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Freud nos quiere animales y lévinas nos quiere dioses: el concepto amoroso en dos afinaciones

Felipe Cardona

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I. EL SIMULACRO DE LA BESTIA.

El animal espera un leve gesto que lo saque de las sombras, quiere a toda costa entrar en el espectáculo amoroso para liberarse de sus apetitos. 

 

 

Esta es la criatura que el médico austriaco Sigmund Freud ve desde la cumbre de su intelecto. Fijémonos, hablamos de criatura y no de hombre, así como también hablamos de apetito y no de pasión.

El hombre enamorado que nos ofrece el psicoanalista es pues un individuo atravesado por la fibra de su animalidad. En sus estudios del fenómeno amoroso romántico, el pensador nos ofrece una visión contundente: La experiencia afectiva en el hombre parte de una necesidad, es una apuesta por aligerar el peso del yo, una jugada para evadir el desamparo que nos sobreviene después de la infancia.

Este desamparo está ligado a una situación traumática que ocurre en la transición de la infancia a la adultez. En esta etapa el hombre percibe como su madre abandona de forma gradual la tarea de abastecerlo ante las necesidades primarias.  El proceso se torna cada vez más adverso, hasta que llega el día en que el individuo deja de recibir los cuidados maternos.   

Para Freud esta huella acompaña al adulto durante su resto de vida. Así pues, el individuo incapaz de sepultar esta experiencia dramática, proyecta su vida anímica desde la experiencia del abandono. El hombre empieza su actuación a raíz de la carencia y   todos sus movimientos no dejan de ser otra cosa que la clara expresión de esta adversidad. En el malestar en la cultura, uno de sus textos más contundentes, lo expresa con claridad: “Un sentimiento sólo puede ser fuerte de energía si él mismo constituye la expresión de una intensa necesidad”. 

En ese orden de ideas la vida adulta se convierte en una reedición del rol infantil, una especie de simulacro de la infancia.  El amor romántico entonces para Freud tiene como intención capital la necesidad de protección y de cuidado.  Más tarde Lacan, uno de los discípulos aventajados del médico austriaco, trataría el tema con mayor profundidad hasta llegar a los terrenos del narcisismo. Para el filósofo francés el amor romántico se convierte en una forma de protegernos de nosotros mismos. ¿Bajo qué parámetro?  Bajo el parámetro de que la persona que amamos acepte renunciar a sí misma para alienarse en nuestra libertad. Por eso Lacan afirma que es el propio yo lo que se ama en el otro.

La visión de Freud se vuelve más conflictiva. Si el amor sale del yo y no del nosotros, sólo hay un sujeto y esto convierte al otro en objeto. El otro pierde así su carácter, toda su individualidad. La relación amorosa entonces se revela como un juego entre dominador y dominado. Este factor utilitario entre el sujeto que ama sólo en la medida que su objeto-proveedor le asegure la gratificación de sus necesidades, termina por degradar el pacto amoroso hasta convertirlo en una simple transacción de consumo.

Ahora bien, esta concepción del amor romántico no es del todo extraña para nosotros. Si nos fijamos en el entorno actual encontraremos un amor enaltecido por la ética del consumo. Un amor que se edifica desde la lógica de la propiedad y el uso, es decir desde la importancia del objeto.  Lo alarmante es que tarde o temprano esta divinización del objeto termina por convertirlo en un fetiche al que se adora y se rinde culto.
Nos encontramos en este punto con un sujeto que rinde culto al otro. Esta devoción religiosa que invita al sacrificio hace que el sujeto abandone sus propios intereses con tal de asegurar la lealtad del otro.  Hay una frase, una promesa que vale todas las privaciones: Te amaré toda vida. Al fin y al cabo, no sólo se trata de asegurar el presente sino también el futuro. 

II. LOS DIOSES SIN ESPERANZA

Contra el amor edificado desde la carencia y la promesa de evitar a toda costa la soledad, surge una visión detractora.  Se trata del trabajo de Emanuel Lévinas, un filósofo judío sobreviviente de los campos de exterminio nazi. 

Consciente de su tarea de restructurar el pensamiento ético después de la hecatombe de la Segunda Guerra Mundial, Lévinas propone una salida inesperada respecto al fenómeno amoroso. Después de sumergirse de lleno en la teoría psicoanalítica, prestándole una especial atención a Freud, se decanta por una apuesta en contravía a la del médico austriaco.     
 
Para Lévinas el amor no parte de una necesidad. El filósofo es tajante cuando afirma que nunca buscamos satisfacer nuestras necesidades en la forma alterna del amor.  El frio se cura con un manto y el hambre con un pan. Se trata de regresar a lo básico, de entender el amor como algo que está más allá de la satisfacción material.  Para Lévinas el amor sólo es posible cuando se culminan todas las necesidades y el hombre encuentra una posición que le resulte favorable, es sólo en la saciedad cuando decidimos involucrarnos con el otro.

Lévinas abre entonces una consideración que da la vuelta a la teoría de Freud. Si el amor no es la solución de una necesidad, si no es la reacción contra la adversidad y la carencia ¿Como podemos entenderlo? El filósofo nos propone una lógica del amor como un movimiento sin retorno, como una forma de ser responsables de lo que nos sobra al estar colmados.

Nos encontramos de pronto con el amor que no soluciona nada pero es la forma más bondadosa de la expresión. Amamos no porque queramos amar sino porque queremos expresarnos, queremos que otros se enteren de nuestra existencia.  Es pues un amor desinteresado, que sólo busca manifestarse sin que importe la retribución o el pago. 

Lévinas nos propone entonces un amor sin esperanza, edificado desde el presente y para el presente. Un amor que está siempre en constante vacilación pero que nunca se rinde ni es servil, un amor que controvierte la herencia religiosa y nos hace más humanos.

El amor entonces germina como una condición de estar satisfechos. No surge de los estratos elementales de nuestro inconsciente, no es un instinto sino más bien un don que surge de la abundancia. Es la opulencia que se transforma y se convierte en una obra de arte.   Amar por tanto es una cuestión de talento, una forma de creación exclusiva de unos cuantos que pueden emular a los dioses, porque no se enamora cualquiera sino se enamora el que es capaz de enamorarse.