Pasar al contenido principal

…que 50 años no es nada…

Jairo Hernán Ortega Ortega - M.D. Profesor Escuela de Medicina y Ciencias de la Salud. Universidad del Rosario

…que 50 años no es nada…

…que febril la mirada…, escribo lo anterior parodiando el tango Volver, de Alfredo Le Pera, y que muchos hemos escuchado en la inmortal e irremplazable voz de Carlos Gardel. Eso fue lo que hice, volver, retornar,  al alma mater…en el aula máxima, dentro de los diversos actos programados para conmemorar los 50 años de la reinstauración de los estudios médicos en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario,…con su artesonado maravilloso y la escrutadora mirada de los personajes plasmados en los óleos que están empotrados en la madera de sus paredes…escuché sobre la fundación del Colegio Mayor (1653) por Fray Cristobal de Torres…el establecimiento de la Cátedra de Medicina (1753)…Don José Celestino Mutis (1802)…el restablecimiento…Monseñor José Vicente Castro Silva…se habló de Guillermo Fergusson (1965), pero coloco falla en la lista porque no se mencionó su manifiesto: “Esquema crítico de la medicina en Colombia”…de ello ya puse al tanto a nuestro actual decano el Dr. Gustavo Quintero…

En este año de celebración de los 50 años de reinstauración del programa de Medicina en la Universidad Colegio Mayor de Ntra. Sra. del Rosario, quiero plasmar, en parte, mi testimonio del paso por sus claustros durante mi formación médica (1984 a 1989). He optado por no mencionar nombres propios, ni de condiscípulos ni de profesores, ya que con ello puedo caer en la injusticia de olvidar – de manera inconsciente - a alguno o algunos de ellos, todos importantes, pero también porque el limitado espacio permitido por le edición no alcanzaría.
 

De seguro estaba destinado a estudiar en Colegios Mayores; recibí mi formación de bachiller académico en el Colegio Mayor de San Bartolomé, de lo cual siempre resalto con orgullo el hecho de ser bartolino. La formación jesuita, o jesuítica, llenó las primeras curiosidades del conocimiento y me brindó ópticas diferentes pero en ese momento la enseñanza se aceptaba sin cuestionar. Ya en la universidad, en el Rosario, aprendí – y sigo aprendiendo - que las enseñanzas y el conocimiento se pueden cuestionar  para luego aceptar…o no.

Quizás, como a  muchos, la vocación médica se fue originando en el colegio, al ser de los que no nos temblaba la mano para crucificar con alfileres las mariposas sobre un tablero de corcho, o disecar las ranas y colocar en nuestras palmas su corazón aún batiente; o al despellejar – ya muerto – en soda cáustica la piel, músculos y grasa al conejo del cual después armaríamos en una noche de insomnio toda la armazón de su esqueleto para, con orgullo, exponerlo al día siguiente en las aulas. A todo esto hay que sumarle las influencias de los comics del Dr. Rex Morgan, las series en televisión del Dr. Kildare o de Quincy, patólogo forense, y el intrigante gabinete del Dr. Alfonso Mariño a donde nuestra madre nos llevaba cuando enfermábamos.

Pero también quienes decidimos estudiar Medicina, lo hicimos influenciados por un sentimiento de servicio. “Quien no vive para servir, no sirve para vivir”, era el lema que atizaba las brasas de nuestro juvenil espíritu. De esa manera muchos optamos por estudiar la ciencia de Galeno imbuidos en un romanticismo que aún considero válido.

Una vez jugado por la Medicina, vino el proceso de inscripciones a las diversas universidades que en la ciudad ofrecían dicho programa. Del Rosario recuerdo que acudí al Claustro (en el centro de Bogotá) a comprar el formulario, el cual era de dos páginas unidas, como en tabloide, y se podía llenar a mano, en letra imprenta, o con máquina de escribir. Retorné a entregarlo, con la mejor de las fotos, en blanco y negro, pegada con goma arábiga, y luego volví para el examen de admisión. Me impresionó subir sus escaleras de piedra muñeca y encontrar en uno de sus muros registrada la “O larga y negra partida” del sabio Caldas, escrita antes de ser fusilado por el opresor español. Tampoco olvido las viejas maderas de sus pisos, que trataba de no pisar para que no crujieran porque exhalaban un eco que retumbaba en toda la casona. Lo macondiano de esto es que, durante toda la carrera, nunca más volví al Claustro, excepto para recibir, el 14 de junio de 1989 el título de Médico y Cirujano, día en que emocionado pronuncié el Juramento Hipocrático. Y no volví más, en esos tiempos, porque todo el programa de Medicina se desarrollaba en el Hospital de San José. Aunque alguna vez, durante una de las famosas crisis de separación entre la Sociedad de Cirugía de Bogotá y la Universidad, pretendimos hacer una marcha de batas blancas, desde el Hospital hasta el Claustro por toda la Avenida Jiménez, pero no llegamos ni a la Plaza España. Creo que el “oso” se apoderó de la mayoría y se abortó la caminata.

