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Celeridad y oportunidad procesal

León José Jaramillo Zuleta

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Dadas las complicaciones que ha suscitado el art. 121 del CGP, nos proponemos examinar la validez y los alcances del postulado de la celeridad procesal.

Para entender adecuadamente su problemática en Colombia, debemos remontarnos al año 1989, momento en el que, el aún joven CPC[1], sufrió múltiples reformas, a las cuales seguirían otras tantas, caracterizadas por la búsqueda a ultranza de la aceleración de sus trámites. Es este un propósito que se ha tornado en una obsesión, en el centro de gravedad de las reformas, que las identifica a todas[2]. Pero, aunque tal haya sido el propósito del legislador, otro fue el resultado que se obtuvo, quizás porque, a fuerza de buscar prontitud en las resoluciones judiciales, se acudió a ingredientes normativos que hicieron la instrucción procesal más compleja[3]. En palabras de Fernando Hinestrosa, nos vimos enfrentados a “cambios legislativos impulsivos” y “contradictorios”, porque se promulgaron –en su sentir- leyes “exuberantes, innecesariamente extensas hasta la exageración, redactadas en lenguaje ininteligible, con fallas inaceptables”[4].
 
Seguramente ello se debe también a que, en un sistema garantista del debido proceso, es asunto bien complejo generar procesos rápidos. En cualquier caso, nos interesa de momento resaltar que propugnar por la consecución de procesos prontos, es un objetivo en el que debe persistir el legislador, pero asegurando que la celeridad no degenere en trámites sumarios que desvirtúen el derecho de contradicción de las partes; y que, por contera, aniquilen el logro de justicia, que es la finalidad del aparato jurisdiccional del Estado. Por ello, debe hacerse hincapié acerca de que la sola búsqueda de la rapidez no puede ser el exclusivo propósito de un sistema judicial eficiente, pues no puede ignorarse que la administración de justicia supone un trabajo complejo desde el punto de vista intelectual. Carnelutti planteaba estas dificultades con gran elocuencia:  
“Cuando oímos decir que la justicia debe ser rápida, he ahí una fórmula que se debe tomar con beneficio de inventario; el clisé de los llamados hombres de Estado que prometen a toda discusión del balance de la justicia que ésta tendrá un desenvolvimiento rápido y seguro, plantea un problema análogo al de la cuadratura del círculo. Por desgracia, la justicia, si es segura no es rápida, y si es rápida no es segura. Preciso es tener el valor de decir, en cambio, también del proceso: Quien va despacio, va bien y lejos. Esta verdad trasciende, incluso, de la palabra misma «proceso», la cual alude a un desenvolvimiento gradual en el tiempo: proceder quiere decir, aproximadamente, dar un paso después de otro”[5].
 
Y la verdad es que un producto de justicia de calidad, perfectamente elaborado –si cabe-, exige un gran esfuerzo, dedicación, en suma, tiempo. De ahí que no sea tan riguroso, como generalmente se cree, el postulado que sostiene que para que pueda hablarse de justicia, necesariamente debe ser rápida[6]. Para poder captar cabalmente este problema, debe partirse de la base de que la rapidez no constituye la justicia misma. Justicia y rapidez son dos cosas diferentes: la rapidez es símbolo de medida, y de medida en el tiempo; la justicia, en cambio, es la expresión de una idea, de un valor ético, que la sociedad debe llevar a la práctica; y el modo de hacerlo, dependerá a su vez de las circunstancias socio-económicas que en cada época determinen su alcance y su valor. Así, por regla general, en los estados de derecho, signados por la clásica división tripartida del poder de la Revolución Francesa, la justicia se materializa por intermedio del proceso jurisdiccional. Por tanto, no es que la justicia sea el valor supremo del proceso judicial, lo que en realidad ocurre es que es su objeto, su exclusivo propósito. En síntesis, la rapidez no es un valor, pero el logro de la justicia sí lo es; y es, por cierto, como se ha dicho, la finalidad única del proceso jurisdiccional.
 
