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Alfredo Trendall, refundador de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad del Rosario. In memoriam.

Álvaro Pablo Ortiz

Alfredo Trendall, refundador de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad del Rosario. In memoriam.

El incisivo, cáustico y reconocido escritor Fernando Vallejo, de cuya capacidad de desafío e independencia mental nadie puede dudar, recibió el 25 de septiembre de 2009, en el auditorio León Greiff de la Universidad Nacional de Colombia, el doctorado Honoris Causa en Letras. Entre las muchas palabras que pronunció como respuesta al merecido homenaje, destacamos las siguientes:

Cierro los ojos y recuerdo, en un aula de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional, al profesor Alfredo Trendall copiando en griego en el tablero los fragmentos de los presocráticos que se salvaron de la destrucción del tiempo y que recopiló Hermann Diels. A Alfredo Trendall lo veía yo entonces muy mayor: tenía 28 años y hoy yo podría ser mi nieto. Lo recuerdo con admiración. A veces, en las noches, me lo encontraba caminando por la Ciudad Universitaria, donde yo vivía (en las residencias Gorgona) caminando bajo el cielo estrellado, absorto en sus pensamientos y con grave riesgo de irse, como Tales, a una zanja. ¡Cuánto aprendí de él a querer a los presocráticos!

Hasta aquí las reverentes palabras del usualmente irreverente narrador antioqueño. A estas palabras, agudas en su percepción, habría que agregar otras; y que, sin que suene a falsas modestias, solo me competen a mí, en este deseo que hoy siento de pensar y repensar a Alfredo Trendall en voz alta, y en medio de sentimientos encontrados.

A principios de mayo del año en curso, falleció en Bogotá Alfredo Trendall Barriga. Sus últimos días, por no decir sus últimos años, trascurrieron en medio de una increíble y elegida soledad. Días, meses y años se suceden sin que los círculos académicos –a los que consagró lo mejor de su compleja y difícil personalidad– tengan de él algo diferente a unas mínimas noticias. En la urbanización Morato vivía como una suerte de monje cartujo. Solo la música, la lectura y la pintura tenían acceso al cerco –al que solo le faltaban alambradas eléctricas y perro feroces– para defender y preservar aún más su intimidad. De cuando en cuando, como excepcional concesión, les abría la puerta de su residencia a personajes de origen humilde, plenos de bondad y servicialidad en sus formatos primarios. Oriundos, por regla general, de Subachoque, región a la que amó, pintó y recorrió centenares de veces, entre meditativo, nostálgico, dolorido o gozoso. Entre la apelación cada día mayor a la mediocridad y a la superficialidad, optó no por el silencio intempestivo, retaliador o escapista, sino por la plenitud del silencio; en un silencio, valga la aclaración, presidido por Dios. En verdad, sin ese referente a Dios, resultado de una vocación espiritual irresistible, no es posible entender la verdad de su vida y de su pensamiento.

Cristianismo sufriente el suyo. En todo contrario a la fiesta hecha pan, hecha vino; y sí, por el contrario, en muchas ocasiones fustigante y trágico; y, por esa doble corona de espinas, dogmático e inapelable, como suele sucederles a los que se sienten poseedores de la verdad, o legítimos descifradores de un mensaje poderoso. De todas maneras, era su manera de sentir que, sin altas dosis de dolor y sufrimiento, solo se cumple parcialmente la voluntad de Dios.

Acéptense o no estos requisitos, Trendall, y eso merece respeto, vivió su interpretación del Cristianismo, incluida su permanente devoción mariana, con una terrible coherencia, y con un estoicismo espartano.

Alfredo Trendall Barriga nació en Bogotá, el 23 de noviembre de 1933. Hijo de Thomas Trendall, descendiente de antiguas familias de Oxford, ligadas al agro siglos atrás, con muchos miembros castrenses entre sus integrantes, y de María Barriga Avellanada, perteneciente a una familia llegada a Colombia, desde la península ibérica, en los inicios del siglo XIX. Este apellido, Barriga, está estrechamente conectado, y no gris ni anodinamente con la gesta bolivariana. La historia nacional registra, en efecto, en espacios amplios y propensos a gestas, los nombres de los generales Joaquín Valerio Barriga, Isidoro Barriga y Julio Barriga, entre otros. Al igual que el formidable caudillo conservador, de origen caldense, Gilberto Álzate Avendaño, Trendall también hubiera podido decir: “Sobre mí gravita un ancestro guerrero.

