Pasar al contenido principal

París no es una fiesta

Manuel Guzmán Hennessey

París no es una fiesta

Hora de duelo, taciturna mirada del sol, es el hombre un extraño en la tierra.
Georg Trakl

Veo las noticias y corroboro que es inadmisible abandonarse tranquilamente a la idea de que el mundo superará sin más la crisis que atraviesa.
Ernesto Sábato

Había pensado el título de esta columna para referirme a las pocas esperanzas que se tienen sobre la Cumbre del Clima, cuyos resultados, al momento de publicarse esta nota, no alcanzarán para renovar la esperanza de las próximas generaciones en la viabilidad del mundo.

Pero resulta que escribo el sábado 14 de un noviembre, que ha quedado signado para siempre en la historia de la barbarie humana por la tragedia de París. Qué fiesta puede haber, me digo, si han muerto ciudadanos inocentes y ajenos a toda confrontación, gentes alegres que habían ido a cantar, a cenar o a disfrutar de una noche de viernes con amigos. ¡Qué trágico destino nos espera si hemos perdido toda libertad! La hermosura de una ciudad, la celebración de la amistad y el disfrute a cielo abierto de la vida se han vuelto actividades peligrosas.

El viernes 13 de noviembre no se les olvidará jamás a los parisinos. Tampoco a los hombres y mujeres del mundo que aman la vida y la libertad. Escribir esta frase me sobresalta: ¿serán todos los seres humanos del mundo de hoy amantes por igual de la vida y la libertad? Me temo que no, y que, de aquí en adelante, este sino luctuoso de París nos perseguirá como una sombra urbana.

Miedo inédito instalado en la arquitectura de las grandes urbes, en el agua de sus fuentes y en el arte de sus monumentos; en los resquicios más impensados de sus callejuelas o en las lustrosas avenidas que simbolizan el progreso. Todo humano es sospechoso, todo color de piel o de cabello, toda forma de vestir o todo acento en el habla. Todo lenguaje y todo gesto. Cada uno de nosotros será mirado, en adelante, de una manera nueva, por el otro hombre “óyelo bien”, como reza el poema de José Luis Hereyra: “con tu cortante alma para el hombre mismo”.

¡Qué extraño animal es el hombre!, escribió Miguel de Unamuno.   

Parar y empezar de nuevo

Es preciso parar para empezar de nuevo. Detener el carruaje desbocado en la orilla de esta historia inentendible y volver a pensar en los valores fundacionales de todas las culturas. El rey Lear, en la tragedia de Shakespeare, clamaba: Mira hacia atrás apagado corazón y descubre de nuevo el centro de la vida.

Algo anda mal aquí si disparan desde cualquier lado, si llueven bombas sobre cabezas inermes, si algunos blanden sus cuchillos en las escuelas y asesinan niños, si otros huyen de país en país buscando un trozo de pan o un abrigo transitorio, y a medida que avanzan por la extensa geografía de una tierra parcelada y domeñada, solo atisban sucesivas puertas que se cierran a su paso, y rostros de odio y de desprecio.

Algo anda mal aquí y allá si hemos perdido todo respeto por la vida; por la vida humana y por la vida de todas las especies de las cuales depende nuestro sustento. Tal parece que hemos perdido toda fuerza y toda reverencia para defender la vida, y solo nos guía la economía como ciencia gobernante de todo lo que existe.

Constato hoy, ahora y aquí, el domingo 15 de noviembre de 2015, que hemos escalado un peldaño más del diagnóstico de Unamuno: el hombre puede ser algo peor que un animal extraño: un animal terrible. La única especie que destruye la vida con sevicia perfecta, con odio sistemático y refinada eficacia. Han desaparecido ya miles de ecosistemas y estamos a punto de modificar definitivamente la química y la física del clima.  

Hace muy poco tiempo un grupo de científicos advirtió, en la revista Science, que el mundo se encuentra en su sexta extinción masiva; pero que esta extinción, a diferencia de otras, no es por causas naturales, sino humanas. Paul Crutzen llamó a esta edad la ‘era del antropoceno’, aquella en la que la especie humana pudo acabar con la vida: ¡Vaya distinción!

La Comisión Internacional de Estratografía, grupo científico de la Unión Internacional de Ciencias Geológicas (IUGS), conformado por geólogos, biólogos, químicos, arqueólogos y antropólogos de universidades de todo el mundo, se reunió el año pasado en Berlín para admitir el relevo de la edad del Holoceno (la edad de los últimos 12 000 años) por el Antropoceno.

Las señales de esta nueva edad son la erosión y el transporte de sedimentos asociados con una variedad de procesos, incluidos la agricultura, la urbanización, los cambios en la composición química de la atmósfera, los océanos y los suelos; perturbaciones significativas en los ciclos del carbono, el nitrógeno, el fósforo y diversos metales que ya trajeron como consecuencia el calentamiento global y la acidificación de los océanos (fenómenos irreversibles). El masivo y mortal impacto sobre la esfera de la vida, la biósfera, se puede comprobar hoy en la pérdida de hábitat y la extinción de muchas especies.

