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Un viaje a las entrañas del holocausto

Felipe Cardona

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l.
Las calles de Cracovia prefieren el silencio porque ya conocieron la estridencia del ruido más infame. Cinco años en la cumbre de la desesperación bastaron para que esta ciudad polaca se convirtiera en un arquetipo de la prudencia. Es cierto que en la noche se dan algunas licencias, detonaciones minúsculas, susurros de bocas ebrias y una que otra carcajada en los bares del barrio judío de Kasimierz. Sin embargo, más allá de eso, el caminante que recorre este escenario por primera vez puede darse el gusto de escuchar la música de sus propios pasos.

Llegué a esta ciudad motivado por conocer los meollos de una época nefasta. Antes de llegar, esperaba encontrarme con un mar de miradas apáticas bajo el umbral de edificios ennegrecidos por el humo. Gasté las horas previas en el bus proveniente de Praga para asimilar lo que estaba por vivir, entraría a una de las ciudades más golpeadas por la Segunda Guerra Mundial, el epicentro del poderío Nazi en la Europa del Este.
Sin embargo, desde los primeros minutos en la urbe noté con asombro que no había vestigios evidentes de la guerra. Nada que diera pie para imaginar el horror que se asentó en estas calles desde la invasión del ejército alemán en 1939.  Por el contrario, al poco tiempo de mi llegada me vi envuelto en una atmósfera llena de vitalidad: Semblantes entusiastas disfrutando los últimos días del otoño en las arboledas que rodean las murallas medievales del casco antiguo de la ciudad. 
 

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Recuerdo que luego de instalarme en un apartamento que alquilé con mi familia cerca al legendario Teatro Bagatela, salimos a conocer la vida nocturna. De vuelta discutimos sobre la notable similitud entre el talante polaco y el colombiano, esto debido a la atención llena de gracia y amabilidad que recibimos en cada sitio que visitamos. Llegué así a establecer un punto de convergencia, un rasgo común que hermana a los polacos con los colombianos: Ambas sociedades han vivido los ultrajes indescriptibles de la guerra y esta adversidad ha generado personas llenas de entereza.

Iniciamos la incursión en el pasado oscuro de la guerra a través de un paseo alrededor del Castillo de Walwel.  Esta imponente construcción que corona el único cerro de la ciudad ofrece una imagen intimidante. Es inevitable pensar en la visión del Rey Vladislao II que inició su construcción en el siglo XIV. Es una residencia destinada a los elegidos divinos, una mole poderosa que el súbdito observa desde abajo emulando la posición del que reza cuando eleva la mirada suplicando a los cielos. 

Las habitaciones reales tienen un balcón extraordinario donde se divisa toda la ciudad. Por eso no resultó extraño que Hans Frank, el gobernador alemán designado por Hitler para gobernar la Polonia anexada al Tercer Reich, eligiera estos aposentos para exhibirse desde las alturas como antes lo hicieran los reyes medievales.  Lo irónico del asunto es que Frank nunca perdió esa potestad de pavonearse desde la cumbre, incluso en los instantes previos a su muerte tras los juicios de Nuremberg, ascendió a la horca ante la mirada del mundo que contempló desde abajo la última y más vergonzosa de sus exhibiciones.

El castillo también guarda entre sus muros el eco de esos diálogos que definieron el destino de la raza judía.  Allí se coordinó el más horrendo de los proyectos, el que los nazis llamaron la “solución final” y que no era otra cosa que la exterminación masiva de todos los judíos de Polonia en los campos de concentración que Heinrich Himmler, jefe supremo de las SS, había construido en las cercanías de la ciudad.

II.
Los únicos enemigos del hombre son el hambre y el frío.  Y creo que gozan de ese privilegio porque no existen otros adversarios que te arrebaten el pensamiento para convertirlo en instinto.  En otras batallas eres todo un estratega, pero si un viento helado o un estómago vacío se cruzan en tus planes, te verás reducido a ser una criatura desconocida para ti mismo.

Pensé en esto después de la respuesta que la guía polaca de Auschwitz me dio en un extraordinario español mientras cruzamos por los barracones femeninos del campo de concentración. Le pregunté sobre los intelectuales que estuvieron recluidos y el papel del conocimiento en este infierno. Su dictamen fue contundente: aquí no se salvaron las mentes privilegiadas, sino aquellos que estuvieron más cerca de las estufas de la cocina donde se encontraban dos cosas esenciales: calor y comida.

Fue entonces inevitable pensar en Primo Levi y sus memorias donde afirma que nunca pudo entender porque sobrevivió. Su única certeza es que la condición de ser un químico prominente no le sirvió de nada, porque en los procesos de selección para determinar quién ingresaba al campo y quién iba a las cámaras de gas, los oficiales nazis simplemente señalaban al azar a todos aquellos que tendrían otro día para vivir mientras los otros continuaban en la hilera hacía una muerte aterradora.

Después de estas reflexiones llegamos a un punto del campo que llamó mi atención. Se trataba de una pequeña caseta donde funcionaba la oficina de correos. Fue extraño para mí saber que los prisioneros podían enviar cartas y recibir correspondencia. La guía nos explicó entonces que efectivamente había misivas que salían del campo.  Sin embargo, había algo peculiar en los mensajes que los nazis repartían con diligencia por toda Europa. Todas las epístolas hablaban de las virtudes excepcionales del campo y de la vida maravillosa que allí llevaban. La cuestión era simple, las autoridades del campo obligaban a los judíos a escribir cartas a sus familiares para atraerlos a una trampa mortal. Podías resistirte, pero siempre había un soldado diligente con las ansias de vaciar su fusil en tu cabeza rebelde.

 

Campo de Concentración de Auschwitz en Polonia, archivo personal del autor

Más allá de todos esos relatos de violencia y miseria que acompañaron cada uno de los escenarios del campo, hubo uno que me llamó la atención. Justo cuando entramos a los calabozos de tortura, escuché la historia de un padre franciscano que decidió entregar su vida a cambio de la de un hombre. Lo increíble del gesto es que al religioso no le importaba quien era aquella persona ni tenía una razón de peso para salvarla.  Simplemente le dio su vida a un desconocido en un ámbito para darse el privilegio de tener una muerte honrosa y darle un sentido a la vocación que lo acompañó antes de ingresar a las tinieblas de Auschwitz. 

Una última impresión me llevé de esta experiencia en el campo. Justo antes de finalizar el recorrido ingresamos a uno de los edificios que sirvieron como oficinas administrativas para los oficiales. Allí estaban todas las cosas que los nazis les arrebataban a los judíos antes de su ingreso a las cámaras de gas: Maletas, zapatos, gafas oxidadas y cabellos. Cada una de las habitaciones del recinto estaba llena hasta el techo. Pensé entonces que siempre hay algo que nos obliga a recordar así queramos olvidarlo, que nada se pierde para siempre y que a pesar de los intentos del tiempo y de los hombres, toda vida deja una huella y una pregunta que alguien en un futuro estará dispuesto a responder.