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Volver a mirar el mundo

Manuel Guzmán Hennessey

Volver a mirar el mundo

Manuel Guzmán Hennessey

Para salvar la vida, hoy amenazada por nosotros mismos, es preciso volver a mirar el mundo.

Durante casi todo el siglo XX, y lo que va del siglo XXI, hemos aplicado, como civilización y como cultura, un esquema equivocado de racionalidad para mirar, entender y enfrentar el problema ambiental y climático que hoy amenaza la vida.

Una racionalidad simple y soberbia.

No obstante, a pesar de que este esquema ha demostrado su fracaso histórico, aún no hemos caído en cuenta del error. La ineficacia del acuerdo de Kyoto (1997/2014) es tan solo la punta del iceberg que hunde sus raíces en un modelo mental fuertemente arraigado en la conciencia colectiva. El modelo mental del crecimiento per se, como principal soporte de una noción unidimensional del progreso humano.

Avanzada la segunda década del siglo XXI, cuando hemos superado ya, en muchos lugares del mundo, los límites de recuperación de muchos sistemas vivos, necesitamos, no solo un ejercicio de sensatez colectiva para rectificar el rumbo de una civilización en dificultades, sino principalmente un ejercicio de humildad para reconocer la raíz del dislate: Una mirada única y excluyente para concebir el crecimiento de las sociedades.

Por haber perdido la sensatez nos hicimos soberbios y torpes al mismo tiempo. Ciegos y suicidas, inconscientes e insuficientes.   

David Bohm (1917-1992) describió a la realidad como un entramado doble compuesto por fuerzas dinámicas explícitas e implícitas, y señaló que aquello que vemos como explícito es tan solo la manifestación aparente de una verdad más compleja, que suele agazaparse en el entramado subyacente o implícito de esa realidad bifronte.

Lo que actualmente percibimos como crisis climática es tan solo lo explícito, en cuyo tejido invisible se esconden las complejas raíces que lo determinan: un modo de mirar y de entender nuestras relaciones con la naturaleza, un modo de administrar los recursos de la Tierra, un modo de entender las determinantes físicas del mundo. Y como consecuencia de todo ello, un modo de vivir.
 
Denis y Donella Meadows, junto con Jorgen Randers escribieron un mismo libro tres veces para alertar a la humanidad sobre el peligro. En 1972, en 1992 y en 2002. Sus títulos, a saber: Los límites del crecimiento, Más allá de los límites del crecimiento y Los límites del crecimiento 30 años después. La hipótesis de este trabajo es incontrastable: no podemos vivir en un planeta finito como si éste fuera un planeta infinito.

No obstante, a pesar de que este razonamiento no admite discusión en contrario, pocos conocen hoy que el esquema de civilización, de crecimiento y de cultura que nos rige, se soporta, en muchos de sus paradigmas dominantes, sobre la equivocada idea de que vivimos en un planeta infinito.

Conviene recordar cuáles fueron las preguntas iniciales que guiaron la investigación de los Meadows y Randers, quienes se apoyaron en el Grupo de Dinámica de Sistemas de la Sloan School of Management del Massachussetts Institute of Technology (MIT).

• ¿Conducen las políticas actuales a un futuro sostenible o al colapso?
• ¿Qué podemos hacer para crear una economía humana que aporte lo suficiente para todos?

La esperanza que tenían los autores, hacía 1970, sobre la utilidad de sus aportes a la humanidad, los hizo creer que si proponían una innovación social profunda y activa, a través del cambio tecnológico, cultural e institucional, podríamos evitar, en pocos años, el crecimiento incontrolado de la huella ecológica, más allá de la capacidad de carga del planeta Tierra.

No se hablaba aún de la huella de carbono, debido a que los estudios sobre el calentamiento global no habían arrojado aún los datos que publicó el Panel Intergubernamental de Científicos sobre Cambio Climático, en su primer informe de 1990.

