Pasar al contenido principal

Druzia

Sebastian Cote Pabón

Druzia

Hay en el Oriente Medio levantino una comunidad religiosa cuyos creyentes se autodenominan muwahhidun (“los que proclaman la unidad de Dios”). Mejor conocidos como “drusos”, esta comunidad cuenta con poco más de un millón de almas, repartidas en algunas regiones de Siria, el Líbano, Israel y Jordania. Uno de los primeros testimonios de la existencia del pueblo druso se debe a Benjamín de Tudela, en la segunda mitad del siglo XII. Efectivamente, en uno de sus periplos por el Oriente Medio, y con cierto atisbo de sorpresa, el viajero español observó que la mayoría de los Darazyan habitaba en las montañas. Aún hoy el grueso de la población drusa vive relativamente aislado en las zonas montañosas de la Alta Galilea, la meseta del Golán, la Montaña de los Árabes (llamada también Jabal al Duruz, la Montaña de los Drusos), la cordillera del Antilíbano y la región del Monte Líbano. Esto se debe a que, en su calidad de minoría, las relaciones de los drusos con su entorno han sido a menudo hostiles y problemáticas. Igualmente, vivir en las montañas le ha garantizado a esta comunidad la celosa custodia de los secretos de su fe.

Como el nacimiento de cualquier otra religión, el origen de los drusos está oscurecido por el misterio. En una época especialmente pródiga en mesianismos, el joven al-Hakim, sexto califa de la dinastía egipcia Fatimí, fue proclamado, en 1017, Mahdi del Islam chiita septimano. Los detalles de la historia de los septimanos poco interesan ahora. Basta con decir que algunos vieron en este personaje al Mesías, a la última revelación humana de Dios. En 1021, para desconcierto de muchos, al-Hakim desaparece, sin dejar rastro alguno, y sus propagandistas comienzan a difundir la idea de que aquel ocultamiento es una prueba de fidelidad a sus adeptos. El hecho es que el joven califa se esfumó para siempre, pero sus seguidores siguen creyendo que regresará. La historia bautizó a este puñado de individuos con el nombre de drusos, quienes desde ese entonces y hasta el día de hoy han llevado a cuestas el calificativo de apóstatas (murtaddun). En efecto, la ortodoxia musulmana rechazó con vehemencia la nueva “secta”, en parte por las excentricidades y los excesos del califa Fatimí. Vale la pena mencionar, entre otras cosas, que al-Hakim ordenó la destrucción del Santo Sepulcro (1009), quemó los rollos de la sinagoga de Jerusalén y obligó a los musulmanes a pronunciar su nombre en lugar del nombre de Dios, durante el rezo del viernes. De la misma manera, resulta un tanto peculiar lo que, en palabras de Shlomo Goitein, fue la “repulsiva” prohibición del consumo de mulukhiya (planta de la familia de las malváceas, muy apetecida aún en las cocinas del Oriente Medio), pues al-Hakim creía que dicha hierba aumentaba el deseo sexual y eso podía ser especialmente problemático. Lo cómico del asunto es que, cuando se le pregunta por este curioso episodio a un druso que no es religioso y que no está muy al tanto de la historia, la respuesta más frecuente es que al-Hakim se fue de bruces, tras resbalarse con la mulukhiya, y en un ataque de rabia la proscribió.

En términos muy generales, los drusos están divididos en dos grupos: religiosos o sabios (uqqal), y simples o ignorantes (juhhal). Los primeros no superan el 10% de la población y son fácilmente reconocibles por su atuendo: bigotes poblados, cabezas rasuradas y pantalones bombachos (llamados shirwal, al parecer una herencia otomana) son características de la apariencia masculina. Hombres y mujeres visten trajes de un azul muy oscuro y llevan sobre sus cabezas un velo (naqab, en el caso de las mujeres) o un gorro mediano (reemplazado en determinadas ceremonias por un turbante), de color blanco. Los drusos creen que la cabeza es la morada del alma y que debe cubrirse de blanco, con el fin de resguardar el espíritu y preservar su pureza.