Tengo demasiados Generales atrás. Existe una influencia atávica que me lleva a entender que la vida es maliciosa (Salom, 1985, p.15)”.

Muy seguramente, estos antecedentes familiares influyeron en el afecto que, en grado superlativo, profesó Alfredo Trendall por el Ejército Nacional. Su vinculación como catedrático a la Escuela Militar de Cadetes General José María Córdoba, por más de 50 años, da testimonio brillante y contundente de ese sentimiento. Retornando a su padre, don Thomas Trendall, aparte de haber sido un héroe militar durante la Primera Guerra Mundial, fue el que introdujo en Colombia, particularmente en el Country Club de Bogotá, la práctica del golf. Por cierto, revestido con todo el ataviaje del aristocrático deporte, Ricardo Rendón lo inmortalizó en una de sus tantas y geniales caricaturas.

De este bohemio, en el sentido nihilista de la expresión, que fue Rendón, se expresó Jaime Barrera Parra:

Ricardo murió de un acceso de lógica. La mano firme, labrada por una fiebre de 20 años, empuñó la pistola con la pericia con que esgrimiera el lápiz. Él, el genio satírico más vigoroso de media América se defendió a pistoletazos contra la vida, temeroso de morir en caricatura (Barrera, 1969, p. 98-102).

Retornemos a Alfredo Trendall. Desde muy temprana edad, fue un hombre como destinado, como forzado a la universalidad, como llevado por una suerte de insatisfacción vital a disparar su intelecto en todas las direcciones.

Porque, justo es afirmarlo: aparte de su facilidad para los idiomas, la tenía también para abordar las temáticas más diversas. A nombre de esa curiosidad universal incursionó en física, matemática, biología genética, historia, sociología, derecho, teología y, desde luego, filosofía. En esta última disciplina se advierte una dependencia implacable de Ortega, de Zubiri, de San Pablo, de Aristóteles; y no en menos importante afinidad, de Antonio Tovar, Julián Marías, Juan David García Bacca, Étienne Gilson, Oswald Spengler, Dietrich von Hildebrand y muchos otros.

Versatilidad intelectual que lo llevó en diversas épocas a dictar las siguientes asignaturas en universidades como la Nacional, la Javeriana, la Salle, la Gran Colombia, la San Buenaventura y la Pedagógica: Presocráticos, Lógica matemática, Prehistoria e Historia del antiguo Oriente, Sociología general, Filosofía del lenguaje, Historia del arte, Teología natural e Introducción a la filosofía. Leía y traducía varios idiomas como el inglés, francés, alemán, italiano, portugués, griego y latín clásico.

De otro lado, tanto en la Escuela Militar de Cadetes como en la Escuela Superior de Guerra, dictó por décadas materias como Sociología militar, Estrategia, Historia militar, Geopolítica y Psicología de la subversión. En la Universidad Militar Nueva Granada, aparte de haber desarrollado el plan de estudios, fue director del Departamento de Investigaciones Científicas. En lo que tiene que ver con la Universidad del Rosario, y gracias a un gran voto de confianza que le extendió el rector de aquel entonces, Dr. Antonio Rocha Alvira, Trendall refundó, en 1974, la Facultad de Filosofía, Letras e Historia.

Entre los primeros matriculados estuvieron: Alfredo Lleras, Rosa Cecilia Caro, Juan Manuel Botero, María Teresa Botero, Marcela Revollo, Luz Gloria Cárdenas, María Esther Vega, Cecilia Errázuriz, José Hernán Arias, Fernando Mayorga, Carlos Adolfo Arenas, Alberto Miranda, Ana María Andrade, María Margarita Camacho, María Margarita Olaya, Vicente Prieto, Magdalena Holguín, Rosa María Vargas, Mónica Naranjo, Rocío del Pilar Salazar y otros nombres que escapan a la memoria.

La nómina de catedráticos estaba constituida por académicos de primera línea: Luis Enrique Ruiz López (quien más adelante sería uno delos más brillantes y propositivos decanos de la Facultad), el jesuita Manuel Briceño Jáuregui, Jean Pierre Pilard, Fernando Urbina, Guillermo Hoyos, Fernando Suescún Mutis (cuya tesis para optar al título de economista fue dirigida por Trendall y resultó laureada), Mario Herrán Baquero, Andrés Samper Gnecco, Jorge Palacios Preciado, Eugenio Lakatos Janoska, Rafael Eduardo Torrado, Isauro Rincón, José María Acosta, Myriam Rodríguez e Inés Flores de Carvajal.