Planteada así la cuestión, se aprecia con nitidez, que la celeridad no es un elemento principal, sino algo accesorio a lo medular del sistema jurisdiccional, que es el logro de la justicia.  De ahí por qué deba concluirse que la justicia no puede sacrificarse a una medida de tiempo; y, por el contrario, de ser necesario, al poder judicial, para que pueda impartir justicia, hay que darle el tiempo que requiera. Bien lo decía Azorín: “El tiempo lo amansa y suaviza todo. Es nuestro amigo y es nuestro enemigo”[7]. Obvio, si se puede hacer justicia rápido, ese es el ideal; pero para efectos del logro de la excelencia judicial, basta que se imparta justicia en oportunidad, “en el momento dado de la vida en que se necesita, y nada más”[8], como decía Francisco Bruno en la frase que nos ha servido epígrafe. En consecuencia, un sistema coherente de administración de justicia, lo que debe propugnar no es propiamente por la rapidez, sino por la oportunidad de la decisión judicial[9].
 
Con todo, este es un tema que, aun siendo accesorio al de la justicia, es de vital importancia y que no es fácil de desenvolver. Acaso al considerar los inconvenientes expuestos, fue por lo que Jeremías Bentham planteó el tema de la celeridad del proceso, desligándolo como algo esencial de la justicia, para poder manejarlo como un problema colateral. Encontramos docta esta forma de plantear el asunto, porque, sin restarle importancia a la celeridad, se deja en claro que ese no es el problema esencial de la administración de justicia. Es esto lo que consideramos un acierto, en tanto permite, en la teoría y en la práctica, desarrollar la dinámica del trámite judicial respetando su finalidad, que es la justicia, garantizando el debido proceso. El reputado jurisfilósofo británico disertaba, así:
“En cuanto a los fines que he llamado colaterales, de celeridad, economía y eliminación de obstáculos superfluos, queda todo dicho con su solo enunciado: mas adaptar el procedimiento a esos fines y conformar a ellos la práctica, es una labor que requiere por parte del legislador una habilidad y una firmeza extraordinarias, porque en esa carrera hay que luchar más que en ninguna otra contra seductores intereses.”[10].
 
Y, acto seguido, acude –según él- a “la sátira” para sacar a la luz el verdadero problema que afecta a la justicia, afirmando que no hay “exageración en decir que el procedimiento parece haber estado dirigido hacia fines absolutamente contrarios”[11], esto es, alude a aquella recurrente manía de los legisladores de imponer trabas innecesarias al proceso, como, por ejemplo, los gastos injustificados. Mutatis mutandis, entre nosotros la práctica lo ha puesto en evidencia: el obstáculo para el eficaz desenvolvimiento de la justicia, está constituido por aquello que se le agrega indebidamente al procedimiento y que define el citado Bentham como “fines absolutamente contrarios” al proceso, que desarticulan su sistema, y que lo hacen “ininteligible”. Dicho esto, ha llegado el momento de destacar que la nulidad “de pleno derecho” que fue introducida en el art. 121 del CGP por violar el denominado factor de competencia “temporal”, fue declarada por la Corte Constitucional inexequible, por considerarla, precisamente, “un obstáculo” para la consecución de una “justicia oportuna”.[12]