Del proceso de admisión me quedó grabada la entrevista psicológica, hecha por un psiquiatra de crespa cabellera, con algunos pocos visos plateados y con una sonrisa franca, amable, plena y serena. Sus dientes eran tan blancos que encandilaban al reflejar la luz que se colaba por la ventana de uno de los consultorios del San José.
Pasando algunos días acudí al hospital vecino de la Plaza España a buscar los resultados…la emoción de encontrarme en la lista me apoderó y corrí a contarle a mis padres y hermanos la buena nueva. Sería médico, con el apoyo incondicional de ellos, apoyo que nunca faltó, por el contrario, sobró.

La universidad es diferente al colegio, en la universidad se debe estudiar más, mucho más. Eso fue lo primero que aprendí. Al cruzar el portalón que de la Plaza España conduce a las entrañas del Hospital de San José, se disiparon todos los temores y empezó la interacción con compañeros provenientes de diversos colegios, de diferentes regiones del país (caleños, opitas, guajiros, cuyabros, pastusos, paisas, costeños, llaneros, zipaquireños…), de variados pensamientos, creencias, colores,,. Tolerar, aceptar y respetar la diversidad dentro de la diversidad ha sido talante propio del Rosarismo; fue la segunda enseñanza.

Desde descendientes de notables dinastías médicas y quirúrgicas hasta connotados compositores de música vallenata fueron mis condiscípulos, pasando por escritores, pianistas, jugadores de polo, poetas, locos y hasta magos. Una generación notable, con la particularidad de querer ser Médicos Rosaristas y por igual, unos más otros menos – pero todos – estudiando y trasnochando y batallando para dar lo mejor de sí.

El Hospital de San José fue nuestra casa durante los cinco años de formación médica y el año de internado. Su fría arquitectura republicana, moldeada por Pietro Cantini, nos llenó de calor y sus pabellones, de estilo francés, alentaron nuestras ilusiones y alucinaciones por querer ser los mejores médicos, investigadores, cirujanos, pediatras, internistas, cardiólogos, patólogos, gastroenterólogos, dermatólogos, plásticos, ginecólogos, neurólogos, psiquiatras, oftalmólogos, radiólogos…y…ganadores del Premio Nobel de Medicina (meta que aún sigue en nuestros anhelos). Por eso muchos  afirmamos que “somos médicos de la calle 10”.

Aprendimos de nuestros mayores, en una jerarquía democrática y muy del ágora aristotélica, donde el estudiante aprende de los internos, los internos del residente, el residente de sus instructores, los instructores de sus profesores y los profesores de los maestros. Pero lo notable de esta escala, en el Rosario, es que también aprendemos en el sentido contrario.

La primiparada no faltaba; es de las famosas y tal vez aún no superada, la realizada por quienes en su momento, siendo internos, se presentaron como profesores ante los primíparos, exigiéndoles contestar un test sobre sexualidad. La tabulación de las respuestas aún se desconoce. Uno de esos internos llegó, en algún momento, a ser Decano de la Facultad; por supuesto, un excelente decano. Otra de las bromas recordadas es la de un residente de Medicina Interna que, estando de turno, optó por mezclar un poderoso laxante en la cafetera de los tintos del estar de Urgencias en el San José. Se pueden imaginar cómo transcurrió dicho turno. Hoy ese residente es un notable Cardiólogo. Aprendimos que la risa es un remedio infalible.

Una particularidad, en San José, era que desde el primer semestre podíamos deambular por todas las áreas médicas y quirúrgicas; el sólo hecho de mirar ya nos enseñaba.  En primer semestre nos metimos con varios compañeros al servicio de urgencias a ver cómo estudiantes de semestres mayores suturaban una herida; estando en esas me llamó la atención una bomba de hule en forma de pera, inflándola y desinflándola con mis manos trataba de imaginarme la función del baloncillo. De pronto escuchamos que ingresó un herido y lo instalaron precipitadamente a nuestro lado; necesitaban reanimarlo y el médico de turno solicitó un ambú, las enfermeras lo buscaban por cielo y tierra hasta que una de ellas notó que el ambú jugueteaba en mis manos y sin entender por qué, me lo arrebató. Aún no sabía que el ambú era la bolsa con máscara, vital para mantener ventilada la vía aérea, aportándole oxígeno al paciente, y yo andaba maromeando con ella.

