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Por los mares de la incertidumbre: breve visión sobre el miedo

Felipe Cardona

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El ejercicio de la libertad nos excede. Tenemos que construirnos de la nada, sembrar los cimientos sobre la frágil greda de nuestros principios. Nadie está allí para apoyarnos o censurar nuestras conductas. Andamos a ciegas, Kundera se acerca a la fibra de la cuestión al afirmar que “se es libre en la niebla, pero es la libertad de alguien que está en tinieblas”.

Esto se debe a que en parte el hombre contemporáneo tiene la potestad de elegir el destino que quiere para si mismo. En épocas anteriores sus posibilidades estaban limitadas por la Monarquía, la Iglesia o el Estado. El rutero vital se establecía desde el origen y eran pocos los optaban por el desacato. Digamos que se trataba de una existencia sin contrastes monumentales donde primaban las conductas uniformes y predecibles.

La caída del muro de Berlín marcó entonces un punto de giro. A partir de allí el modelo neoliberal se apoderó de las nociones morales y nos arrojó a un escenario marcado por un profundo proceso de individuación.  Poco a poco las instituciones nos abandonaron y muchos lazos que nos vinculaban con la tradición empezaron a romperse. De pronto nos encontramos remando a dos manos en barcas individuales en una situación de doble vía, temerosos de cualquier embarcación ajena pero ansiosos de ponerle un punto final a nuestra soledad.
En este mar de confusión aparece el miedo como el sustrato más visible de nuestro estado. Un miedo que está vinculado al desconocimiento, a no saber distinguir entre la amenaza y la salvación.  Navegamos absortos en esta dualidad cuando sentimos un golpe contundente en la proa. Hemos tropezado con otra barca y tendremos que decidir entre abordar la embarcación intrusa o torcer el rumbo.

Digamos que tomamos una decisión que implica riesgo. Se trata del abordaje. Emprendemos la aventura sintiendo el filo de la tensión. Al fin estamos frente a frente con lo desconocido. Adquirimos entonces la conciencia del otro y presenciamos en él una actitud idéntica a la nuestra.  Es pues, en esta familiaridad que encontramos la justificación para dar un paso más: Ambos estamos a la deriva y podremos compartir la carga de proyectarnos a un futuro que siempre es ilegible.

Entonces la incertidumbre poco a poco se desdibuja, recibimos el premio que se destina a los intrépidos: El entendimiento.  De pronto las amenazas se tornan más sutiles y el desasosiego pasa a un segundo plano. Vivenciamos la parte más sublime de lo humano que es la comunión con el otro. Nada puede arrebatarnos ese momento, todo nos cae en gracia y decidimos como último gesto de nuestra consagración hundir nuestra barca para emprender un viaje en compañía.

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Nos creemos salvados al haber superado el miedo natural a lo desconocido, ese mismo que compartimos con casi todas las especies de la tierra.  Sin embargo, nos espera una instancia mucho más dramática. Justo en el momento de mayor ventura, sentimos el golpe del remo en la nuca y caemos al mar.  Si antes vivimos la gloria ahora es el turno para la desesperanza, hemos sido traicionados.

Al principio queremos extinguirnos en la inmensidad de las olas, pero algo más fuerte a nuestra razón nos hace bracear hasta alcanzar la orilla.  Allí, agobiados por la pérdida, decidimos construir un barco y emprender nuevos viajes.

Sin embargo, ya no somos los mismos, algo ha cambiado para siempre. Un miedo más atroz al anterior se apodera de nosotros. El sociólogo Hugues Lagrange nos da luces sobre el asunto, establece que ahora somos víctimas del “miedo derivativo. Una especie de terror secundario que se instala en nuestra expectativa del mundo a raíz de una experiencia pasada de confrontación donde salimos mal librados.

Esta huella será entonces determinante para futuros encuentros con lo desconocido. Además, hay que agregarle un agravante, y es que esa sensación de pánico se hará presente en muchas ocasiones así la amenaza no se encuentre latente. Es más, esta presencia terrorífica se afincará con tal vigor que se convertirá en un sedimento de nuestra integridad.

El viaje continúa y optamos por esquivar cualquier oportunidad de tratar con lo desconocido. Ya nunca más mostraremos nuestra debilidad, lo que se viene es una muestra de nuestra destreza para navegar sin la ayuda de nadie.  Sin embargo, tarde o temprano la soledad nos hace buscar otro tipo de compensaciones.  Es pues, en este escenario sin Estado, Iglesia, o Rey, donde el marketing hace su aparición como empresa redentora de las inquietudes humanas. 

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El marketing es ahora el proveedor de sentidos y ocupa los vacíos que las instituciones sociales han dejado.  Su premisa radica en solucionar nuestros miedos, sin embargo, en una primera instancia insiste en llenarnos de incertidumbre para después plantearnos una solución: La razón por la que eres repudiado no es porque seas mala persona, más bien se trata de que no estás consumiendo los productos adecuados para alcanzar cierto estatus y ser reconocido.

Ahora bien, una vez establecemos un hábito particular de consumo encontramos que los miedos no desaparecen. El marketing también nos plantea una solución para este dilema. Se trata de pequeños simulacros de muerte, de tener resurrecciones ficticias, de negar a toda costa el fracaso y de probarnos una y otra vez en distintas facetas. La identidad pasa a un segundo plano y el mundo adquiere un carácter revocable. Si esto no te sirvió, esto seguramente sí, recuerda que en el mundo del marketing todo es valioso y nada se pierde.

Llegados a este punto nos encontramos ante una situación nada agradable. Sin embargo, existe una vía que pocos se atreven a transitar.  Y es que la única forma de superar el miedo es fracasando una y otra vez.  No se trata de asumir una posición de derrota, sino de entender que la confianza sólo se genera a través de la práctica.  Todos hemos pasado por situaciones que implican la repetición después de una cantidad considerables de fallos. Basta con preguntarnos ¿Cómo aprendimos a caminar?

Si bien siempre tendremos la sospecha del hundimiento, hay pues que darle un vuelco a nuestra existencia y dejar de definir nuestra realidad sobre lo que no se ha vivido o ya se vivió. De lo que se trata simplemente es de tomar las decisiones con base en el presente, de hundir una y otra vez el mismo barco hasta encontrar uno que nos sea útil para navegar todos los mares posibles.