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Y, aceptando la lógica rigurosa que en todo su contexto tiene la sentencia citada, con ella se corrobora que uno de los graves problemas con los que debe lidiar cualquier sistema judicial, es el de su proverbial lentitud: La gente reclama sus derechos y de buena gana no está dispuesta a esperar mucho tiempo a que le sean reconocidos. Ahora, en la medida en que se aplaza su satisfacción, se censura el sistema de justicia como inoperante e inviable. No obstante, al lado de esta expectativa –sin duda legítima-, está la garantía del debido proceso, porque la eventual satisfacción de ese derecho implica, como contrapartida, el desmedro de los derechos o intereses de aquel sujeto al que le son reclamados, y el debido proceso exige que a ese individuo se le oiga en juicio, antes de ser condenado a satisfacer lo que el demandante pide. Al respecto, de vieja data, la H. Corte Constitucional, tiene sentada la siguiente doctrina:
“La garantía del debido proceso, plasmada en la Constitución colombiana como derecho fundamental de aplicación inmediata (artículo 85) y consignada, entre otras, en la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 (artículos 10 y 11), en la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre proclamada el mismo año (artículo XXVI) y en la Convención Americana sobre Derechos Humanos (Pacto de San José de Costa Rica, 1969, Artículos 8 y 9), no consiste solamente en las posibilidades de defensa o en la oportunidad para interponer recursos,…, sino que exige, además, como lo expresa el artículo 29 de la Carta, el ajuste a las normas preexistentes al acto que se imputa; la competencia de la autoridad judicial o administrativa que orienta el proceso; la aplicación del principio de favorabilidad en materia penal; el derecho a una resolución que defina las cuestiones jurídicas planteadas sin dilaciones injustificadas; la ocasión de presentar pruebas y de controvertir las que se alleguen en contra y, desde luego, la plena observancia de las formas propias de cada proceso según sus características.”[13]
 
Como se ve, hay en todo esto involucradas necesidades jurídicas imperiosas, que se refieren a conquistas esenciales de la humanidad en la evolución constante de las ciencias sociales, las cuales residen en aquellos elementales principios que les dan vida y funcionamiento a los derechos de defensa y de acceso a la justicia, que deben ser garantizados (arts. 29 y 229 CN), y que no pueden ser lesionados ni siquiera buscando propósitos de celeridad. En cualquier caso, el impulso adecuado y prudente del proceso tiene delicadas exigencias. Su trámite está signado y determinado por aquellas garantías mínimas que se deben brindar a las partes para que puedan ejercer a plenitud su derecho de contradicción, garantizándose, en todo caso, un debido proceso.
 
En presencia de tales directrices, opinamos que la nueva legislación Colombiana[14] perfiló una idea conveniente para ponerle límites al tiempo, sin menoscabo de la calidad y acceso a la justicia y al debido proceso, estableciendo el límite temporal de un año en la primera instancia, y el de seis meses para la segunda. En efecto, a primera vista, parecen tiempos suficientes para que las partes puedan, en cada instancia, asumir y enfrentar a plenitud el debate contradictorio, y en los que se asegura una eficiente instrucción que le permite al juez no incurrir en fallos precipitados generando errores judiciales. Bajo esta perspectiva, se vislumbra que defender ciertos límites temporales es una cosa que puede y debe hacerse sin necesidad de entrar a propiciar y justificar, bajo el acoso del tiempo, la posibilidad de fallos erróneos, lo que aparece indefendible a la luz de la justicia. Porque si, en principio, el año o los seis meses, constituyen tiempo suficiente para instruir y decidir una causa, circunstancias específicas de cada caso, pueden justificar el traspaso del límite temporal, y ese traspaso no tiene por qué significar inexorablemente la pérdida de lo andado.
 
La verdad es que lo que se propuso el legislador, fue introducir en el código una regla expedita y clara, para luchar contra la negligencia judicial, que a la vez permita exigir de los jueces fallos justos y serios en un tiempo que es suficiente para conseguir dicho propósito; es decir, lo que se busca es asegurar la oportunidad de las sentencias. Pero ese límite no puede convertirse en un obstáculo para la justicia, o, lo que es igual, en derivar en perjuicio del derecho de los justiciables a acceder a la justicia asegurando los principios y reglas del debido proceso. Por eso está bien que se establezcan sanciones disciplinarias para los jueces que, sin justificación, traspasen el límite temporal; empero, no resulta ni justo ni lógico, que ese límite temporal degenere en la pérdida del laborío procesal, sea por la negligencia de los jueces, o ya por maniobras dilatorias de las partes, so capa de una nulidad de pleno derecho, sin posibilidad de saneamiento.
 