Por ello en 1992, cuando se publicó el segundo libro (Más allá…) el texto refleja que aquella esperanza había empezado a desdibujarse. Apoyados ahora por un modelo informático de última generación para la época, el World3, comprobaron que en 1990 ya resultaba imposible detener la extralimitación. Entonces, y aprovechando que se celebraba la primera Cumbre Mundial sobre los temas de Medio Ambiente y Desarrollo (Río de Janeiro, 1992), consideraron pertinente mover el foco de su alerta y pedir, aún con alguna esperanza, que se recondujera el rumbo del crecimiento hacía un esquema sostenible, que para entonces, se consideraba tanto científicamente viable como ‘políticamente correcto’.

En Río de Janeiro se promulgó con gran boato que el ‘desarrollo sostenible’ podría salvarnos de la crisis, y todos aplaudimos a los líderes del mundo.

Pero la implementación de la Agenda 21 estalló en mil pedazos en la Cumbre de Johannesburgo diez años después.
Ya habíamos conocido el tercer informe (2001) de los científicos del clima que revelaban que la humanidad crecía, a pasos agigantados, hacía una crisis de insospechadas proporciones.

Habíamos avanzado demasiado en la consolidación de una economía centrada en los objetos (Max Neef, 1987) y no en las personas. Por eso el tercer libro de nuestros autores, que empezaron a escribir precisamente en 2001, no podía contener ya ningún tipo de esperanza.

Pero aquí conviene detenernos un instante. Y revisar la historia editorial de este último libro para contrastar sus oscilaciones entre el pesimismo y el optimismo.

Donella Meadows fue una científica ambiental que dedicó su vida a trabajar sobre sistemas de información. Murió durante la redacción de este tercer libro y pidió a sus autores reflejar una luz de esperanza. Creía que si la ciencia entregaba información pertinente a los hacedores de políticas y en general, a los líderes sociales y ciudadanos, estos reaccionarían con prudencia y con responsabilidad históricas, y atenderían los llamados de la ciencia.

Randers conoce un poco mejor aquello que Norbert Elias llamó la ‘humana conditio’. Él creía (y supongo que aún cree) que la humanidad seguirá buscando objetivos de corto plazo, relacionados con la equívoca noción de progreso de que hablé al principio de esta nota, y basados quizás en la premisa ética de que la parte más difícil de las crisis vendrá mucho después de que hayamos abandonado el Planeta.

De esta manera ‘consumiremos hasta morir’, como reza el proyecto de ‘contrapublicidad’ que fundó el grupo activista ‘Ecologistas en Acción’ en 2002, en España.

Denis Meadows mantuvo una posición intermedia. Coincide con James Lovelock en la intuición de que antes del colapso reaccionaremos como especie. Lovelock concede a esta reacción la categoría de ‘reacción tribal’. Escribe: La tribu no actúa al unísono hasta que percibe un peligro inminente y real.

Ahora bien: ¿Tenemos aún tiempo para organizar esta reacción tribal? Especie de ‘retirada sostenible’ del modelo suicida, en palabras, otra vez, de Lovelock.

Los datos de que hoy dispone la ciencia indican que no tenemos mucho tiempo: ¿2050? ¿2080?. Ningún informe se aventura con entregarnos una cifra precisa, pero todos rondan los últimos años del siglo que hoy avanza. Todos coinciden en que si no frenamos el avance del problema nos va a resultar muy difícil hacerlo, más allá de 2050, principalmente debido al declive de la economía mundial.     
 
Hemos fracasado, nos advierte el teólogo suizo Hans Urs von Balthasar (1905-1988). La crisis que vivimos nos señala con creces que ese modo de civilización que admitimos como promesa del desarrollo no es viable, ni mucho menos sostenible.

¿Significa ello que está próximo el fin de la experiencia social humana sobre la Tierra? Algunos, como Lovelock, creen que esta es una posibilidad, por lo menos en una buena parte de esa experiencia colectiva. Según sus proyecciones nos veríamos reducidos a un diez o un veinte por ciento de lo que actualmente ‘somos’ como población del mundo.  

Los datos de la ciencia revelados por el último informe del IPCC (2014) proyectan peligros mayores. Según el Climate Vulnerability Monitor, publicado en 2012, son más de 400.000 los seres humanos que anualmente mueren a causa del cambio climático. La mayoría de estas muertes sucede entre los pobres. Más del 90% de esta mortalidad global se concentra en los países en desarrollo, y cerca del 80% afecta a los niños, especialmente del África subsahariana y del sur de Asia.