Las actividades de acercamiento a la comunidad, en Salud Pública, como las que hacíamos en el barrio Britalia, nos ayudaron a aterrizar nuestros sentimientos sobre la labor del médico y a pensar que la atención en salud debe ser para todo el pueblo, o sea, para todos los seres humanos, independiente de su credo, raza, religión, o condición social y, agreguémosle ahora, EPS o IPS. Aprendimos a ver al paciente como un ser biopsicosocial.

Llegado el semestre de la temida Anatomía pudimos comprender el significado del legendario verso: “Hay un martirio peor que el de la fosa fría, y es tener novia y estudiar anatomía”. Enfrentar el cadáver es una de las grandes experiencias médicas, pero estudiarlo nos da un bagaje extraordinario para lo que en los semestres futuros se va a enfrentar, y para lograrlo hay que estudiar demasiado. El microscopio nos permitió conocer otro mundo extraordinario y enfrentar nuestros conocimientos contra los nervios cada vez que en el examen práctico escuchábamos la palabra “rooooten”.

Tuvimos la fortuna de contar con profesores maravillosos en fisiología o como quien en química y bioquímica era casi como una abuela que nos consentía pero de igual manera nos exigía. Era toda una experiencia sensorial escuchar una clase de parasitología de un profesor que tenía una magnífica voz de locutor y nos relataba, como en un poema, que “el enterobius vermicularis se posa en las briznas de yerba como lo hace el rocío matutino”. “Las tías”, llamadas así por lo queridas, pero exigentes también, fueron otras de nuestras profes en esos semestres.

 La cátedra de Patología nos acercó mucho más a la enfermedad, ver conservados en formol grandes tumores y especímenes que nos demostraban lo serio de la vida fue edificante al hacerlo de la mano de, prácticamente, próceres de la anatomía patológica colombiana. Uno de los profesores de esta materia es de los que más recordamos, por su cara de científico puro, su aspecto bonachón, su espíritu afable y su fabulosa colección de monstruos, productos de malformaciones de la biología y de la naturaleza humana (cíclopes, bicéfalos, amélicos, anencefálicos, siameses, hidrocefálicos, dextrocárdicos…).

Y luego vino la clínica. Era un orgullo portar nuestra reluciente y bien planchada bata blanca y en sus bolsillos el primer fonendoscopio, el primer martillo de reflejos y el primer equipo de órganos de los sentidos. A estas alturas ya nuestros bíceps se habían más que desarrollado debido a que llevábamos cinco semestres cargando los pesados libros de las materias básicas médicas. Para este semestre (quinto) coronábamos un deseo que en secreto anhelábamos desde el primer semestre, poder enhebrar en el bolsillo superior izquierdo de la bata la placa acrílica, con fondo blanco y letras negras que mostraba nuestro nombre y debajo del mismo la inscripción MEDICINA y abajo de esas letras las palabras UNIVERSIDAD DEL ROSARIO. Todo un orgullo (los médicos somos ególatras). A estas alturas la Farmacología nos permitió empezar a recetar (formulamos a todo el barrio e inyectamos a muchos familiares y amigos).

Ya con nuestra bata, nuestros instrumentos y nuestra placa podíamos ir a visitar nuestro primer paciente. La Historia Clínica es la clave en el ejercicio médico y elaborarla con presteza, diligencia y buen ánimo nos iba a permitir hacer el DIAGNOSTICO. Esa era la palabra mágica. Acertar en el diagnostico con base a la información que nos brindaba el enfermo, junto al juicioso examen físico que debíamos realizar y la correcta interpretación de los laboratorios, era el mayor motivo de satisfacción. Se inició la época de hacer turnos (aún sigo en ella). Fueron verdaderos MAESTROS los que tuvimos en las cátedras de Semiología y de Medicina Interna. Un Profesor que a través del sólo electrocardiograma podía inferir desde la edad del paciente hasta su peso y sus costumbres alimenticias y de pronto su sitio de origen y, por supuesto, la patología que lo aquejaba. Docentes que con sólo analizar la facies del paciente, o su forma de deambular, o el tono de su voz, o la temperatura en la piel de sus manos al saludarlo, podían “adivinar” los padecimientos del quejoso.

Ojo clínico puro. Nos enseñaron y aprendimos. Muchos de ellos fueron, son y serán glorias de la medicina colombiana.
Ya para el séptimo semestre vino la Pediatría, la cual cursábamos en el famoso “Lorencita Villegas de Santos”. Hospital Infantil que era una verdadera caterva de las buenas practicas médicas y ejemplo de lo que debe ser la enseñanza y la formación de connotados seguidores de Esculapio. Al Infantil llegaban médicos de todo el orbe a especializarse en Pediatría y en todas las áreas de la misma. Su servicio de Ginecoobstetricia también era de lujo. Allí recibimos instrucción de consagrados y dedicados médicos pediatras que daban ejemplo al ejercer más por pasión que por peculio. Era de mostrar, a todo nivel, su fabulosa y eficaz unidad de neonatología. Aprovecho para destacar a un Oncólogo Pediatra, de origen pastuso quien, afortunadamente, aún hoy es uno de los médicos a quien con más mística, pasión y amor le he visto ejercer la medicina. Nos sensibilizó ante los niños con cáncer. Es un verdadero Patch Adams.  Me satisface el hecho de que nuestro semestre, al paso por esa rotación, pudo apoyarlo a conseguir muchas de las causas que se propuso. Me dolió hasta las lágrimas cuando me enteré, por los medios de comunicación, que habían decretado el cierre total y permanente del Hospital Infantil Universitario Lorencita Villegas de Santos; efectos de la famosa Ley 100.