En breve párrafo, que en nuestro sentir condensa toda la motivación de la sentencia, la Corte Constitucional colocó las cosas en su debido contexto, para expulsar del orden jurídico la nulidad de pleno derecho con causa en el factor temporal, así:
A juicio de la Sala, la medida legislativa es incompatible con la Carta Política, ya que, primero, no solo no contribuye eficazmente a la materialización del derecho a una justicia oportuna, sino que constituye un obstáculo para la consecución de este objetivo, y, segundo, porque la norma comporta una disminución de las garantías asociadas al derecho al debido proceso y al derecho a una justicia material, al compelir a los jueces resolver los trámites a su cargo dentro de los plazos legales, incluso si ello implica cercenar los derechos de las partes o afectar el desenvolvimiento natural de los mismos, y al dar lugar al traslado de las controversias a operadores de justicia que carecen de las condiciones y de los elementos de juicio para adoptar una decisión apropiada.[15]
 
Puestas, así las cosas, para lograr un satisfactorio desarrollo del tema «colateral» de la celeridad en el trámite de los procesos, el asunto se reduce a determinar cuáles son los obstáculos existentes que se pueden remover, y cuáles son los espacios o trámites que pudieran ser incluidos en un proceso judicial que no estén llamados a constituirse en obstáculos para atender a un debido proceso. Así, la inclusión de nuevas reglas o espacios procesales anexos al proceso jurisdiccional contencioso, serán viables en cuanto no entorpezcan la función de juzgamiento, que es su objeto esencial.
 
Como se ve, los problemas que se vienen presentando tienen su origen en el afán por diseñar procedimientos más expeditos y breves, sin tener el cuidado de valorar en qué forma pueden lesionar garantías concernientes al debido proceso, que son de jerarquía constitucional, como fue el caso del art. 121 del CGP, repetimos. Pero lo más delicado de todo, es que este inapropiado ejercicio legislativo, si bien es cierto es controlado por la Corte Constitucional[16], ha generado efectos negativos, porque ha propiciado una tendencia en los jueces a considerar las garantías procesales como una especie de estorbo, so pretexto de celeridad, lo que conduce a cercenar intervenciones de los litigantes, cuando, en ejercicio de su autonomía, exigen la satisfacción plena de sus derechos. Se trata de una tendencia, que ya se conoce como la «cultura» de celeridad procesal, la cual permite a los jueces ejercer presión sobre los litigantes en su afán por impulsar y decidir los procesos, que debe ser cuestionada, porque resquebraja de forma grave los cimientos de un estado social de derecho.
 
La situación tiende a agravarse con la facultad de imponer multas y eventuales sanciones disciplinarias a los abogados[17], lo cual se constituye en un instrumento peligroso, porque, mediante la amenaza de aplicar tales sanciones, se puede frustrar la actividad contradictoria de las partes, por ejemplo, la práctica de pruebas o la interposición de recursos que se requieran para propugnar por el éxito de la causa. Sin duda, ello deriva en restricciones para un adecuado ejercicio del derecho de defensa[18], toda vez que las intervenciones que tienen ese objeto –se repite-, se suelen asimilar a ardides dilatorios que tienen la finalidad de entorpecer el avance procesal. En resolución, lo que queremos significar, es que no se pueden utilizar los instrumentos de autoridad (multas, sanciones correctivas o disciplinarias), como amenaza para impulsar el trámite. 
 
