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Tumbar a Colón

Andrés Mendoza

Estatuas en la Avenida Colón - Dominio Público

Un artículo de Nina Siegal para el New York Times recopila las historias de varias estatuas que, en las recientes manifestaciones alrededor del planeta en contra del racismo, han sido vandalizadas o retiradas con el visto bueno de las administraciones locales.

Nos habla del mercader de esclavos británico Edward Colston en Bristol, del militar John Hamilton en Hamilton, Nueva Zelanda; de Cristóbal Colón en St. Paul, Boston, y Richmond —todas en EE.UU.—; y del rey esclavista Leopoldo II en Amberes. A esta última le dedica la primera parte del artículo, pues habla de la situación de un museo de África en Tervuren que se ha dedicado a recoger las placas, estatuas, bustos, y otros homenajes al rey. A pesar de que parece una solución práctica, a su dueño le preocupa que esto termine convirtiendo el espacio en un lugar de peregrinaje para los admiradores de Leopoldo II.

Poco tiempo después, la discusión se reanimó en Colombia. Específicamente alrededor de la estatua de Cristóbal Colón de la avenida El Dorado en Bogotá. El argumento, en apariencia, es sencillo: un homenaje a Colón es, a la larga, un homenaje a la conquista de América, junto con todo lo que eso implica: la desaparición sistemática de poblaciones, trata de esclavos, y —en la coyuntura de las manifestaciones alrededor del planeta— la idea de que ciertos grupos humanos están por encima de otros. Un homenaje a Colón es entonces una apología de todo lo que este representa. Con este mismo argumento —a veces porque representan lo mismo, a veces porque representan otras cosas que, de todas formas, la sociedad de dientes para afuera quiere dejar en el pasado— se ha discutido la suerte que deberían tener los homenajes a los fundadores de las principales ciudades en Colombia.

Aunque el periodo cambia, así como lo que se quiere dejar en el pasado, la idea de hacer justicia deshaciéndose de piedras y metal ya se ha aplicado acá. El año pasado en Medellín se demolió la fortaleza que Pablo Escobar se construyó en el Poblado. Esta se había convertido, muy a la manera de lo que teme el dueño del museo de África en Tervuren, en un sitio de peregrinaje para los admiradores del narcotraficante. Durante los últimos treinta años la alcaldía de esta ciudad ha tenido que lidiar con el legado del cartel y las atracciones turísticas que este dejó.

No obstante, es bastante difícil determinar hasta qué punto derribar estatuas es una forma efectiva de reparación. Deshacerse de la estatua de Colón sería un trabajo a medias, pues en el país que lleva su nombre, los homenajes a la conquista y a la colonia están presentes por doquier. Sería necesario cambiar el nombre del país, de una buena parte de las ciudades en Colombia, de sus poblaciones, la manera en que nos contamos nuestra historia, lo que consideramos como elementos de nuestra «identidad» —pues, la mayoría de esta, de manera parecida a lo que retrata Gilberto Freyre en su Casa-Grande e Senzala, se le debe a las relaciones entre amo y esclavo en las haciendas— y eso, a la larga, se parece más a la censura que a la reparación.

 

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Monumento Colón en Bogotá - De Felviper - Trabajo propio, CC BY-SA 4.0

La solución tampoco es dejar las estatuas como están. Más bien, el cambio debería darse en la manera que tenemos de plasmar la memoria en piedra y metal, reflexionando sobre la manera en la que nos relacionamos con lo que esto deja. Una razón más que suficiente para sentir rechazo hacia ciertas estatuas, es que en cierto sentido premian a un personaje, mientras condenan al olvido a todas las personas a las que el homenajeado afectó. Esta forma de hacer historia es la que lleva a relatos de grandes hombres que se inventan las guerras y pasan a los libros, mientras los que ponen los muertos van esfumándose en silencio. Es una historia verdadera y de una sola cara que, además, es bastante fácil de segmentar: en 1492 empezó la conquista, y en 1819, ya hecha colonia, terminó. En 1863 coqueteamos con un modelo de gobierno federal y en 1886 lo abandonamos por una constitución conservadora que, en 1991, decidimos dejar atrás.

A pesar de que esta forma de acercarse a la historia puede resultar bastante útil para una página de Wikipedia, sus implicaciones políticas son peligrosas. Por ejemplo, hablar de la constitución de 1991 como un rompimiento con el legado de Núñez, deja de lado el afán por modificarle articulitos hasta que esta se parezca a su predecesora. Señalar la conquista y la colonia como un proceso que cabe entre dos años, lo vuelve homogéneo hasta el punto de ignorar todos los intentos de emancipación y reivindicación —fallidos y exitosos— previos al florero. Hablar del proceso independentista como una ruptura con la colonia es igual de peligroso pues, sutilmente sugiere que la esclavitud y sus estragos terminaron en 1819. Dicha manera de acercarse a la historia sirve, a la larga, para no responsabilizarnos de conductas que mantenemos.

Puede que la colonia llegue hasta 1819, pero únicamente como nombre que se le da a un conjunto de años. La manera en que se se le da forma al país, y la relación con los distintos pueblos originarios de este, es bastante colonial. Añoramos y mantenemos una buena parte de ese legado. En Bogotá, para no alejarnos tanto del monumento a Colón, se le ha dado una forma a la ciudad donde lo indígena y lo negro está relegado a la periferia. Casi como cuando el río donde ahora corre la calle séptima servía como una frontera entre el lugar donde vivían los indios y la ciudad de Jiménez de Quesada.

En este orden de ideas, ¿qué se debería hacer con Colón? Una buena manera de evitar la censura y la tentación de contar una historia pulida, claramente segmentada y con una sola cara, podría ser la proyección de todo aquello que se quiere dejar atrás en el monumento. La estatua no debería ser un reconocimiento a las hazañas del navegante. Más bien, debería ser un recordatorio del traumático proceso que fue la conquista de América y todos los legados que esta dejó.

Un ejemplo de esta resignificación es la reparación del Reichstag en Berlín. Esta se llevó a cabo con especial cuidado de lo que pudiera decirle a las generaciones futuras. El edificio —y el debatido incendio del mismo— sirvió en su momento para alimentar la popularidad del nazismo, así como, unos pocos largos años después, se convirtió en un trofeo de guerra para las tropas soviéticas. Estas dejaron en sus paredes graffitis que, durante la reconstrucción del Reichstag, no fueron borrados por completo. Norman Foster, arquitecto encargado de su remodelación, ordenó que estos se dejaran, pues son parte de la historia del edificio, de la memoria que este representa. También ordenó la construcción de un cúpula de vidrio en el techo, encima de los escaños, para recordarle a los parlamentarios que el pueblo los está vigilando.

En años recientes apareció una cabeza gigante de Laureano Gómez en Bogotá. Por incómodo que sea mirar en nuestra historia y sus episodios, hay que pensar nuestra relación con esta. Tumbar a Colón no es tan fácil como deshacerse de una estatua y ya. La colonia parece estar más arraigada en nosotros, que condenada a los libros de historia. Estatuas seguirán apareciendo y nosotros nos arrepentiremos de ellas. Muy seguramente celebraremos en próximos años a varios personajes a los que, en unas cuantas décadas, querremos dejar en el olvido. Por esos ahora, deberá ser importante pensar en las connotaciones de estos futuros monumentos, por ejemplo preguntarse: ¿son monumentos a uno de tantos santos populares o son un incómodo recordatorio de nuestro pasado?