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Donald Trump o el triunfo del espectáculo

Tomás Felipe Molina

Donald Trump o el triunfo del espectáculo

De repente, todo está lleno de gente”, decía Canetti en ‘Masa y poder’. Lo mismo anotaba famosamente Ortega y Gasset en ‘La rebelión de las masas’: “Las ciudades están llenas de gente. Las casas, llenas de inquilinos. Los hoteles, llenos de huéspedes. Los trenes, llenos de viajeros. Los cafés, llenos de consumidores. Los paseos, llenos de transeúntes. Las salas de los médicos famosos, llenas de enfermos. Los espectáculos, como no sean muy extemporáneos, llenos de espectadores. Las playas, llenas de bañistas. Lo que antes no solía ser problema empieza a serlo casi de continuo: encontrar sitio. Nada más. ¿Cabe hecho más simple, más notorio, más constante, en la vida actual?”.

Valdría la pena añadir hoy en día que no solo las ciudades están llenas de gente, sino que la política está llena de gente. Por todas partes las masas participan como público de los dramas políticos de nuestra época. Antaño, las masas solo tenían una visión vaga y lejana de las conspiraciones palaciegas y los escándalos de los poderosos. No había medios que les permitieran contemplarlos directamente. Solo reuniéndose y enfrentando a los hombres con poder en carne y hueso, podía la masa contemplar y participar de la política. Hoy, en cambio, hay una relación espectacular entre la masa y el poder: la masa observa a los poderosos como si de una película se tratara, como si de un circo entretenido estuviéramos hablando.

Veamos este cambio con más detalle. La característica más notable de la masa clásica era su presencia física: allí estaba la masa, con sus miserables, sus desarraigados, sus ambiciosos, sus agitadores. Obreros cansados, campesinos endurecidos por el azadón, jóvenes ambiciosos: todos tenían una presencia material allí en la protesta. Buscaban mejores salarios, reconocimiento social, una vida mejor, o simplemente aprovecharse de la situación. En cualquier caso, no había masa sin gente reunida.

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Pero las masas actuales o posmodernas, a diferencia de las clásicas, no necesariamente se congregan físicamente en un lugar. Para ser parte de una masa basta la sola virtualidad de la masa: por ejemplo, que uno se identifique con un candidato poniendo un sticker en su automóvil;  que le dé retuit a cierto político, dejando en claro que uno pertenece a su masa de seguidores; o que uno mire el debate presidencial en un canal cualquiera. Así lo pone Sloterdijk: “Las masas actuales han dejado de ser masas capaces de reunirse en tumultos; han entrado en un régimen en el que su propiedad de masa ya no se expresa de manera adecuada en la asamblea física, sino en la participación en programas relacionados con medios de comunicación masivos”.

Pero la atomización de la masa no es mero fenómeno ontológico. Como consecuencia de su dispersión, las masas actuales de los países desarrollados no solamente carecen de presencia física, sino que tampoco son capaces de formular grandes propósitos políticos. Lo que buscan las masas estadounidenses es ponerse sus gafas 3-D para ver el espectáculo de la política. Las masas actuales no se presentan en Versalles pidiendo la cabeza de la reina, sino que hacen presencia como meros espectadores mediante las cookies de sus navegadores y el contador de visitas en Youtube.


Gracias a los medios de comunicación posmodernos la política se convierte en un reality show donde las injusticias, los problemas económicos y las emergencias ambientales no son más que el combustible del espectáculo, pero no el problema que debe ser pensado. La finalidad del espectáculo es la continuación del espectáculo mismo. Es más: no es solo que la política se vuelva un espectáculo; es que los programas de televisión se convierten en plataformas políticas espectaculares. El caso de la aparición de Hillary Clinton en un programa de comedia estadounidense (Broad City) es solo uno de tantos casos.

Precisamente por la característica espectacular de la política posmoderna, los líderes actuales no tienen que ser cultos ni sensibles. Como son personajes de un reality show, les basta con ser vulgares y vociferadores; les basta con decir boberías que adulan a la masa y crean entretenimiento. Por ejemplo, decirle a la masa que su líder la volverá grande de nuevo (aunque aquello no sea más que una consigna vacua) es una forma de adularla y de darle un espectáculo emocionante. O decir que los demás candidatos tienen “baja energía” es una forma de subir el rating y de convencer al público que elimine a los demás participantes por medio de un SMS.

Si Donald Trump logra liderar una masa de hombres posmoderna no es porque tenga las aptitudes excepcionales propias de un rey filósofo, sino porque es una persona grosera y trivial que logra dar un vulgar espectáculo. Eso no quiere decir que no sea inteligente. Probablemente lo es, pero incluso dentro de las inteligencias la cantidad no necesariamente implica las mejores cualidades: una persona puede ser más inteligente que otra y aun así superarla en grosería y trivialidad. De hecho, Trump de algún modo lo intuye y se aprovecha de ello: es desvergonzadamente vulgar y grosero porque sabe que eso aumenta su rating entre las masas posmodernas.

Aquellos que se sorprenden por el surgimiento de Trump no han entendido precisamente la característica espectacular de la política posmoderna. Trump, como Chávez y tantos otros, en cambio, lo ha visto de manera muy clara. Los debates no se ganan como antaño, proponiendo lo más racional y sensato, o apropiándose de los valores y aspiraciones de su electorado, sino haciendo grandes gestos vulgares y entretenidos pero finalmente fantasiosos, ligados a los problemas reales solo de manera débil y vaga.

 

De hecho, la política posmoderna ha borrado todas las barreras entre lo real y lo simulado, entre el discurso auténtico y la manipulación mediática, entre la liberación y el sometimiento. La campaña política actual no es más que un espectáculo donde las fronteras reales entre el problema auténtico y el imaginado se disuelven. El referente normal del discurso político (i.e., lo Real) ha desaparecido. El discurso se ha vuelto circular: lo que Trump dice es real porque los medios lo transmiten y las masas lo adoptan como real; pero Trump lo ha adoptado como real precisamente porque las masas ya lo habían adoptado. No hay un origen discernible de lo real; solo hay un círculo de simulacros, de espejos que se reflejan mutuamente y constituyen un universo pseudopolítico. Ya no se trata tanto de la lucha por el poder, como de la lucha porque el espectáculo siga siendo entretenido.

Empero, dentro de nuestra vida dedicada a observar el espectáculo se puede filtrar lo Real. El hambre, el frío y la muerte son bastante reales cuando no son simples imágenes en el televisor. Aun así sigue siendo difícil que el público idiotizado por el entretenimiento pueda palpar lo real en la política y no solamente el espectáculo. Las imágenes de las guerras lejanas parecen una película de acción transmitida en vivo. Las imágenes de políticos corruptos siendo enjuiciados crean un espectáculo televisivo y la problemática moral que despiertan no deja de ser un mero espectáculo para las masas que gritan ¡entretenedme!

El espectáculo mismo ha fagocitado lo real.