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La vida contemplativa de Nicolás Gómez Dávila como reflejo de su pensamiento anti moderno

Tomás Molina

La vida contemplativa de Nicolás Gómez Dávila como reflejo de su pensamiento anti moderno

Nicolás Gómez Dávila es un nombre que solo recientemente ha empezado a volverse familiar en los círculos filosóficos del país. Esto se debe a que durante su vida el filósofo rechazó toda clase de honores, publicidad y reconocimientos.

 

De hecho, publicó su obra solo por la petición de sus amigos más cercanos. Además, su vida no la pasó entre conferencias y salones universitarios donde habría podido ganar notoriedad, sino entre las paredes de su biblioteca. Allí se dedicó a contemplar y analizar las ideas de la tradición occidental. Hoy me propongo mostrarles que el pensamiento anti moderno que se desarrolla en su obra se reflejó en la propia vida del autor. Quiero argumentar, en efecto, que la opción por la vida contemplativa del filósofo colombiano es esencialmente contraria a la modernidad.

Nicolás Gómez Dávila nació en 1913 y murió en 1994. A lo largo de su existencia logró acumular más de treinta mil volúmenes entre los que se encontraba lo más selecto del pensamiento occidental, casi todo en su lengua original. En efecto, el colombiano leía sin esfuerzo en inglés, alemán, francés, italiano, latín, griego antiguo y según algunos intentó también aprender danés y ruso al final de su vida. Títulos académicos no tenía ninguno, ni le interesaba tenerlos. Sus maestros, por lo tanto, fueron los libros que leyó. Como Nietzsche, Gómez Dávila no desarrolló su pensamiento en el mundo de la filosofía académica y quizá no habría podido hacerlo. Proponía tesis e ideas incómodas que, por lo mismo, no serían de buen recibo en su propia época.

Dado que Gómez Dávila no se dedicaba a la vida académica es posible que el público se esté preguntando qué oficio tenía. Quizá, como algunos filósofos de Al-Andalús, practicaba la medicina y el derecho durante el día para ganarse la vida. La filosofía, por tanto, podía ser una afición nocturna. O quizá, como Nietzsche, tenía una modesta pensión. En realidad, el caso de nuestro filósofo se parece más a la afortunada situación de Kierkegaard y Platón: heredó una fortuna considerable que le permitió dedicarse a la vida contemplativa sin los afanes y rigores de quienes se dedican a trabajar. Por eso mismo, aquí pretendo mostrar que el filósofo colombiano llevó un modo de vida aristocrático y contemplativo que se oponía a la modernidad. La razón detrás de esto no es obvia, pero es una clave fundamental para entender su pensamiento.

En el primer libro de la Ética a Nicómaco, Aristóteles explica que hay tres maneras de entender la buena vida. Para las masas, consiste en el disfrute de los placeres terrenales. Para el filósofo griego esto es más propio del ganado que de los seres humanos, de manera que no lo considera un modo de vida que valga la pena seguir. Para la gente sofisticada, en cambio, la buena vida consiste en la vida política. Esto se debe a que la finalidad de la política es la excelencia. Ésta, entonces, sí es auténticamente buena. Finalmente, la tercera manera de entender la buena vida es la del filósofo que contempla lo eterno. Esto quiere decir que hay dos modos buenos de vida: el primero es el de la política; el segundo, mejor aún que el primero, es el de la vida dedicada a la contemplación, es decir, la filosofía.

La vida humana, por supuesto, no se reduce a los placeres, la política y la contemplación porque también debemos laborar, es decir, preocuparnos por cumplir nuestras necesidades vitales; y también debemos trabajar, es decir, crear nuestro mundo artificial de cosas: instituciones, artes, etc. Pero los griegos consideraban que esas actividades eran meras necesidades que nos posibilitaban lo más importante. Para Aristóteles, la labor no podía estar más alto que la vida contemplativa: era meramente su condición de posibilidad. Concentrarse en la labor era propio de esclavos o mercaderes que debían preocuparse principalmente por mantenerse vivos. Platón organiza la república de modo que quienes se dedican a la labor creen las condiciones para hacer posible la existencia de los filósofos. Por tanto, la labor quedaba subordinada a la vida contemplativa de los filósofos en Kallípolis —así llamó Platón a su utopía—.

