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Una prueba de fuego para la democracia en Brasil

Mauricio Jaramillo Jassir

Una prueba de fuego para la democracia en Brasil

Las últimas semanas han sido cruciales para Dilma Rousseff, que sigue enfrentando la posibilidad de una salida abrupta, antes del fin de su mandato proyecto inicialmente hasta 2018, pero que parece cada vez más cerca de su fin.  Una de las razones que mantenían a flote el gobierno del PT, consistía precisamente en al apoyo incondicional que la había dado una de las figuras más importante de la política de ese país, Luis Inacio da Silva. Sin embargo, algunas decisiones de la justicia como la detención preventiva del ex presidente y aliado de la actual mandataria, hacen pensar de nuevo en una agudización de la crisis y en una nueva caída de su popularidad.


A esto se suma la posibilidad constante de que el Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB) abandone  al Partido de los Trabajadores, y con ello la gobernabilidad de Rousseff se termine de desplomar y no tengan margen alguno para adelantar alguna política pública. Para la eventual salida de la presidenta se habla de una destitución por la vía de un juicio político (impeachment), lo cual significaría un largo proceso  que debilitaría aún más las instituciones en Brasil. El otro camino es su renuncia que ha sido descartado por la mandataria en varias oportunidades, aludiendo a que se trata de un golpe de estado maquillado en la formalidad democrática.


La historia de la joven democracia brasileña, instalada entre 1985 y 1988 comenzó con el escándalo de corrupción que condujo a la salida en 1992 de Fernando Collo de Mello, recién se estrenaba el sistema en el país. En ese momento, su auguraban pocas probabilidades de éxito ante la caída de ese presidente y las falencias que la misma desnudaba en cuanto a un régimen que dejaba a tras el lastre de los gobiernos militares que se mantuvieron entre 1964 y 1985. Es decir, Brasil como otros Estados de América del Sur, entre los que no figuran ni Colombia ni Venezuela, hicieron parte de lo que Samuel Huntington denominó la Tercera Ola de Democratización, que fue ese movimiento de establecimiento de la democracia liberal que fue dejando a su paso los regímenes autoritarios civiles y militares. A esos regímenes instalados desde finales de los 70 y a lo largo de los 80 se les conoce como democracias jóvenes.

 

Desde la caída de Collor de Mello, y con el reemplazo de Itamar Franco la política de Brasil ha estado fuertemente influida por la izquierda mantenida en el poder bajo la forma de varios acentos. En la década de los noventa, Fernando Henrique Cardoso del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB actual opositor) gestionó con moderación la política económica, desilusionando a quienes lo conocían por su trayectoria como ministro de economía de Franco, pues pensaban que como presidente haría prueba de mayores niveles de sensibilidad por el progresismo. No obstante, una vez en el poder Cardoso privilegio la moderación y el pragmatismo a la ideología.


Brasil, en ese entonces, enfrentaba la adjudicación de la etiqueta como uno de los Estados más desiguales del mundo con niveles de concentración en el ingreso deplorables y que mostraban pasivos de su proceso democratizador.  Con la llegada de Lula, ese panorama cambió. Entre 2003 y 2008, más de 40 millones de brasileños salieron de la pobreza y Brasil descendió varias posiciones en la deshonrosa lista de países más desiguales del mundo.  


Esos avances el valieron a Luis Inacio da Silva el reconocimiento de los brasileños y al final de su segundo mandato contaba con una probación del 47%, algo inusual luego de dos períodos de gobierno, tras un desgaste natural propio del ejercicio de la administración pública. Su popularidad contagió a Dilma Rousseff, primera mujer en convertirse en presidente y quien durante su primer año de gestión pudo mantener niveles de popularidad y gobernabilidad como para llegar a su segundo mandato y cuarto del PT en coalición. Lo problemas para Rousseff, empezaron con la perdida de espacios en el legislativo y especialmente a raíz de la disputa con el presidente de la Cámara de los Diputados, Eduardo Cunha, uno de los que más ha insistido en el juicio político contra la presidenta.

 

En Brasil la necesidad de gobernar bajo el esquema de coalición es notable. Timothy Power de la Universidad de Oxford y experto en la política brasileña diseño el índice de necesidad coalicional que evalúa el grado de dependencia de un gobierno en las coaliciones de partidos para gobernar. Power aseguraba en 2009, que Brasil era el país de la zona con mayor necesidad para establecer coaliciones de partidos. Esto explica parcialmente las dificultades que enfrenta la presidente brasileña más allá de las acusaciones de corrupción en su entorno inmediato.


De esta forma, se puede ver una multiplicidad de partidos, y una fragmentación política que complejizan el ejercicio del gobierno. En épocas de crisis, esa polarización cobra efectos sobre la estabilidad, y de nuevo surge el debate de la efectividad de los regímenes presidencialistas para gestionar las crisis dentro de un marco legal constitucional. Dilma Rousseff acusa una conspiración para terminar con cuatro mandatos de progresismo, mientras que sus opositores que han llenado las calles con hasta 3 millones de personas, creen estar frente a una oportunidad única de generar un cambio.

Al margen de quien tenga la razón en este debate, Brasil experimentará un cambio o en los próximos meses si se concreta la salida de Rousseff, o en las elecciones de 2018, donde le será muy difícil al PT de nuevo acceder al poder, tal como Lula anunció que era su intención. Con esto Brasil confirma que no sólo la izquierda y el PT atraviesan por una crisis, se trata de una puesta en entredicho del modelo de desarrollo progresista, que por años mostró niveles de efectividad.