Una serie de conflictos y tensiones suscitados entre Alfredo Trendall y el entonces rector, Dr. Carlos Holguín Holguín, produjeron la renuncia del primero a mediados de 1976. Renuncia que se produjo en medio de protestas estudiantiles, en artículos de prensa, en circulación de pasquines y proliferación de pancartas; llegándose incluso a buscar la mediación del cardenal Aníbal Muñoz Duque para superar la crisis académica que, guardadas proporciones, recordaba la de 1969, cuando en medio de huelgas, polarizaciones, que llegaron a tener impacto nacional, por cuenta de la salida intempestiva del decano de la Facultad de Medicina, Dr. Guillermo Fergusson, de la que da fe el exhaustivo y documentado texto, escrito a ese respecto por uno de los mejores historiadores de la Medicina en Colombia, el Dr. Emilio Quevedo Vélez.

Poco antes de la salida de Alfredo Trendall, hubo otro episodio que trascendió dentro y también fuera del claustro rosarista. Se trató de la campaña que el decano de la Facultad de Filosofía desplegó contra la entrañable y emblemática figura de monseñor Germán Pinilla Monroy, acusándolo de filocomunista. Dejemos que sea el propio monseñor el que relate lo sucedido:

En el año 1976, el rector Carlos Holguín cambió al decano de Filosofía Alfredo Trendall, por Rafael Eduardo Torrado, un filósofo de la Universidad Nacional y profesor de la Javeriana. Al señor cardenal le llevaron informes de que el Dr. Torrado era comunista y que yo lo apoyaba, por lo cual me nombró como capellán de la Pedagógica. Cinco años después, el mismo cardenal Aníbal Muñoz Duque, quiso que yo volviera al Rosario (Pinilla, 2013, p. 87).

Con Alfredo Trendall me unió una gran amistad. Innumerables encuentros e innumerables diálogos hacían las veces de un telón de fondo, a favor de la cultura con mayúscula. Ni antes ni ahora he conocido un colombiano con tan altos niveles de erudición. Su biblioteca personal despertaba admiración hasta en el más insensible y analfabeta de los seres humanos. Me parece estar viéndola como lo hice tantas veces. Era una basta y seleccionada biblioteca que, sin exagerar, constaba de más de 30 000 volúmenes de libros, muchos en ediciones críticas, y otros con valor de incunables. Solo existía otra biblioteca que podía competir con la de Trendall: la que poseía Nicolás Gómez Dávila.

Conozco el destino final de los libros de Gómez Dávila, fue un buen destino. Espero que Trendall hubiese tomado la precaución de asegurar un buen puerto para la suya. Sería absolutamente devastador: lo que fue el esfuerzo de toda una vida dando tumbos por cuanta compra y venta de libros de segunda hay por todo el centro de la ciudad. No sería justo, pero así es Colombia.

Aparte de algunos libros que me regaló, conservo algunas cartas suyas que guardo como un tesoro. Una de ellas me la envió en 1985, a propósito de un recorrido minucioso e inteligente que hizo por Grecia; y que resume magistralmente la admiración profunda que sentía por la cultura occidental, y por su eje gravitacional: la filosofía; y por su plaza más fuerte: Atenas.

Muy recordado Álvaro Pablo: le escribo estas palabras en una de las gradas del Partenón, bajo un sol de fuego y un azul purísimo. Solo estando primero en las playas del Jónico y del Egeo, para llegar finalmente a esta montaña de belleza, se comprende el secreto de la filosofía Griega: la luz. La luz que transfigura las distancias, los cielos, las cosas e inclusive hasta el idioma. Sobre todo el idioma. Una luz que a veces es agua, otras aire, o infinito, o espíritu refulgente como lo testimoniaron los presocráticos. Toda una vida de intensas lecturas de pronto –aquí, ahora– adquiere un fundamento nunca antes presentido. Es esta una experiencia profunda de Dios en la cual usted ha estado espiritualmente presente. Reciba el más cálido de los saludos de Alfredo Trendall.