Los modernos, en cambio, hemos invertido la lógica de los antiguos. Nosotros creemos que la vida activa tiene un valor superior a la contemplativa. Hoy todo está subordinado a la labor, es decir, al cumplimiento de nuestras necesidades vitales. Por eso todo debe justificarse en términos económicos. ¿Sirve la filosofía a las empresas? ¿Sirve Platón para aumentar el producto interno bruto? ¿Nos enriquece la filosofía y por tanto nos permite cumplir de manera más perfecta y cómoda con nuestras funciones biológicas? Si la respuesta es negativa, habría que sacarla de las aulas.

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Hoy vivimos en una república platónica invertida: los filósofos deben pensar para quienes laboran, es decir, para quienes se dedican a las actividades económicas que nos permiten continuar con vida. Con razón Gómez Dávila creía que el mundo moderno es un levantamiento contra Platón. Esto queda mejor ejemplificado por la misma concepción de hombre que hay en cada época. Mientras Aristóteles distinguía al hombre de los animales justamente por su capacidad racional —que permite la vida contemplativa—, Marx, sintetizando el espíritu de la Edad Moderna, señala que lo que distingue al hombre de los animales es la labor —es decir, la condición más básica de la vida activa.

Gómez Dávila, como lo he dicho, se opone a esta lógica moderna. La vida contemplativa es su opción. En los Escolios incluso nos dice que la vida activa animaliza. Aquí no hay nada de los valores modernos obsesionados con la productividad y la industria. El colombiano, pues, poco se dedicó a la vida del animal laborans. Supervisaba, sí, algunos negocios que heredó de su familia, pero ese era un aspecto relativamente marginal de su existencia. Estaba subordinado a su vida contemplativa. A diferencia de nosotros, el filósofo bogotano no se levantaba todas las mañanas con un estricto horario lleno de obligaciones que le permitirían sobrevivir. Tenía la vida de un hombre libre de las necesidades materiales: se podía dedicar a contemplar todo el día si así lo quería. Lo anterior está íntimamente conectado con su visión aristocrática de la vida.

La idea de que unos hombres deben dedicarse a la contemplación mientras otros laboran para ellos es propio de sociedades aristocráticas. Los modernos demócratas no creen en eso. El ideal de nuestro mundo es que todos privilegiemos la labor, i.e., que todos nos concentremos en ganarnos el pan. Gómez Dávila, entonces, vivió de acuerdo a los ideales de otra época. Lo anterior, sin embargo, tampoco quiere decir que el colombiano se dedicase todos los días a pensar incansablemente problemas profundísimos. Gómez Dávila mismo nos confiesa en uno de sus libros llamado Notas, lo siguiente:

Días enteros pasados sin pensar en nada, sometidos a la tiranía y al capricho del momento.
¿En qué piensan los otros? Esta interrogación me parece un problema, hasta que recuerdo la oquedad en que vago días enteros como en un largo y lento lago azul.

E incluso anotaba que “la contemplación pura cansa”. Pero eso solo lo puede saber con certeza quien se dedica a la contemplación pura; los demás solo especulamos fantasiosamente —especialmente los filósofos que vivimos atareados con mil obligaciones— sobre las delicias de la vida contemplativa. Justo por eso añade que “el placer puramente contemplativo es un mito de hom­bre ocupado”. Sí: quizá era un mito. Pero queda claro entonces que Gómez Dávila gozó de un aristocrático modo de vida vedado para la vasta mayoría de los mortales y que además se oponía al espíritu de nuestra época: el de la vida contemplativa. Encontramos, por tanto, que hay una unidad en su vida y su obra: lo que dice el autor se manifiesta en su propia vida. El filósofo colombiano vivió, al menos en parte, de acuerdo a los valores que admiraba. Hubiese podido ser un hombre de negocios, es decir, de la negación del ocio, de lo activo, de la labor. Pero prefirió dedicarse a la contemplación filosófica: el más alto modo de vida según Aristóteles.