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La Guerra Fría en Yemen

Mauricio Jaramillo Jassir

La Guerra Fría en Yemen

Mauricio Jaramillo Jassir[1]

Bernard Baruch y Walter Lippmann hicieron célebre el término Guerra Fría para definir la confrontación indirecta entre poderes. Esa noción marcó la segunda mitad del siglo XX, por los estragos que causó en el mundo la rivalidad entre Estados Unidos y la Unión Soviética. A propósito de las tensiones recientes por Ucrania, se ha revivido la idea de un enfrentamiento de ese tipo entre Washington y Moscú. No obstante, en el fondo prevalece la racionalidad para resolver las diferencias en el marco de principios de acuerdo.
 

Contraste marcado con la región de Medio Oriente y Asia Central, donde la disputa de poderes entre las dos principales versiones del Islam es cada vez más aguda. Incluso desplazando la atención y el interés por el principal tema que había condicionado la agenda de la zona, el conflicto árabe israelí. Las guerras de 1948, 1956, 1967 y 1973 reflejaban una conflictividad que no ha cesado del todo, pero reparable actualmente por la vía del establecimiento del Estado palestino, posibilidad que Israel se ha negado a reconocer, pero que finalmente se terminará imponiendo. Se trata de una cuestión de tiempo. En ese ese tema existen ya al menos dos consensos imprescindibles para su resolución final.  Hamas ha aceptado tácitamente que la destrucción absoluta de Israel es imposible, y que un Estado palestino se limite a las fronteras de 1967. Estados Unidos y amplios sectores israelíes saben que jamás habrá seguridad en Israel, sin el establecimiento de una Palestina con todos los atributos que implica la estatalidad.
 
Ahora bien, la disputa entre el Islam chií y suní es mucho más compleja, e incluso puede tornarse más violenta, pues los consensos mínimos no existen. Desde hace varias décadas se ha sostenido que el ascenso de la Revolución Islámica (chií) en Irán en 1979, cambió para siempre el mapa político de Medio Oriente, pues significó un reto de envergadura para la zona mayoritariamente suní. Sin embargo, esta afirmación merece una pequeña acotación. No fue esa Revolución, sino la interpretación que el vecindario y Occidente hicieron de ella, lo que ocasionó una trasformación mayor en la región, con efectos visibles hoy día.
 
EE. UU. no ha dejado de señalar a Irán como una amenaza contra la seguridad mundial, a pesar de que, desde el triunfo de la Revolución, Teherán no ha atacado a ningún país; como sí lo han hecho sus vecinos Irak e Israel, y algunas potencias occidentales. Con tal de contener el poder iraní, Washington ha privilegiado una relación con Arabia Saudí que ha hecho mella en la estabilidad regional. En la reconstrucción de Irak, el gobierno de Riad tuvo mucho que ver en el apoyo a grupos armados sunitas que pretendían evitar el establecimiento de un poder chií (la mayoría de los iraquíes profesa el Islam chií).
 
Algunos de esos grupos combaten hoy a nombre del Estado Islámico en Irak y en Siria, y con la ambición de extender su alcance hasta El Líbano. A esto se suma, en la misma lógica de menoscabar el poder chií por influencia saudí, una intención expresa de debilitar el gobierno sirio de Bachar al Asad.
 
El desgobierno en Siria y el avance de grupos armados sunitas en Irak facilitó el despliegue del Estado Islámico de Irak y el Levante (EIIL), mientras Teherán no ha cesado de denunciar la nociva injerencia saudí en la zona, y que ha tenido efectos nefastos sobre la estabilidad de Irak y Siria.
 

Yemen se suma a esos escenarios donde se contiene una supuesta expansión del poder iraní. La reunificación yemení en 1990 (divido entre la República Árabe de Yemen en el norte y la República Democrática Popular de Yemen en el sur) puso al descubierto una serie de disfuncionalidades entre el norte y el sur. En 1994, se produjeron dos levantamientos, uno en el norte donde existe mayoría zaydí –rama minoritaria del chií– y que reclamaba más autonomía, y en el sur (donde se concentra la mayoría suní) para buscar una separación definitiva.
 
En el nuevo milenio, el involucramiento de Al Qaeda en la Península Arábiga (AQPA), pretendiendo contener el avance chií desde el norte, ha marcado una agudización de la violencia. Los hechos más relevantes desde ese momento han sido la salida del presidente Ali Abdullah Saleh en 2011, el avance de los houthis zaydíes (en memoria de su líder Hussein al Houthu) en 2014, y la reciente intervención de una coalición de Estados en cabeza de Arabia Saudí que ven con preocupación el avance de los zaydíes con el supuesto apoyo de Irán. La coalición está compuesta por Egipto, Jordania, Sudán, Catar, Bahréin, Kuwait, Emiratos Árabes Unidos, Marruecos, Pakistán y Estados Unidos.
 
Para quienes han denunciado los ánimos expansionistas de Irán, se trata de un momento crítico; pues con el avance tímido pero significativo de un preacuerdo nuclear con los cinco permanentes del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y Alemania, Teherán se acerca a la conquista de un derecho histórico que ha reivindicado ininterrumpidamente en las últimas décadas. A esto se suma la necesidad cada vez más evidente de incluir al llamado régimen de los mollah en la reconstrucción de Irak y en la lucha contra el Estados Islámico (hasta junio de 2014 Estados Islámico de Irak y el Levante).
 
Entretanto, Yemen sufre la disputa secular entre las dos grandes vertientes del Islam, sin que aparezca en el horizonte una solución definitiva. Recular en una campaña de desprestigio y estigmatización contra Irán podría ser el comienzo de una estabilización a largo plazo de la zona.   
 

 


[1] Profesor de las Facultades de Ciencia Política y Gobierno y de Relaciones Internacionales de la Universidad del Rosario.