Todo parece indicar que si el conjunto de las sociedades del mundo mantienen sus estilos de vida y crecimiento alcanzaremos antes de 2050 la temida cifra de los 2°C en el promedio de aumento de la temperatura media de la Tierra. Este aumento es considerado por muchos científicos como el punto de no retorno para la restauración de los sistemas vivos.

¿Qué significan estos datos?

Que si no reaccionamos como civilización y como cultura, antes de 2020, este número de muertes puede llegar a un millón de habitantes antes del 2030. Lo cual quiere decir que cuando los jóvenes que hoy se preparan en nuestras universidades tengan menos de cuarenta años, les tocará vivir en un mundo en el que morirán más de un millón de seres humanos cada año, a consecuencia del cambio climático.

Pero es preciso tener en cuenta que la estadística del cambio climático indica que por cada dato de muerte es necesario multiplicar los daños colaterales representados en cuantiosas pérdidas económicas, afectaciones de salud pública y problemas sistémicos reflejados en la sociedad que implican a muchos seres humanos que engrosarán las listas de una nueva categoría de víctimas, no enmarcada aún dentro de los cánones de protección del derecho internacional: los desplazados por el cambio climático.

La periodista Jacqueline Fowks actualiza en reciente artículo (Revista PODER, edición especial, diciembre de 2014) los datos sobre desastres relacionados con cambio climático, apoyada en los datos de la Iniciativa Nansen sobre Cambio Climático y Desplazamiento, de Oslo, Noruega.

El análisis de los efectos del tifón Haiyan en Filipinas (2013) es un ejemplo ilustrativo de cómo la estadística del cambio climático y sus efectos colaterales, puede crecer hasta límites insospechados.

Este desastre dejó 15 millones de afectados, según datos de UNICEF, pero la Iniciativa Nansen revela que 4 millones de esos afectados se convirtieron en refugiados internos. Y hubo 5.786 muertos y 1.779 personas desaparecidas.

Cada año suceden más desastres naturales debidos a esta problemática: En Somalia y Etiopía se vive hoy una tragedia humanitaria relacionada con múltiples factores sociales y políticos, pero fue la sequía del 2001/2012 la disparadora de la mayor parte de la crisis: 1.3 millones de desplazados internos y 290.000 personas que tuvieron que refugiarse en países fronterizos. En 2008 hubo 750.00 desplazados en Nueva Guinea a causa de mareas altas y desbordamientos inusuales del nivel del mar. En India y Bangladesh azotó el ciclón Aila en 2009 y dejó más de dos millones de desplazados. La cifra más actualizada sobre esta crisis la entrega el Centro de Monitoreo de Desplazamiento Interno del Consejo Noruego de Refugiados: durante 2013, 22 millones de personas fueron desplazadas de sus lugares de origen como consecuencia del cambio climático y desastres relacionados con la naturaleza.
 
No obstante, Balthasar nos llama a la esperanza.

Nos invita a poner nuestra mirada colectiva en un foco poco explorado por la civilización actual. Propone un camino simbólico e inédito, que escapa a los supuestos racionalistas de la ciencia y la técnica. Y también de la política internacional: Sobre los bancos de arena del racionalismo, escribe, demos un paso atrás y volvamos a tocar la roca abrupta del misterio.

Nos invita a considerar la estrategia del ‘misterio’ para salvar la vida.

Dar un paso atrás. ¿Cuál paso? ¿El del racionalismo categórico? ¿El del individualismo? ¿El del positivismo lógico? ¿El de la lógica formal y aristotélica como única forma de análisis? ¿El de la dictadura de los mercados como instrumento regulador de la felicidad colectiva? ¿El del pobre liderazgo de los políticos? ¿El de la diplomacia internacional como método único para atender y ‘negociar’ la crisis global del clima?

