Pasar al contenido principal

La roda de capoeira

Ana Carolina Fong

La roda de capoeira

Sâo Luís, capital del estado brasileño de Maranhão, delimita el final de la selva amazónica para dejar aparecer el nordeste y las dunas infinitas del Parque de los Lençóis. Fundada por franceses sobre una península en 1612, es conocida por muchos como “la ciudad de los espíritus”. Declarada Patrimonio Cultural de la Humanidad en 1997, Sâo Luís es hoy uno de los pocos destinos culturales donde las tradiciones están ancladas a la vida misma. Con apenas pisar sus adoquines, se transporta uno fuera del tiempo.

La ciudad se dibuja multicolor frente al Atlántico, impregnada de ese allure de finales del siglo XVIII cuando, en pleno auge de la exportación de algodón hacia Inglaterra, era una de las tres ciudades más pobladas de Brasil. Entre calles empinadas, escalinatas y caserones coloniales, un lustrabotas hace maravillas sobre un butaco para ganarse la mezcla de guaraná que licúa la sensual vendedora de al lado. Sobre la Plaza Reviver, las bailarinas de tambor criollo, pies descalzos, ajustan sus faldas frente a los músicos; un hombre de cabellos largos, con fluidez de mago, asombra por sus patadas circulares, que lanza en medio de un ballet invisible.

Antônio José da Conceiçâo Ramos, más conocido como mestre Patinho es uno de los personajes más emblemáticos de esta ciudad. Su historia se confunde con la historia de la capoeira marañense, siendo el más antiguo practicante de capoeira angola de Sâo Luís. En el punto más alto de la calle que lleva a la famosa iglesia de Sâo Pantaleâo, la casa de Patinho forma parte del conjunto arquitectónico colonial del siglo XVIII, revestido de mosaicos portugueses que se utilizaban para aislar el calor. El salón de arcadas altas, el mismo donde jugaba de niño, acoge hoy una academia. Los muros sostienen una fabulosa colección de instrumentos musicales: berimbaus y pandeiros, atabaques, agogós, reco-reco, y un sinnúmero de armas de Xingú, que el mestre ha venido coleccionando desde hace años.

Patrimonio Cultural Inmaterial del pueblo brasileño, la capoeira fue perseguida por el Estado hasta 1930. Disfrazada de danza y acompañada de música para no levantar sospechas, este arte marcial que hoy vemos proliferar en el mundo entero, comenzó en los quilombos de esclavos africanos. La angola, de entre las tres vertientes de la capoeira, es la más antigua y la más genuina. Comparada con la capoeira regional o contemporánea, la música es más lenta que en las otras versiones; su juego se realiza sobre todo a ras del suelo, con movimientos pausados, pero expresando la misma dosis de malicia, añade el mestre con un guiño de ojo.

–Patinho las veinticuatro horas del día vive y respira la capoeira –comenta su mujer.
Patinho camina en zancos, anda de monociclo, se viste de mimo. Su cultura corporal es extensa y abarca múltiples disciplinas: desde ballet clásico, hasta judo y teatro. Fue técnico de las selecciones femeninas y masculinas de gimnasia olímpica de Maranhâo. Su hija Alaide se asoma, saluda. Desde los seis meses, edad en que pocos niños logran pararse, ya era capaz de hacer la jinga, movimiento de base que impulsa el ritmo al resto del cuerpo. Su perro Anoa, un labrador negro, la cuida y está siempre atento para erguirse en dos patas y esquivar los golpes del mestre.

Patinho invita a realizar movimientos sencillos, de rotación y extensión, para despertar el cuerpo. Los iniciados cierran un círculo para formar una roda y comienzan a tocar. El berimbau, instrumento principal, guía el ritmo del atabaque y el pandeiro, matizado de espiritualidad amazónica. El jogo comienza con una melodía de sonidos africanos y de gritos cónsonos; los capoeiristas respetan una distancia, que van reduciendo como jugadores de ajedrez. Entran con un rabo de arraia, una rastreira, una media lua de frente, una tesoura. Los movimientos de la capoeira, muy figurados, fueron inspirados en la observación del comportamiento animal: el contorsionismo de las víboras, la patada del caballo, saltos de mono, cabezazo de búfalo. Las astucias rítmicas son infinitas y son pocos los golpes; lo que vale es la creatividad y la presencia del jugador. Es en el aquí y ahora donde se decide cuál es el mejor movimiento para responder al movimiento propuesto por el otro, el que más encaja.

La capoeira es un diálogo de cuerpos: yo venzo cuando mi compañero no tiene más respuestas a mis preguntas, decía el mestre Moraes. Es metáfora de un camino por seguir, donde es posible conocerse a uno mismo a través del otro. Es un arte completo, donde cada jugador, independientemente del nivel en el que se encuentre, busca la superación personal, sin herir al otro.

Mestre Patinho no cobra por sus clases, que imparte tres veces por semana. La academia está abierta a todos. Sus estudiantes llegan desde Nueva York, Tokio o desde el barrio vecino; dejan lo que quieren o lo que pueden. Algunos contribuyen con la limpieza, otros aportan de comer a la familia. El funcionamiento de su casa es igual al de las academias de arte del Renacimiento. Después de las clases, algunos se quedan, y alrededor de una bebida, es posible perderse entre las discusiones filosóficas, que tocan desde la geometría sagrada del cuerpo, hasta el alma de la selva amazónica.

Grandes mestres de hoy han pasado por la academia de Patinho a esculpir sus primeros berimbaus, a respirar fundamentos, a entender la musicalidad del cuerpo y a aprender a hacer vibrar la conciencia como se toca un instrumento. Todos reconocen la labor de este arte y el aporte inmaterial en el tejido social de la ciudad.

Sâo Luís, ciudad de espíritus, isla fuera del tiempo, ha visto estos últimos años un aeropuerto internacional abrir sus puertas, invitando a penetrar ventanas, lejos del ajetreado ritmo de nuestras vidas. Sobre sus calles empedradas se contempla y se comparte esa felicidad esencial del simple hecho de estar en el mundo.