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El Arte de la Verdadera Política

Tomás Molina

El Arte de la Verdadera Política

La mayoría de la gente concuerda en cuáles son los fines de la política moderna, aunque no concuerde en los medios para alcanzar dichos fines. Todo el mundo opina, por ejemplo, que la política debería servir para que los ciudadanos sean más prósperos y seguros. El desacuerdo casi siempre está en los medios: unos opinan que el Estado debería intervenir mucho en lo económico y social; otros opinan que no tanto; otros opinan que nada. Pero en fin: todos opinan que los gobiernos tienen una responsabilidad económica y social, así sea la responsabilidad de no intervenir en la vida de los ciudadanos.

Por lo anterior, la gente juzga los gobiernos dependiendo de qué tanta prosperidad hayan dejado tras de sí, qué tan seguros se sientan los habitantes, qué tan fuerte es el tejido social, etc. Sin embargo, los criterios anteriores son insuficientes, por lo menos desde una perspectiva filosófica. La política verdadera no debe simplemente mejorar las condiciones materiales de la gente, sino que también debe mejorar las almas de los ciudadanos. En otras palabras, la política también debe estar comprometida con la virtud.

Lo anterior no es un llamado al totalitarismo. No abogo aquí por un Estado que controle los movimientos y pensamientos de los ciudadanos con minucioso detalle. Pero sí creo que la política ha servido y puede servir para mejorar el alma de las personas. (Con alma no me refiero exclusivamente al concepto griego o cristiano. Incluso en el sentido de Foucault la política sirve para transformar el yo y sus comportamientos). Es más: la política, incluso si el estadista no lo sabe, tiene un efecto siempre sobre el alma de las personas. Hasta el político más libertario de algún modo también transforma el alma de los ciudadanos, porque la libertad transforma al yo, cambia sus costumbres y le da una estructura diferente.

Nuestra época es relativista y no cree en el bien. Muchos liberales piensan, por ejemplo, que no pueden imponerle ningún valor a nadie porque no saben qué es lo conveniente para los demás. No obstante, eso es absolutamente falso. Los liberales creen, por lo menos, que la libertad es conveniente para los individuos. Yo creo que, además, el bien y la justicia son convenientes; y creo también que ninguna de las dos cosas es tan relativa como parece. Por ejemplo, ninguna persona prudente preferiría vivir en una sociedad injusta pudiendo vivir en una justa, i.e., en una donde los ciudadanos cumplen su deber y las cosas funcionan bien. Seguramente hay gente que quiere hacer injusticias, pero no hay nadie que quiera sufrir injusticias. Eso, desde luego, no es tan relativo. Por tanto, puesto que nadie quiere sufrir injusticias, lo más lógico es que la política apunte a que los ciudadanos actúen de manera justa. El problema es cómo lograrlo.

En su diálogo Gorgias, Platón muestra que Sócrates quiere persuadir a la gente de que escoja la vida buena, la vida justa. Sócrates les dice a sus interlocutores que sin la virtud es imposible que los bienes como el dinero o las magistraturas nos hagan bien. Una persona imprudente con dinero es como un loco con un puñal: lejos de ser poderosa, terminará haciéndose daño a sí misma y a los demás. Una persona injusta con una magistratura se hará daño a sí misma y les hará daño a los demás, puesto que no cumplirá con su deber. Por tanto, antes de recibir bienes, es preciso ser virtuosos.

Pero Platón también nos muestra que Sócrates muy a menudo falla en su propósito de convencer a los demás. Esto se dramatiza en el diálogo: Gorgias se siente incómodo con los argumentos de Sócrates; Polo es incrédulo; Calícles se sale de quicio y quiere irse a otra parte. Ni el mismísimo Sócrates era capaz de convencer a la mayoría de sus interlocutores de llevar una vida correcta.

Platón también señala las razones por las que Sócrates falla en convencer a los demás. La gente suele confundir el placer con el bien y suele preferir lo inmediatamente placentero a lo realmente bueno. Y lo que dice Sócrates no es placentero para sus interlocutores; por tanto, Sócrates no logra convencerlos. Además, sus interlocutores muchas veces se niegan a escucharlo de verdad y así es obviamente imposible que los convenza de algo. Pero si Sócrates no logra mejorar la vida de los sofistas, ¿qué esperanza nos queda a nosotros? Si la gente prefiere lo placentero a lo auténticamente bueno, entonces el político adulador convencerá a mucha gente; por otra parte, el político virtuoso convencerá a pocos.

La retórica que convence a las masas no es el fuerte de Sócrates. Pero cualquiera que desee mejorar las almas de sus ciudadanos debe convencerlos de que, en efecto, sus medidas mejorarán sus vidas. En otras palabras, los doctores y los políticos necesitan que los pacientes cooperen, aunque al principio haya resultados poco auspiciosos. Solo que, a diferencia del médico, el político debe convencer a muchos. Y a diferencia de Sócrates, no puede ir persona por persona, refutando sus opiniones incorrectas.

El problema es grave, porque el político adulador les da a los ciudadanos lo que quieren, pero no necesariamente lo que es bueno para ellos. Un caso clásico es el de la Atenas de Pericles. Como cuenta Platón, aunque ésta multiplicó la prosperidad de los atenienses, los ciudadanos terminaron volviéndose corruptos y ambiciosos ya que Pericles no acompañó la nueva prosperidad con un aumento en la virtud. De tal manera, el imperio se volvió cada vez más corrupto y arrogante. Tanto, que le pagó a Pericles su generosidad imponiéndole multas onerosas y humillándolo. Adular a las personas dándoles todo lo que quieren usualmente termina haciéndole daño tanto al político como a la gente.