Otro de los relatos consignados por Benjamín de Tudela en su Libro de viajes (Sefer masaot) está relacionado justamente con la idea que del alma tienen los drusos y de cómo esta reencarna en un neonato, en el preciso momento en que abandona un cuerpo inánime. En efecto, la creencia en la transmigración de las almas constituye uno de los pilares de la teología drusa. El cuerpo es solo una “cáscara” insignificante y la muerte no representa, en modo alguno, un suceso trágico. Por eso los drusos no tienen cementerios y llevar luto está prohibido. Los cadáveres no son sino andrajos que se entierran en fosas comunes y nadie sabe exactamente en qué lugar fueron sepultados sus seres queridos. Esta noción de la eternidad del alma ha sido completamente asimilada por religiosos y simples, al punto de que el pueblo druso es ya muy célebre por su arrojo y valentía, rayana en la temeridad.

Todo druso puede convertirse en religioso, siempre y cuando supere una serie de pruebas. Vale la pena decir que no existe ninguna jerarquía clerical y que hay una mayor proporción de mujeres uqqal componiendo ese exclusivo 10%. Solamente los sabios (y sabias) tienen acceso a las Escrituras Sagradas de su religión (los denominados Libros de la Sabiduría -kutub al-hikma-, una compilación reunida en seis tomos de las epístolas redactadas por dos de los más reconocidos propagandistas de al-Hakim). No obstante, Ignaz Goldziher, prestigioso académico del Islam, aclaró que las doctrinas de esta “secta” no son del todo secretas, ya que varios de sus manuscritos se encuentran en colecciones públicas occidentales. En todo caso, un druso religioso podría aducir que, si bien los mencionados textos son relativamente conocidos, únicamente los uqqal son capaces de hacer las correspondientes interpretaciones alegóricas para retirar el velo de los símbolos externos (zahir), y así adentrarse en el contenido esotérico de las escrituras (batin).

No existe el proselitismo entre los hijos de al-Hakim y es imposible convertirse a su fe. Se requiere que tanto el padre como la madre sean drusos para que los hijos hereden la religión. Por eso, los matrimonios con personas vinculadas a otro credo están prohibidos y son considerados un descarrío, un paso hacia afuera de la comunidad. No existe tampoco ninguna ideología nacionalista, ni el deseo de construir un Estado independiente. El concepto de “Druzia” es impensable y solo sirve de título para este artículo.  

En los pueblos de la Alta Galilea, que huelen a café con cardamomo (el olor del Oriente Medio), no es extraño ver a sus habitantes beber mate. Esto se debe a que hay algunas comunidades menores de drusos en Argentina que han traído el mate a sus hogares. De ahí el apoyo de muchos drusos a la albiceleste, en los Mundiales y en la Copa América. En la Baja Galilea, muy cerca del monte de los Cuernos de Hattin (donde Saladino doblegó al ejército cruzado, en 1187), se encuentra uno de los sitios sagrados más importantes para los drusos: Nabi Shueyb, la tumba de Jetró. Jetró, suegro de Moisés e identificado con el Shueyb del Corán, es una de las figuras centrales en la religión de los drusos, por lo que fue su abierta oposición a la idolatría. Musulmanes y drusos consideran a Shueyb un profeta, y su tumba es un lugar de peregrinación para los últimos.                 

Es importante el papel que los drusos desempeñan en la guerra civil siria, en las tensiones que siempre hay en el Líbano y en el conflicto árabe-israelí. En Israel, por ejemplo, todo varón druso está obligado a prestar tres años de servicio militar, como cualquier otro ciudadano judío (exceptuando los miembros de grupos ortodoxos). Esta circunstancia ha puesto en una posición bastante incómoda a un pueblo que es eminentemente árabe y que, precisamente por estar entre la espada y la pared (o entre el martillo y el yunque, como suele decirse en estas latitudes), tiene con frecuencia problemas con sus vecinos musulmanes y cristianos. A pesar del papel de los drusos, muchos internacionalistas casi nunca los mencionan en sus análisis sobre el Oriente Medio. En efecto, valdría la pena estudiar un poco más las dinámicas de este pueblo.