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Una semblanza de Fernando González

Fernando Corzo

Una semblanza de Fernando González

Fernando González no es un personaje importante en la literatura o en la historia de Colombia.

No es importante en el sentido de que sea influyente y monumental. A pesar de su larga carrera filosófica y literaria –que se despliega desde el año 1916, fecha en que publica Pensamientos de un viejo, hasta 1964, cuando publica Las cartas de Ripol– su influencia en el pensamiento colombiano y latinoamericano ha sido ínfima. Se le ha querido asociar con el nadaísmo, corriente poética que intentó, entrados los años sesenta, una avanzada vanguardista en Colombia; pero lo cierto es que el contacto que tuvo con otros creadores no pasa de ser anecdótico.

Su personalidad única, la lucha que libró a través de sus libros por encontrar un pensamiento original y sincero, hizo que jóvenes e intelectuales de la época como Gonzalo Arango, Manuel Mejía Vallejo, Carlos Castro Saavedra, Félix Ángel Vallejo y María Helena Uribe se acercaran al que es conocido, entre otros motes, como el Maestro de Otraparte, el Filósofo de América, el Moderno Zaratustra, el Filósofo de la Montaña, el Brujo de Otraparte y el Filósofo de la Modernidad. Hay, incluso, quien lo ha llamado un peripatético con alpargatas. Carolina Sanín, en su estudio introductorio a los fragmentos que recopiló de la obra del filósofo colombiano, señala que a González no se le enseña en la academia, y que cuando es mencionado, siempre se hace desde el margen. No por ello, sin embargo, su aporte deja de ser interesante y por tanto digno de ser estudiado.

No obstante, hay quienes dicen que Fernando González representa la ruptura de una retórica tradicional y el inicio de una aventura de libertad de espíritu y conciencia en Colombia. Joe Broderick, a diferencia  de Carolina Sanín, considera que es un escritor latinoamericano de primera importancia. Según el crítico australiano, González no es simplemente un autor regionalista y costumbrista, como han querido verlo, sino que merece un lugar central.  Lo mismo opina otro gran estudioso de la obra de González como lo es Ernesto Ochoa Moreno, quien considera que con Viaje a pie se produjo un desgarramiento en la literatura colombiana; atrás quedarían para siempre la retórica centralista y el costumbrismo. 

Algunos pocos datos biográficos y una pequeña semblanza del autor serán de utilidad para empezar a entender a este hombre que padeció varias vivencias, como cualquier otra persona, pero que a diferencia de muchos se fijó el propósito de estudiarlas, analizarlas y expresarlas en sus “libretas de carnicero”, las cuales guardaba en el bolsillo trasero de su pantalón para luego recopilarlas y crear con ellas esos libros suyos que resuman vitalidad.  Es bueno echar una mirada a su vida, así sea breve, porque González le dio un puesto privilegio a su intimidad y porque la vida y la obra de González son indesligables.

Se ha escrito mucho sobre su vida, sobre todo desde su ámbito regional. Se dice de él que fue un filósofo, un escritor que escribió para generaciones futuras. En sus libros se califica a sí mismo como filósofo aficionado[1] y en casi todos ellos se dirige a los jóvenes del futuro para incentivarlos a adquirir conciencia. Cuando se revisa cada una de las biografías y semblanzas que se han escrito de él –no son pocas–, uno descubre que cada quien se aferra a su propio Fernando González. Esto ocurre porque el envigadeño fue un ser multifacético que exploró tanto como pudo su personalidad, cosa que él mismo confesará en el Libro de los viajes o de las presencias: “Me he dedicado a viajar y convivir con todas las personalidades porque entendí que las tenía todas: del asesino, del cleptómano, del sacristán, del santón, del ladrón, del perseguido-perseguidor, del coleóptero, del chacal, del Gandhi y del Buda”. De ahí que cualquier intento de biografía sobre él resulte parcial, una faceta, si al caso el retrato de unas cuantas caras de un poliedro. Algunos destacan su faceta pedagógica, del filósofo que se dirige a la juventud para incentivarla a aumentar su conciencia, otros más destacan la personalidad rebelde y enumeran cada una de las polémicas que generó con su sinceridad, cuyas consecuencias afectaron directamente al autor.

