre el deporte que practicaban las clases populares colombianas con otros juegos parecidos en el norte de Chile y Perú. Bernal, oriundo de Turmequé, un pueblo boyacense, donde según la tradición tuvo su origen el Tejo, encontró varios textos históricos de los religiosos que se establecieron en otras latitudes distintas al altiplano cundiboyacense y que relataban con detalles la forma en que muchos pueblos del Imperio Inca se divertían a través de un juego que consistía en reventar vasijas de barro colocadas a cierta distancia mediante una piedra pulida.

Esta referencia tan familiar, hizo que el historiador se preguntara sobre la relación entre los Incas y los pueblos Muiscas.  Su investigación lo llevo a un hallazgo fundamental. Se encontró con varios relatos históricos que revelan la presencia de los Incas en las tierras del Zaque de Hunza, hoy Tunja, en los primeros años de la Conquista.  La historia se remonta a 1536, cuando el conquistador español Sebastián de Belalcázar ingresó a los territorios de lo que hoy es Colombia, tras haber desertado del ejercito de Pizarro, conquistador del Perú.

Junto a Belalcázar venían varios indígenas que recibían el nombre de Yanaconas. No pertenecían a un sitio particular del Imperio Inca, más bien se agrupaban en torno a un destino común: todos habían sido reducidos a la servidumbre tras la demoledora conquista del Perú por parte de los españoles.  Fue así como este grupo se estableció en las zonas de lo que hoy pertenece al departamento de Boyacá en las poblaciones muiscas de Turmequé, Ramiriquí, Tibaná, Garagoa, Tenza y Somondoco.

Sin embargo, fue en el pueblo de Turmequé donde los Yanaconas tuvieron una mayor presencia, en parte porque el pueblo para la época era un importante centro de acopio y trueque donde convergía todo el comercio de la Confederación del Zaque. Como un punto de eje y rotación el pueblo fue adoptando poco a poco los hábitos foráneos. Incluso los muiscas empezaron a vestirse a la usanza Inca. Dejaron los mantos para incorporar en su cotidianidad una prenda que hoy es referente de la cultura Colombia: La ruana.

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Otro factor que resulta relevante para la consolidación del Tejo en la región fueron las constantes celebraciones que se presentaban por motivos tan diversos como el nacimiento de un niño, la buena fortuna en la guerra y las buenas cosechas. Los Muiscas siempre fueron un pueblo muy dado al ágape y el juego que practicaban los Yanaconas encajaba a la perfección con sus principios.

Fue así como los caciques de la región empezaron a practicar este juego, sobre todo porque como sostiene la historiadora Mónica Gieldeman, estas prácticas de competencia ayudaban a los líderes a consolidar su prestigio. Para los muiscas, y es una visión que se mantiene hasta nuestros días, el poder se mantenía a través de las habilidades sociales y la ostentación de la destreza.

Muchos años después, en los años 40 del siglo pasado, el caudillo liberal Jorge Eliecer Gaitán tomaría este ejemplo de los caciques muiscas y consolidaría su simpatía con el pueblo al involucrarse en las prácticas populares. Fue gracias a este líder político y al florecimiento de los relatos vindicativos de la tradición rescatados por la república liberal y varios intelectuales como Emilio Murillo e Ismael Enrique Arciniegas, que el tejo se convirtió en un elemento fundamental en el relato de nación.

Un relato que hoy debe mirarse como el gesto de una nación que lucha por encontrar sus raíces. Un relato que pese a tener un origen foráneo, ha sido transformado con el tiempo para hablarnos al odio de lo que somos. Lejos de recriminarnos por la pureza, debemos entender que lo importante no es de donde venimos sino como perduramos en el tiempo. El tejo es pues un emblema de resistencia, un guiño de nuestros antepasados que se resisten a que los olvidemos.