Si un pecado cometió Alfredo Trendall, y no exactamente venial, fue el de no haberle dejado al país en general, y a la academia en particular, una serie de textos que acusaran en interpretación y análisis toda su prodigiosa erudición. No obstante, de la década de los cincuenta hasta la de los ochenta, cumplió una labor encomiable, desde el punto de vista de la severidad intelectual, publicando un sinfín de artículos que abarcaban los temas más variados, en revistas y en periódicos como Ideas y valores, Revista de la Universidad Católica de la Salle, Revista del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, El café literario, Gaceta de Cultura, Méjico, Revista del Ejército, Revista de las Fuerzas Armadas, Revista de la Armada Nacional, Revista Bolívar, o en periódicos como El Siglo, La República, El Tiempo, El Espectador.

Cierto, pero no suficiente. Le faltó más compromiso con la palabra escrita. La ausencia de libros hechos de su puño y letra –y más en el caso de un sabio en el sentido literal del término– es no solo un acto que podría tildarse de egoísta sino un desdén ofensivo por los anaqueles de las librerías; en donde no todos, para fortuna de la inteligencia, están llenos a rebosar de “espiritualidad de supermercado”, o de feminismo trasnochado o de orientalismo y ambientalismo o de vegetarianismos sospechosos, por tergiversados y extremos.

Los que fuimos sus discípulos –conscientes de la gravedad y la responsabilidad que tal calificativo entraña– hemos debido grabarlo, como otros lo hicieron en el caso de Estanislao Zuleta, al que, en honor a la verdad, Trendall detestaba en igual medida que a Eduardo Galeano.

Líneas arriba me referí a la soledad en la que, de tiempo atrás, vivía este insobornable pensador católico. Me retracto. Creo que era Hemingway el que decía que todos nuestros pensamientos obedecen, cuando uno no es terco ni imbécil, a segundas o a terceras consideraciones. Si estar solo –que no es lo mismo que estar desolado– es estar releyendo a Platón, Aristóteles, Ortega y Zubiri, Schmaus y Van der Leeuw, Rudolf Otto, Jaeger y Mommsen; o escuchando el Aleluya de Händel, o contemplando algunas o todas las pinturas de Van Gogh, de Cézanne, o de El Greco, eso no es estar solo. La peor soledad es la que, a nombre de la interrelación con el otro, le hace las más inauditas concesiones a la fatuidad y a sus dos primas hermanas: la frivolidad y la superficialidad.

Las exequias de Alfredo Trendall Barriga se cumplieron en el Cantón Norte. Multitud de militares de todos los rangos, activos y en retiro, se hicieron presentes para darle el último adiós. A quien en vida había hecho de “una razón vital católica” un deber, un camino por seguir, y el eco de un mensaje poderoso. Más de 40 años han pasado desde que un prometedor grupo de muchachos y de niñas entraban a estudiar a la refundada Facultad de Filosofía, Letras e Historia de la Universidad del Rosario. Con ansiedad mal disimulada no veían el momento de poder cursar asignaturas como Historia de la filosofía griega, Historia de la filosofía oriental, Lógica clásica, Historia de Grecia y Roma, Latín y Griego, en sus respectivos niveles, Análisis de textos filosóficos griegos, Filosofía del arte, Filosofía de la política, Filosofía de la religión y otras materias de iguales o más interesantes expectativas, según tendencias e inclinaciones intelectuales.

Los principales auspiciadores del plan de estudios: Antonio Rocha Alvira y el maestro Darío Echandía; el artífice del plan en cuestión: Alfredo Trendall Barriga, ser de excepción en luces y sombras, en la bondad y en el sarcasmo, en el abatimiento y en el deseo de crear una nueva “masada”, una nueva fortaleza de la libertad. Un hombre que, en un momento particularmente crucial de su existencia, comprendió que todo extrañamiento de Dios termina en naufragio y catástrofe. Paz en su tumba.

Bibliografía:

  • Barrera Parra, J. (1969). Notas del Week-end. Bogotá: Ediciones Continente. 

  • López López, J. (1983). Introducción a la obra de Alfredo Trendall (Tesis de pregrado en Filosofía). Bogotá: USTA, Facultad de Filosofía, Centro de Investigaciones.

  • Ortiz, Á. (2006). Historia de la Facultad de Filosofía y Letras del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario 1930-1999. Bogotá: Editorial Universidad del Rosario.

  • Pinilla Monroy, G. (2013). Diálogos de vida. Bogotá: Ediciones Instituto de Jesús Adolescente.

  • Salom Becerra, Á. (1985). Un ocaso en el cenit: Gilberto Alzate Avendaño. Bogotá: Ediciones Tercer Mundo