A nuestro modo de ver, se trata de comportamientos irregulares de los jueces, en la medida que sacrifican el debido proceso, cuya discutible legitimidad se soporta en que, con ello, se está desarrollando la cultura de la celeridad procesal. Pese a ello, lo cierto es que tal cultura, así implementada, menoscaba la dispensa de los derechos en conflicto. Por fortuna, fallos como la Sentencia C-443 de 2019, que se viene comentando, controlan estos excesos. Para concluir, baste citar el siguiente párrafo de otra sentencia, que da suficientes luces al respecto:
“La labor del juez no puede jamás circunscribirse únicamente a la sola observancia de los términos procesales, dejando de lado el deber esencial de administrar justicia en forma independiente, autónoma e imparcial. Es, pues, en el fallo en el que se plasma en toda su intensidad la pronta y cumplida justicia, como conclusión de todo un proceso, donde al acatamiento de las formas y los términos, así como la celeridad en el desarrollo del litigio judicial permitirán a las partes involucradas, a la sociedad y al Estado tener la certeza de que la justicia se ha administrado debidamente y es fundamento real del Estado social de derecho”[19].

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Obsérvese, finalmente, como acá la Corte siempre pone por delante el cumplimiento del debido proceso, como condición sine qua non de la calidad de la justicia, ya que acepta la “celeridad” pero a condición que se “acaten” las “formas”, esto es, las reglas del debido proceso, puesto que, de lo contrario, no se podría tener la certeza, en relación con las partes involucradas y con la sociedad, “que la justicia se ha administrado debidamente y es fundamento real del Estado social de derecho”.
leonjazu@hotmail.com

 


[1] El CPC fue promulgado en el año de 1970 por los Decretos 1400 y 2019.

[2]Las reformas al CPC se iniciaron con el Decreto 2282 de 1989, el cual desarticuló de forma severa su sistema, porque introdujo instrumentos que resquebrajaron su estructura original, lo que, en vez de conseguir agilidad, redundó en más complicaciones para una eficaz sustanciación de los procesos. A esta reforma se sumaron después la Ley 91 y el Decreto 2651 de 1991 «transitorio de descongestión judicial», las Leyes 446 de 1998, 640 de 2001, 794 de 2003, 820 de 2003, 1285 de 2009, 1395 de 2010 que, entre otras disposiciones, sembraron de confusiones el sistema procesal imperante en el ramo civil. Por lo pronto, este largo trasegar culmina con el CGP (Ley 1564 de 2012), cuya innovación principal, es introducir el arquetipo del proceso verbal, signado por la oralidad.

[3] Las innovaciones introducidas al CPC generaron varias contradicciones normativas. El trámite “especial” que se “ideó” en el Decreto 2282 de 1989 para las excepciones previas, constituyó ejemplo elocuente. Para corroborarlo, basta tratar de hilvanar lógicamente los arts. 101 y 97 y ss. del derogado CPC. El punto lo tratamos a espacio en nuestro ensayo titulado “De las Excepciones Previas”. Ver «Controversias de Derecho Procesal Civil», El Profesional, Bogotá, 1999. Esto aparte, nuestro tropicalismo en el arte de legislar, llegó a su clímax con la Ley 446/98, en la cual, violando todos los principios de la coherencia, se legisló sobre las más disímiles materias (arbitraje, conciliación, auxiliares de la justicia, laboral, administrativo, civil), creando un mosaico que resultó bien difícil de aplicar por la revoltura de temas, y porque fueron varios los Códigos y estatutos que fueron afectados por la citada Ley.

[4] Fernando Hinestrosa, «Reflexiones de un Libre Pensador», Universidad Externado de Colombia, Bogotá, 2001. Ver conferencia “La profesión jurídica…”, p.427.

[5] Francesco Carnelutti, “Como se hace un proceso”, Temis, Bogotá, 1994, p. 12.

[6] Hernando Morales Molina ya advertía desde 1976 del peligro de la justicia rápida. “La Justicia Demasiado Rápida es Peligrosa”. Publicado en Estudios de Derecho”.  Ediciones Rosaristas, Bogotá, 1982.

[7] Azorín, “El político”, Espasa-Calpe, Madrid, 1957, pp. 84 y 139. En esta última página perfila aún más la idea, sosteniendo que, “contra lo que el tiempo ha ido estratificando, solo con el tiempo se puede luchar”.