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Su vida está llena de riñas con las instituciones académicas, religiosas y políticas; de libros vetados, de censuras, de expulsiones. Por ejemplo, la primera publicación de Viaje a pie en Colombia fue prohibida por el Obispo de Medellín bajo la pena de cometer pecado mortal. La misma suerte corrió Don Mirócletes, libro en el que se despacha abiertamente contra la jerarquía eclesiástica. El hermafrodita dormido, escrito en 1933, alcanzó a causar polémica internacional. Este libro fue publicado en Francia y fue el motivo por el cual perdió su puesto como cónsul de Colombia en Génova; y no sólo eso, sino que también le valió la expulsión de Italia debido a las críticas que allí dirige contra Mussolini.

Las polémicas son muchas, basta con revisar una que otra biografía para enterarnos de su actitud pugilista. No sólo protestó contra sus semejantes, sino que también, haciendo un acucioso examen de sí mismo, debeló sus propios defectos con el fin de mejorarse. Pero esa parte –la del hombre insatisfecho con sus compatriotas, con el mundo y consigo mismo–, como ya se dijo, es sólo una de sus muchas interesantes facetas.

Quedan muchas más por explorar. Verlas en su conjunto llevaría mucho tiempo. Deberemos contentarnos con mencionar unas cuantas más, como por ejemplo el Fernando González que se preocupa por la forma, es decir, por su faceta artística, que exploró en El hemafrodita dormido; o el Fernando González latinoamericanista, que “briega” (esta es una de sus palabras favoritas) por que los países de esta región al fin dejen de ser una colonia de Europa y se independicen económicamente de Norteamérica, esfuerzo que llevó a cabo especialmente en Mi Simón BolívarSantander y Los negroides; o el sensualista, que está presente en toda sus obras, pero que en especial abordó en Salomé con expresión juguetona y traviesa, pero no sin culpa; e incluso, lo que parece contradictorio, el filósofo místico, el religioso que, a pesar de pelear con la curia, se define a sí mismo como católico. 

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Un filósofo, en fin, universal, un hombre multifacético que más que leer libros se leyó a sí mismo, se destruyó y se creó a sí mismo una y otra vez en sus viajes y con ayuda de la escritura, oficio con el cual mantuvo una relación más que estrecha, como constata María Helena Uribe, escritora y amiga del Filósofo de Otraparte:

Fernando González escribió viviendo y vivió escribiendo porque cuanto hay en sus libros lo vivió en alguna forma: física, mental o espiritualmente. Y dicen que no fue filósofo. ¿Qué más quieren? ¿No comprenden que se encontró a sí mismo, que supo digerir sus vivencias, que dio a sus años un sabor propio, personal, rico en sabiduría y dominio de sí? Le tachan que no dejó doctrinas organizadas ni refutaciones a otros filósofos; pero sí encontramos en él la vida hecha filosofía, la filosofía hecha vida: con sencillez, espontáneamente. Escrita con sangre.    
 
Cada una de sus obras es un punto esencial de su vida. Es imposible fragmentarlas, es necesario verlas como un continuo, como un conjunto que conforman una única vida. Cada libro que escribió está directamente relacionado con todos los demás porque Fernando González no hizo otra cosa que registrar su vida: “Todos mis actos tienen el sello mío”, dice El libro de los viajes, “La vida mía soy yo sucedido en el mundo y la del mundo es el sucedido en mí. Cada uno tiene su agonía. Esta sí es netamente individual. Nadie puede robarse la agonía ajena, ni uno mismo puede robarse su agonía. La agonía es el arribo, por bien y por mal, ante la Intimidad desnuda". A González no es posible entenderlo sino en el contexto general de su obra.

Pese a que ocupa un lugar marginal, el trabajo filosófico de Fernando González es actual y de vital importancia para Colombia, un país que aún tiene pendiente la tarea de explorar sus particularidades para lograr, gracias a un esfuerzo introspectivo, entenderse. Sólo de esta forma, conociéndonos a nosotros con todos nuestros complejos –tal es la propuesta de González en su obra–, nosotros como colombianos y latinoamericanos podremos llegar a superar los complejos coloniales que perviven en los substratos de nuestra personalidad.

 

 


[1] En Viaje a pie, uno de sus obras más leídas, en la que en parte anota a modo de diario su recorrido por las montañas de Antioquia, Fernando González anotará con modestia, refiriéndose a él y a Benjamín Correa, su compañero de caminata, lo siguiente: “Nos llamamos filósofos aficionados para no comprometernos demasiado y porque ese nombre es mucho para cualquiera. Sólo un estoniano, el conde Keyserling, pudo tener la desfachatez de escribir dos enormes volúmenes con el título Diarios de un filósofo”.