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Las musas indecentes, una mirada a la ruptura artística de 1957 en Colombia

Felipe Cardona

portada

Lo que arrancó como el capricho de una camada de artistas en pleno estreno de la adultez, a los pocos días se convirtió en una revolución artística.

Los guardianes de la tradición poco pudieron hacer, el arte colombiano se había contaminado con la irreverencia de la vanguardia: El eco provocador del París de principios de siglo, tras una espera de cincuenta años, finalmente había coronado la cordillera andina.

Corría el año de 1957 y en la recién fundada biblioteca Luis Ángel Arango en el corazón de Bogotá, se inauguraba el Primer Salón de Artistas Modernos.  El evento correspondía a la última voluntad del director del Banco de La República, quien, en su lecho de muerte en enero de ese mismo año, había manifestado su deseo de inaugurar una exposición sin precedentes en el edificio que llevaría su nombre.

Si Arango hubiera sobrevivido hasta el mes de noviembre, cuando el salón abrió sus puertas, se hubiera encontrado de frente con un espectáculo situado más allá de sus expectativas. Hubiera sido testigo de cómo una generación, alimentada por el seno abundante de la irreverencia, proponía nuevos lenguajes artísticos y apostaba por tópicos sin precedentes.      

Bajo el padrinazgo de la galerista de Cecilia Porras, una mujer con amplio criterio visionario, la fría capital sucumbió entonces al destello de una nueva raza de artistas. La exposición, como lo testimonian muchos de los periódicos y revistas de la época, fue un golpe tajante contra los criterios anquilosados de la academia, una sacudida para la tradición. Los espectadores no salían de su asombro, el arte colombiano se había transformado de una manera contundente.

Entre aquel grupo de jóvenes artistas cabe destacar algunos que con el tiempo se convirtieron en íconos del arte colombiano.   Por ejemplo, bajo el marco de la puerta está Alejandro Obregón, un pintor de manos anchas y temeraria tozudez.  Es español de nacimiento, pero colombiano de carácter. Lleva poco tiempo en Bogotá como profesor de la Universidad Nacional y dicen que está obsesionado con los cóndores, las mujeres y las botellas de ron. Su obra es una de las más polémicas, representa a un estudiante muerto durante las protestas contra el dictador Gustavo Rojas Pinilla. La pintura es dramática, quiere denunciar las arbitrariedades del régimen, ilustrar la violencia de la forma más cruda, el lienzo se titula “Estudiante muerto”.  

En el lobby del salón encontramos a Fernando Botero, un hombre tímido y de maneras elegantes recién llegado de exponer su obra en la Gress Gallery de Washington. Luego de un periplo de 3 años en Europa y Estados Unidos, el pintor antioqueño viene a presentar su estilo tan particular, una pincelada vinculada al sarcasmo. Su obra se titula “Los Obispos Muertos” y merece una especial atención porque plantea una crítica suculenta a la institución religiosa colombiana. Los curas amontonados en un sueño profundo refieren la decadencia de la Iglesia, decadencia ligada a la indiferencia ante la violencia partidista. Botero retrata una institución, que lejos de agenciar la paz entre contradictores, permanece al margen del conflicto sin ninguna injerencia social.

Otro artista para la postal es Guillermo Wiedemann, alemán nacionalizado en Colombia, llegado al país en 1939 huyendo de las barbaridades nazis. Pese a pertenecer generacionalmente a una época anterior, posee las características de un artista de vanguardia. Su obra arranca como un elogio a la mujer negra y luego de varios lienzos se convierte en una fiesta de tintas que reverencian el paisaje aciago de la costa chocoana. Con los años, este teutón inmenso y desolado, iría abandonado la figuración para abordar los campos inexplorados de la abstracción. La obra “Tonos apagados” expuesta en el Salón, confirma esa transición de su lenguaje estético.  

Por último, encontramos a Luis Alberto Acuña, el único artista presente en la muestra que no evidencia un temperamento vanguardista y expone su obra “matrimonio campesino”. Ahora bien, pese a ser un pintor de tradición, su rostro sonriente lo dice todo, es un partidario de esta nueva generación de artistas. El artista antioqueño pertenece a la generación del 40, un grupo interesado en las costumbres de la provincia colombiana. Su presencia en la exposición es un voto de entusiasmo hacia nuevo lenguaje estético en Colombia, mientras otros artistas de su generación como Ignacio Gómez Jaramillo, Alipio Jaramillo y Pedro Nel Gómez, desestiman el advenimiento de la nueva generación, fundada según ellos, en principios perversos, transitorios y anarquistas.

Las 18 obras coinciden en presentar imágenes que alcanzan un máximo grado de autonomía sobre la realidad. Son cuerpos asimétricos e indefinibles, manifestaciones de esos vuelos transitorios y neuróticos de la imaginación, siempre habitada por logias de monstruos infantiles y figuras estrambóticas. Empiezan a vislumbrarse los rasgos definitivos en los artistas. Botero empieza a jugar con los volúmenes e inflar las formas, mientras que, con su pincelada furiosa, Obregón anuncia las bacanales de color que acontecerán en sus obras venideras.  Estos jóvenes aquí reunidos están inaugurando sin saberlo uno de los capítulos definitivos en el arte colombiano.