[8] Francisco Bruno, “La Comedia de la Justicia”, Editorial Santafé, Bogotá, 1930.

[9] Este es un propósito que se puede conseguir si, a cambio de seguir introduciendo reformas impensadas, se realizaran con los debidos soportes científicos. Por ejemplo, Germán Silva García, plantea que las incoherencias normativas obedecen principalmente a que las reformas a la justicia se hacen “de manera consuetudinaria” y de modo “intuitivo”, sin realizar “investigaciones empíricas acerca de los problemas que pretenden superarse”, sin serios soportes en investigaciones socio jurídicas. Ver su artículo “La reforma a la administración de justicia civil”, Revista “Nueva Época”, Facultad de Derecho, Universidad Libre, Bogotá, 2003, Nos. 18 y 19, p. 86.

[10] Jeremías Bentham «Tratado de las Pruebas Judiciales», Ediciones Jurídicas Europa América, Buenos Aires, 1959, Vol. 1, pp. 10, 13 y 14.

[11] Ver Bentham, Op. Cit., p. 13

[12] Corte Constitucional, sentencia C-443 de 2019.

[13] Corte Constitucional, Sentencia T—460 de 1992. M.P. José Gregorio Hernández.

[14] Ver Ley 1395 de 2010 art. 9º que modificó el 124 del CPC., y CGP (Ley 1564 de 2012) art. 121.

[15] Corte Constitucional, sentencia C-443 de 2019.

[16] A este respecto cabe citar los siguientes fallos de inexequibilidad: Corte Constitucional, Sentencia C-407 de 1997, M.P. Jorge Arango Mejía, que declaró la inexequibilidad de una norma que permitía el saneamiento por indebido proceso; C-925/99 M.P. Vladimiro Naranjo Mesa, que declaró inexequible la norma que permitía la notificación por aviso en el proceso de restitución de inmueble arrendado; C- 670/04 M.P. Clara Inés Vargas, que declaró inexequible que impedía alegar indebida notificación a los arrendatarios: y C-731/05 M.P. Humberto Sierra igualmente sobre el mismo tema referido a herederos. Un último ejemplo lo constituye la sentencia No. C-598 de 2011, M.P. José Ignacio Pretelt Chaljub, de la misma corporación, que declaró inconstitucional la norma (parágrafo 2º del art. 52 de la Ley 1395 de 2010), que impedía aportar pruebas en el proceso judicial cuando no se hubiesen aportado en la etapa de conciliación previa.

[17] La última reforma que se le hizo a la Ley 270 de 1996 («Estatutaria de la Administración de Justicia»), mantiene esta tendencia, especialmente dotando a los jueces para que «de plano» impongan sanciones a las partes y a los abogados.

[18] Ver Ley 1285 de 2009. Pese a que en el control previo de constitucionalidad se excluyeron varias normas que tenían dicha tendencia, se mantuvieron incólumes otras tantas. Por ejemplo, el art. 60A de la Ley Estatutaria de la Administración de Justicia, 14 de la Ley citada, que faculta al juez para sancionar in continente, cuando incurran en actos dilatorios, a las partes del proceso o a sus abogados con “multa de dos a cinco salarios mínimos mensuales”. En nuestro sentir se trata de una facultad extrema dada la subjetividad que encierra determinar cuándo se incurre en un acto de tal naturaleza, lo cual puede derivar en un arbitrario instrumento que impida ejercer a cabalidad el derecho de defensa. Por otra parte, nos parece impropio que el Juez que tiene el conocimiento del caso sea quien tenga a la vez facultades de orden disciplinario.

[19] Corte Constitucional. Ver sentencia ya citada C-037 de 1996. M.P. Vladimiro Naranjo Mesa, a propósito del estudio de constitucionalidad de la Ley 270/96 llamada «Estatutaria de la Administración de Justicia».