Y, al semestre siguiente, apareció la CIRUGÍA. Recordé mi vocación por disecar mariposas, ranas y conejos (además de amputarle la cola a las crías de mis Cocker Spaniel). Cirugía venía precedida de una fama para nada inmerecida. Cursábamos buena parte en el Hospital de San José y otra en el Hospital de Kennedy. Era una maravilla ver que, como por arte de magia, un paciente que llegaba gravemente enfermo se operaba y al día siguiente ya estaba curado. Eso me marcó y por ello decidí especializarme en Cirugía General (historia que queda para la segunda parte). Semestre exigente, de turnos operando hasta la madrugada y amaneciendo preparando las responsabilidades académicas. Además de enfrentarnos, de primera mano, en Kennedy, con las heridas y muertes generadas por la violencia de nuestra sociedad.

El semestre de Cirugía estaba lleno de mitos, pero no era un mito; no en vano a la oficina de Cirugía en el Hospital de San José se le conocía como el Olimpo. Lo anterior respaldado por las leyendas de las hazañas quirúrgicas de los PROFESORES. Quien lideraba el servicio de Cirugía General era, prácticamente, venerado; veneración soportada por su prestigio y por su sapiencia. Muchos de estos profes aún siguen activos, uno de ellos es admirable porque parece la inspiración de El retrato de Dorian Gray, como si Óscar Wilde se hubiera inspirado en este cirujano para escribir su famosa obra. Otro de ellos sigue siendo, de generación en generación, de cohorte a cohorte, el más admirado, recordado y aplaudido docente por su dedicación, su excelencia quirúrgica y sus enseñanzas tanto a los estudiantes de pregrado como a los de posgrado. A otro simplemente le llaman, siempre, EL MAESTRO. Pero existe uno todavía más fantástico, todo un fauno, se le considera heredero de los secretos legendarios de la Cirugía ya que su padre fue un hito e ícono de la misma, además sus otros dos hermanos completan esta dinastía. Este fabuloso cirujano se ha caracterizado por ser de vanguardia, siempre innovador, competente y, además, un verdadero líder que ha manejado y aún maneja, en medio de las tempestades, como un pirata fantasma, el barco de la Facultad para llevarlo a buen puerto. Se dice de él que no camina sino que levita. Doy fe, lo he visto levitar y lamento que muchos no lo hayan podido ver. Y es inolvidable, para mí, un cirujano de abolengo samario, formado en la Clínica Lahey, en Estados Unidos, ya que posteriormente sería mi mecenas en la Especialización de Cirugía General. En verdad CIRUGÍA es el semestre del Realismo Mágico.

En noveno la ginecoobstetricia es el fuerte. Nada comparable a asistir un parto. Ayudar a que la vida nazca es un don reservado para privilegiados, ya sean las parteras o los médicos. Es indescriptible y quienes tengan hijos y además hayan podido asistir a su nacimiento me entenderán.

Y llegó la locura. En décimo cursamos Psiquiatría. Un semestre que nos enfrenta a nosotros mismos. Por estas calendas los extrovertidos se introvierten y viceversa. Los melenudos se rapan. Los novios se separan. Los solteros resultan con hijos. Los que no han probado prueban y los que ya probaron desaprueban. Las maravillas de la mente humana y sus enigmáticos trastornos fueron demostrados y guiados por queridos profesores y profesoras que siempre nos inculcaron el valor de la verdad, el humanitarismo, la equidad y la libertad, de la que nos dijeron que era el bien más preciado para cualquier ser humano, incluso mayor que el de la salud.

Agradezco infinitamente a TODOS mis profesores, a TODOS mis condiscípulos, a TODOS mis pacientes y a mis padres y hermanos por haberme ayudado a ser Médico Rosarista. Hoy no me arrepiento de serlo y mucho menos de ser Cirujano, pero eso de la Cirugía es tema para otra historia.

Y termino como empecé, parodiando el tango Volver: “…Sentir / que es un soplo la vida / que `cincuenta` años no es nada / que febril la mirada / errante en las sombras / te busca y te nombra…”

¡Felices 50 años Facultad de Medicina del Rosario!