Es la hora de reconocer el fracaso de la civilización y atrevernos a empezar de nuevo. Volver a mirar el mundo con otros ojos, más humanos y más compasivos. Dar un paso atrás, como lo pide el teólogo suizo Urs Balthasar, y atreverse a tocar la roca abrupta del misterio. 

Algo está muy mal aquí

Algo está muy mal aquí si mueren niños de hambre, a pesar de la prometeica y triunfante revolución de la agricultura. A pesar de la triunfante (y arrasante) libertad de los mercados… y la opulencia de las economías y las cumbres del G-20. Algo está mal en el mundo si se suicidan jóvenes; y si muchos de ellos optan por engrosar los batallones suicidas de los nuevos heraldos del terror y la muerte.

Faltan días para que empiece la cumbre mundial del clima en París. Entre 20 y 40 000 personas, de los 195 países que forman parte de las Naciones Unidas, irán a la Ciudad Luz para conocer (¿y actuar?) sobre el futuro. Cerca de 118 jefes de Estado y de Gobierno presidirán la Conferencia.

Pero cómo hablar sobre todo ello, me pregunto, si Mark Colclough, que estaba el viernes negro de París, en la Rue de la Fontaine, cuenta que vio como un hombre armado atacó una cafetería.

Así lo describe en su relato para Reuters:

"Estábamos a unos 20 metros de la cafetería cuando oímos un petardo; miré a mi alrededor y vi a un hombre, quizá de unos 1,85 metros de altura, y su postura dejaba claro que estaba disparando". Agrega que el atacante llevaba en la mano izquierda una ametralladora larga automática con un cargador debajo. "Era zurdo, subraya, y disparaba ráfagas de tres o cuatro tiros, totalmente intencionales, profesionales. Mató a tres o cuatro personas que estaban sentadas en las sillas en frente de la cafetería”.

Tenía razón Hannah Arendt cuando escribió que la crueldad de este siglo iba a ser insuperable. Crueldad, insensibilidad y cinismo. Los líderes del mundo le dirán a la humanidad que han alcanzado un “acuerdo histórico” en París para conjurar la amenaza climática contra la vida. Lo dirán sin sonrojarse, a sabiendas de que no será un acuerdo histórico, sino un acuerdo tímido y, si se quiere, irresponsable.

Pero ¿cómo hablar de la vida que está en peligro por el cambio climático si la vida está en peligro por la locura humana? ¿Tiene relación una cosa con la otra? ¿Es el hombre el causante de ambas amenazas? ¿Es el modelo de civilización y de cultura lo que hoy estalla en mil pedazos desde múltiples perspectivas? ¿Es la codicia humana, el desamor, la soberbia, el odio, la insensibilidad ante el otro ser humano, “óyelo bien, con su cortante alma para el hombre mismo”? Es el horror.

¿Y qué hay que hacer para salvarnos de todo ello? ¿La tecnología, la economía, la política, la ciencia, las religiones? ¿Nos salvará una ciencia sin conciencia?, ¿una economía al servicio exclusivo del crecimiento?, ¿una economía desregulada y voraz que legitima la ley del más fuerte y escatima la dignidad a los más débiles?, ¿una política que, en lugar de procurar la justa repartición y uso de los bienes comunes, se empecina en administrarlos como si fueran bienes individuales? ¿Tendrán la solución las religiones que se arrogan sus dioses también como bienes privados y algunas veces los esgrimen como estandartes de muerte contra otros hombres, otras culturas y otras creencias?

Llamado a los líderes del mundo

Hora de duelo, taciturna mirada del sol, es el hombre un extraño en la tierra. Un animal extraño, un animal terrible. Náufrago en las tinieblas que avanza, como escribió Sábato, con la incertidumbre de quien advierte un abismo.
Pido a los 118 presidentes del mundo que lleguen un día antes a París y pongan en sus agendas la urgencia por la vida.

Que lo hagan desde la doble perspectiva del cambio climático y el terrorismo suicida y homicida. A tal desafío los ha lanzado el azar de la historia. Y ya no podrán eludir la doble connotación de una amenaza global. Los convoco como ciudadano del mundo, desde mi puesto de profesor de la Universidad del Rosario de Bogotá.

Hagan suyas las palabras de la líder de Sri Lanka, Anuradha Vittachi, en la Global Survival Conference (Conferencia sobre la supervivencia mundial) que se reunió en Oxford el 15 de abril de 1988. Allí, en el Christ Church College de Oxford, dijo: “Un planeta se encuentra al borde de la extinción por la catástrofe ecológica y por las amenazas de guerra”.
En aquella ocasión se reunieron más de cien líderes espirituales del mundo con cien dirigentes políticos. Estuvieron James Lovelock, el Dalai Lama, la Madre Teresa, Fritjof Capra, el arzopisbo de Canterbury, Carl Sagan, Ewa Robertson y Wangari Maathai, entre otros. 

Sugiero a los gobernantes que asistirán a la COP 21 de París que aprovechen la plataforma de las Naciones Unidas para que se inaugure un dialogo emergente global sobre la defensa integral de la vida y se programe una conferencia anual que actualice aquel clamor de Oxford de 1988.

Aún estamos a tiempo para detener esta doble catástrofe.

Bogotá, el 15 de noviembre de 2015.