Acaba de finalizar la Cumbre mundial del Clima en Lima, Perú (COP 20). Allí todos los países se comprometieron a enviar a la CMNUCC (Convención Marco de las naciones Unidas sobre Cambio Climático) antes de marzo de 2015 sus ‘Contribuciones Previstas y Determinadas a Nivel Nacional’ (INDCs por sus siglas en inglés). Tales contribuciones serán los cimientos de la acción climática posterior a 2020, cuando debe entrar en vigor el nuevo acuerdo que se firmará en diciembre de este año en París (COP 21). Si estas contribuciones no son consideradas ‘suficientes y ambiciosas’ la CMNUCC las podrá devolver a los países para que formulen estrategias más adecuadas.

¿Sirve este mecanismo voluntario para frenar la crisis? ¿Es el mecanismo apropiado o debió optarse por otro jurídicamente vinculante? ¿Presentarán los países que hoy son los mayores emisores de carbono metas ambiciosas de reducción de sus emisiones?
 
Balthasar cree que aún podemos rectificar el rumbo. Su llamado a la esperanza a partir de la recuperación del misterio es un acicate para los educadores que no se resignan a seguir enseñando una ciencia ajena a los dramas humanos y sociales.

¿A qué tipo de misterio se refiere?

Evidentemente no a los misterios teológicos inescrutables, sino a aquello que fue relegado a la categoría de ‘misterioso’ por el positivismo lógico: la intuición, el arte, los valores naturales de la vida, la enseñanza prioritaria de las humanidades como pasaporte de salvamento de una sociedad asediada por los mercados.

Reinó durante más de dos siglos —y aún reina— la religión del positivismo que rinde culto al dios Baal en las relumbrantes catedrales del consumo, especialmente en las sociedades opulentas contemporáneas, pero también en las economías emergentes y aún en los países más pobres cuyo ideal de progreso consiste en parecerse cada vez más a las sociedades opulentas avanzadas.

Quienes creen que ven mucho no ven nada, y quienes creen que otros ven mejor y los imitan no se dan cuenta que ellos no ven que no ven. Es la civilización quien está ciega y así avanza a grandes velocidades hacía un abismo inédito.
Aún estamos a tiempo para frenar, pero no nos queda mucho tiempo. Sólo un esfuerzo educativo global, soportado sobre una nueva manera de mirar el mundo, será capaz de salvarnos.

Hemos de tener cuidado de no caer en el desespero, escribe Edouard Souma (1993), y agrega: todavía está ahí el viejo rescoldo de la esperanza.

Tocar la roca abrupta del misterio sugiere, en últimas, la posibilidad de incorporar a nuestra mirada colectiva otros campos del conocimiento (y quizás nuevos actores) que dejamos de lado por haber mirado con exclusividad el modelo de racionalidad único que hoy estalla en mil pedazos. Reconocer el fracaso de la economía de los mercados nos obliga a apartar nuestra mirada de la acumulación indiscriminada de bienes materiales como paradigma de un progreso equívoco.
 
El desafío que nos espera es verdaderamente crucial. William Ruckelshaus (1989) lo compara con dos momentos de la historia del hombre: la revolución agrícola del final del periodo neolítico y la revolución industrial de los siglos XVIII y XIX. Pero anota que estas revoluciones fueron graduales, espontáneas y en gran medida inconscientes. La del cambio climático para el salvamento integral de la vida sobre la Tierra debe ser consciente, programada y guiada por la mejor previsión de la ciencia y la tecnología.

Donella Meadows nos recuerda que sólo los innovadores, que perciben la necesidad de nuevas informaciones, nuevas reglas y nuevos objetivos, que hablan y escriben sobre ello y experimentan caminos, pueden introducir los cambios necesarios para transformar los sistemas.  Se pregunta: ¿Qué puedo hacer yo? ¿Qué pueden hacer los gobiernos? ¿Qué pueden hacer las escuelas, las religiones, los medios de comunicación, los ciudadanos, los industriales, los empresarios, los consumidores, los padres?

Insinúa con ello que llegaría la hora de concitar la participación de nuevos actores para enfrentar la crisis, para volver a mirar el mundo, con otros ojos.

Sobre el papel de estos nuevos actores y sobre la índole del desafío que nos espera, probablemente entre 2020 y 2050, escribiré mi próxima nota en esta revista.