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Del sufragio universal al voto obligatorio

Gilberto Ramírez Espinosa

Del sufragio universal al voto obligatorio9

Las Paradojas de la Política

En días pasados se anunció al país la iniciativa de nuestro gobierno de implementar el voto obligatorio. Las reacciones no se hicieron esperar. Entre los pros y contras a raíz de la propuesta del ministro Juan Fernando Cristo, se destaca la preocupación por el elevado índice de abstencionismo[1] que, por cierto, es un problema común a la mayoría de los países con un régimen de elecciones periódicas. Lo que no deja de sorprender de los argumentos esgrimidos a favor de la propuesta es que, en buena medida, provengan de quienes se han beneficiado de dichas elecciones, es decir, de los políticos de profesión. Y no sorprende precisamente porque es un debate que se remonta a los orígenes mismos de nuestras repúblicas, pues el derecho al voto nació como una preocupación de las corporaciones de delegados que decían representar al “pueblo”, la “nación”, el “reino” o la “patria”[2].
 

El derecho al voto, junto con el deber de pagar impuestos, han sido los pilares en que se ha sustentado la formación del Estado moderno. Es apenas entendible que se requiera dinero y aprobación de la opinión de las gentes para ejecutar obras en beneficio de todos, por lo general, educación y obras públicas. Seguramente es esa la preocupación que hoy día el gobierno nacional abriga al momento de exigir mayor compromiso de nosotros para con sus iniciativas. El problema radica en que de nuevo la exigencia proviene, como en los inicios de nuestras republicas en los siglos XVIII y XIX, de las corporaciones, que ven con preocupación la falta de aprobación a su gestión y existencia. Solo que ahora se le sumó el gobierno en su conjunto.

¿De dónde proviene la indiferencia y escepticismo con que la ciudadanía manifiesta su rechazo a las jornadas electorales? ¿Por qué la insistencia del Congreso de la República y de la Presidencia en exigir aprobación y apoyo a su gestión? Para la primera pregunta, la respuesta que se da es bastante simple: el Estado no funciona y es corrupto. Lo paradójico es que, de la misma afirmación, se concluye con la necesidad de más burocracia para frenar la corrupción[3]. La segunda pregunta definitivamente la responde la ironía de que quienes viven del Estado naturalmente no buscan sacrificar las rentas que perciben por su manejo.

LA IRREMEDIABLE CORRUPCIÓN DEL ESTADO

Quizá la paradoja antes mencionada se deshaga con una breve reflexión sobre el significado de las palabras. Empecemos con el de “corrupción”: palabra proveniente del término latino “corruptio”, que se refiere a la alteración, vicio o abuso en las cosas, da a entender la propensión que las cosas tienen a sufrir cambios en detrimento de su propósito o función original, debido a un exceso o desviación en su uso. El ejemplo por excelencia es el de los seres vivos que, al momento de verse expuestos a la enfermedad, uno o más de sus órganos resultan “corruptos”; es decir, con exceso de humores y excrecencias que impiden su buen funcionamiento. Por extensión, un “Estado” corrupto es aquel que no sirve para lo que se creó; pero, siendo fieles a la analogía biológica, es aquel que retiene en alguno de sus órganos un exceso de alguno de sus principios vitales (en este caso, el dinero del fisco). El problema en sí radica en que nadie sabe determinar cuál es el tamaño ideal del Estado y sus “organismos”[4] salvo, quizás, el propio Estado y quienes viven de él.

La propensión a definir su propio tamaño ideal ha sido una aspiración constante del Estado en Colombia. Quizá el hecho que mejor ilustre dicha aspiración sea el que, en últimas, es el antecedente inmediato del voto obligatorio: el sufragio universal. La implementación del sufragio universal es de vieja data en nuestro país y su gradual implementación, para la elección de la gran mayoría de cargos públicos, ha sido una constante desde que se inauguró en 1850[5]. La filosofía de dicha medida concibe que, al exigir un mínimo de requisitos para poder elegir (quizá no de la misma manera para ser elegido), se amplía el derecho a una mayoría que legitimará y aprobará en mayor grado las ejecutorias de nuestro bien intencionado gobierno. La competencia electoral no hará sino recrudecerse desde ese entonces, porque finalmente lo primero en entenderse es la rentabilidad de hacerse con la mayor cantidad de cargos públicos posibles y el usufructo que implica reelegirse en ellos.

Como resultado de lo anterior, se han sucedido los diferentes proyectos hegemónicos que han protagonizado nuestros partidos políticos tradicionales por más de un siglo; y los intentos, no menos agresivos, que sus contrincantes menos afortunados pretenden instaurar, como son disidencias, grupos insurgentes y partidos de oposición. No es extraño entonces que, al hablar de política o de políticos, costumbre bastante arraigada entre nosotros los colombianos, se insiste en su irremediable vocación “clientelista” y propensa al “caciquismo”[6].

Los gobiernos del Olimpo Radical, como comúnmente se han conocido las generaciones de políticos favorables a las iniciativas liberales durante la segunda mitad del siglo XIX, fueron quienes, al insistir en el sufragio universal, progresivamente se dieron cuenta de cómo el voto era depositado en innumerables seres oscuros llamados “gamonales” y “caciques”, que hacían de las suyas al momento del escrutinio y después de él. Ellos mismos, los radicales del Olimpo, fueron además apodados “Los Circulares”, en alusión a su filiación a la masonería; pues hacían de dicha condición un filtro de cooptación de los cargos públicos previos al momento del sufragio o subordinado al mismo. A modo de burla, ellos motejaron a los conservadores, que posteriormente los suplantarían con el triunfo de la Regeneración en el año de 1886, como “La Rosca”, aludiendo a una degradación del mencionado “Círculo” (como generalmente se hacían llamar muchas logias masónicas)[7]. Nada más certero, al momento de considerar la conveniencia o no del voto obligatorio, que aquel adagio tan citado entre nosotros, que denota una extraña complicidad con la paradoja aludida al principio: “el problema de la rosca, es no pertenecer a ella”.

 

[1] Las tres bandas del voto obligatorio. (2014, 29 de septiembre). 

[2] Corporaciones que, por lo general, agremiaban a personas de un mismo rango y educación. El ejemplo clásico es, precisamente, el Parlamento de Inglaterra, entre otros. Véase al respecto Duverger, M. (2012). Los partidos políticos. México: Fondo de Cultura Económica, pp. 12-34.

[3] Raisbeck, D. El absurdo voto obligatorio en Colombia. (2014, octubre 8). 

[4] Esta comparación del Estado con un organismo, como cualquier ser vivo, es recurrente en varios filósofos. Quizá Thomas Hobbes sea el más explícito de ellos al comparar al Estado con un “Leviatán”, monstruo bíblico que demostraba desproporcionalidad, y por ende, fealdad y maldad.

[5] Deas, M. (2006). Del poder y la gramática. Bogotá: Taurus, pp. 209-212.

[6] Expresiones que tienen un profundo legado histórico, pues precisamente el intercambio de favores que propicia el “patrono” o el “cacique” es una alusión directa a un liderazgo carismático que, como se insiste hasta la saciedad, es dañino a la democracia, sin lograr con ello reducir ni aminorar su influencia. Sobre el particular véase Moreno Luzón, J. (1999). El clientelismo político: historia de un concepto multidisciplinarRevista de Estudios Políticos, 105, julio-septiembre, pp. 89-95.

[7] Quiroz, C. (2003) La Universidad Nacional en sus pasillos. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, pp. 93-95.