Pero a estas alturas el lector seguramente está pensando que aquí estoy formulando una utopía: difícilmente todos los ciudadanos se volverán más moderados y justos, y mucho menos gracias a la acción de un político. Y el lector tiene razón, hasta cierto punto. Sería ingenuo pensar que las personas se comportarán siempre de manera virtuosa gracias a la acción política. Empero, cualquiera que haya viajado sabrá que en ciertos países la gente es más justa y moderada que en otros. Por tanto, transformar a los seres humanos sí es posible. Los vicios no se pueden erradicar por completo, pero sí se pueden moderar. Foucault lo sabía muy bien: el poder también es productivo, en la medida en la que produce almas con ciertas características.

Además, los bogotanos tenemos un ejemplo de lo anterior. El gobierno de Mockus, pese a sus múltiples problemas, logró que las personas se comportaran de mejor manera en los espacios públicos. De algún modo, por tanto, logró que se volvieran más prudentes, justas y moderadas. Por lo menos en eso, Mockus logró una acción política virtuosa: mejorar las almas de los ciudadanos. No obstante, dicho mejoramiento exige años de trabajo. Las almas son plásticas, pero duras de transformar. Requieren de la acción constante de expertas manos artesanas, porque siempre quieren volver a su forma inicial.

Empero, quizá haya otra respuesta, aunque en un lugar nada obvio: Adam Smith. En efecto, es poco obvio porque los seguidores contemporáneos del filósofo escocés casi nunca quieren que el gobierno intervenga en la vida moral de las personas, y casi nunca piensan en el mejoramiento moral de la comunidad política. No obstante, una lectura platónica nos diría que el gobierno liberal tiene un rol importantísimo en la vida moral de la comunidad. Me explicaré.

Adam Smith cree que el sistema de libre mercado no es solo aquel que promueve la mayor creación de riqueza, sino que también es un sistema que obliga al desarrollo moral de todos los individuos. Es decir, en términos platónicos Smith cree que el libre mercado obliga a que los individuos mejoren su alma. Por motivos de espacio, me limitaré a un solo ejemplo.

Adam Smith creía que en las economías libres los salarios crecían y las utilidades de las empresas disminuían. La razón es sencilla: las economías libres aumentan la riqueza y la productividad, lo que deriva en mejores salarios; empero, como las empresas deben bajar los precios de sus productos para ser más competitivas, su margen de ganancia se ve disminuido.

Dicha situación le parecía a Smith moralmente óptima, porque los altos salarios reducen la pobreza y aumentan virtudes de los trabajadores como la disciplina, la productividad y la rectitud moral. Por otro lado, las bajas utilidades son buenas para los capitalistas, por lo menos en términos morales, porque para sobrevivir en el mercado se ven obligados a desarrollar las virtudes del orden, la armonía, la atención y la probidad.

En cambio, cuando las utilidades son muy altas, como en el mercantilismo, los capitalistas se vuelven arrogantes, frívolos e indolentes. En efecto, al no tener que desarrollar virtudes para sobrevivir en el mercado, los mercantilistas solo desarrollan vicios. Como Smith mismo lo dice: "The high rate of profit seems everywhere to destroy that parsimony which in other circumstances is natural to the character of the merchant". Los vicios del mercantilismo también tienen otro efecto moral grave: impiden a los empresarios ponerse en los zapatos del otro. Es decir, impide que tengan simpatía por sus trabajadores y les paguen y traten mejor.

Pero los mercados libres no aparecen mágicamente. El gobierno debe renunciar a darle monopolios a las empresas, debe renunciar a intervenir demasiado en la vida económica y debe dedicarse a establecer reglas fijas. En otras palabras, el político virtuoso tiene el deber de mejorar moralmente a los ciudadanos, aunque sea mediante la creación de un sistema de libre mercado. En efecto, el político debe diseñar las instituciones libres que permiten y obligan al mejoramiento moral de los ciudadanos. Ese sería el rol moral que el gobierno debe cumplir. Y de ese modo la política liberal sería verdadera, i.e., se preocuparía también por las almas de los ciudadanos.

Por otra parte, el político adulador sería el que promete lo más placentero pero no lo realmente bueno: el mercantilismo. En efecto, de acuerdo a Smith el mercantilismo es más placentero para los capitalistas porque mejora las utilidades de las empresas y aumenta su influencia dentro de la sociedad. No obstante, el mercantilismo vuelve a los empresarios perezosos e indolentes y a los trabajadores los condena a la pobreza e improductividad. Por lo tanto, para todos los individuos el mercantilismo tiene efectos morales negativos. Y sería contra eso que una política liberal virtuosa debería luchar.

No todo, en efecto, es crecimiento del PIB. Es más: el crecimiento económico nos puede hacer daño si no va acompañado de virtudes como la disciplina y la prudencia. La paz, si es que algún día llega, no es sostenible si las almas colombianas no son más prudentes. La justicia estatal nunca será eficiente hasta que los ciudadanos mismos, incluyendo a los jueces, sean más justos, i.e., hasta que cumplan su deber bien cumplido. La virtud, pues, es necesaria para la vida civilizada en la polis.

Calvino encontró una Ginebra de borrachos, perezosos y libertinos. Después de Calvino, se volvió una ciudad disciplinada y sobria.

Ginebra se salvó. Quizá para nosotros no todo está perdido.