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Las melodías bellas son dictadas por los dioses

Tomás Molina

Las melodías bellas son dictadas por los dioses

En la antigua Grecia la palabra ‘ironía’ estaba muy bien definida. Todos los griegos cultos sabían que por εἰρωνεία se entendía una especie de disimulo, de ignorancia fingida. Por ejemplo, Sócrates disimulaba su propia sabiduría cuando interrogaba a los atenienses. En ese sentido, la ironía es una especie de engaño. Los romanos, por su parte, le dieron a la palabra el significado que más ha perdurado en el tiempo. Decía Quintiliano que la ironía es una figura retórica en la que se debe entender lo contrario a lo que se dice.

Hoy, no obstante, la ironía no está tan bien definida. Muchos la confunden con el sarcasmo. Pero el sarcasmo no necesariamente es irónico y la ironía no necesariamente es sarcástica. Por ejemplo, cuando alguna vez reprendieron a Churchill por estar borracho, éste respondió: “Pero estaré sobrio en la mañana y tú seguirás siendo fea”. Ahí no hay ironía porque Churchill quería decir lo que literalmente dijo. Por otro lado, la ironía puede carecer completamente de sarcasmo, de burla. Por ejemplo, uno puede decir “¡tu comida está muy fea!”, después de comérsela toda con gusto.

Los significados griego y romano no son mutuamente excluyentes. De hecho, normalmente van de la mano. Sócrates, por ejemplo, fingía ignorancia diciendo lo contrario a lo que quería decir. Pero permítaseme usar un ejemplo menos convencional. Es posible leer El Príncipe de Maquiavelo desde ambos sentidos. Para entender por qué, recordemos que el libro va dedicado a un príncipe italiano. De acuerdo con las palabras textuales de Maquiavelo, su propósito es instruir al príncipe en la práctica de la política real y no en la que los filósofos han imaginado en sus libros. ¿Pero acaso los príncipes no conocen ya la política real? ¿Para qué necesitan a Maquiavelo si éste les muestra meramente lo que siempre han hecho? No tiene sentido.

Como bien lo vio Rousseau, el propósito de Maquiavelo es instruir a la gente común en la práctica real de la política: “Maquiavelo decía que enseñaba a reyes; pero es la gente a la que realmente enseñó. Su Príncipe es el libro de los republicanos”. En ese sentido, la dedicatoria del Príncipe es irónica en el sentido romano: textualmente dice que está dirigida a un príncipe, aunque realmente va dirigida al pueblo. Pero además Maquiavelo es el maestro de la ironía griega, porque fingía ignorar que su libro estaba dirigido al pueblo.

Ya que sabemos con claridad qué es la ironía, volvamos a los griegos. Para Aristóteles la ironía era un vicio. Recordemos rápidamente que para Aristóteles la virtud es el justo medio entre dos extremos. En este caso, el primer extremo es el de exagerar la verdad; el otro, el de disimularla (i.e., la ironía); y en el justo medio estaría la virtud, es decir la sinceridad. A diferencia del hombre exagerado y del irónico, el virtuoso debe hablar francamente puesto que lo contrario sería propio de cobardes. No obstante, Aristóteles era un hombre muy sensato y prudente, de manera que sabía que su regla tenía una excepción: cuando el caballero habla con gente vulgar, sí debe disimular, sí debe ocultar. En otras palabras, sí debe ser irónico.

En efecto, al ignorante hay que hablarle con disimulo, so pena de despertar su rabia u odio. La superioridad del caballero no puede ser evidente, porque los hombres no toleran con facilidad la superioridad ajena. Incluso el genio debe ocultar que está por encima de los muchos. Su táctica favorita debería ser la de equipararse con el resto: “mi descubrimiento fue una casualidad; yo soy un hombre como usted. Mire, incluso me gustan tales o cuales cosas comunes y corrientes”. Pero dicha táctica nunca debe entenderse como una burla. Si el público la entiende así, la ironía fracasó, porque no logró disimular la superioridad del que la usa.

Para Aristóteles la ironía sería un mal necesario del hombre virtuoso. Pero en cierto contexto uno podría decir que incluso es una virtud. Imagínese a un hombre que disimula su superioridad frente a las masas envidiosas e ignorantes. Esa, sin duda, sería una acción prudente y por tanto virtuosa. Por otro lado, imagínese a un hombre que se burla abiertamente de las masas ignorantes. Eso sería muy imprudente y por tanto vicioso. La ironía, entonces, distingue al hombre verdaderamente virtuoso y prudente del que no lo es.

Pero la forma más eficiente de convencer a los demás de algo (en este caso, de que uno vale menos de lo que realmente vale) es convenciéndose a uno mismo primero. El disimulo más perfecto es aquel que ya no se piensa como disimulo. El actor perfecto es aquel que está convencido absolutamente de su papel.  Así pues, la ironía se vuelve parte natural de uno. De ese modo, el irónico convencido de su propia ironía termina creyendo que sus logros no son tan grandes, que sus actos no tienen el valor que realmente tienen. La ironía más efectiva colapsa en humildad.

En Aristóteles, como ya lo hemos dicho, el hombre virtuoso debe tener el vicio de la ironía. El magnánimo debe mentir, debe disimular. Por tanto, hay tensión entre virtud y vicio. Pero en el hombre humilde no. El hombre humilde está convencido de que su valor no es tan grande como los demás piensan. De tal manera, habla francamente sobre sus logros sin tener que disimularlos. Así pues, con sus iguales habla con sinceridad y con los ignorantes también.

Creo, no obstante, que Aristóteles replicaría diciendo que la humildad también es un vicio, porque consiste en un extremo: no reconocer el valor real de los logros propios. Pero siempre podemos responderle que nuestros logros no son tan nuestros, sino que son más bien un regalo: nuestros más altos logros son gracia divina.

La humildad no consiste en la injusta devaluación de nuestros logros, sino en el reconocimiento de que no son realmente nuestros.

Finalmente, las más bellas melodías son dictadas por los dioses.