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“Un día me dedicaré a la política y haré estas cosas yo misma”. Malala Yousafzai

Lorena Castañeda Peña

“Un día me dedicaré a la política y haré estas cosas yo misma”. Malala Yousafzai

Después de leer Yo soy Malala (la autobiografía de Malala Yousafzai, escrita por la periodista Christina Lamp) sigo sin entender por qué en nuestro país el asunto de una niñez feliz y una educación para todos es tan complicado.

Un día me dedicaré a la política y haré estas cosas yo misma”, dice Malala Yousafzai en su libro, luego de narrar cómo los políticos de su país, a pesar de percatarse de las necesidades de las niñas en su territorio, simplemente se dedican a realizar otros intereses que tal vez les resultan más provechosos, económicamente hablando.

El discurso de esta niña, de apenas diecisiete años y que ya es Nobel de Paz, resulta ser tan fascinante como increíble. Tal vez sus raíces la moldearon de tal manera que no las puede negar. Su padre, Ziauddin Yousafzai, o como ella lo llama “Aba”, es un hombre incansable por la lucha de la educación de las niñas del valle del río Swat y le ha enseñado que, a pesar de las dificultades, persistir es la única manera de lograr lo que muchos creen imposible.

De todos los capítulos, quizá hay uno con el cual logré identificarme más. Se llama “Los niños de la montaña de basura” y allí Malala narra, a manera de anécdota, su encuentro con una niña de la calle que clasificaba basura, mientras ella la miraba aterrada. A su alrededor también había niños intentando encontrar metales para luego cambiarlos por algunas rupias (moneda nacional). Es una escena que a muchos nos parte el corazón y, a su vez, logra cuestionarnos sobre la clase de planeta que estamos dejando a las generaciones venideras. En Colombia, ese episodio se repite todos los días y aquí, la mayoría de las veces, pasa inadvertido.

En el país de Malala Yousafzai, niños y adultos mueren por una guerra a causa de una imposición religiosa, pues sus feligreses más piadosos, se encargan de mantener las tradiciones arcaicas, así tengan que usar la violencia como método coercitivo y así estén mandadas a recoger. En nuestro país los niños, en su mayoría, no mueren por fanatismo religioso o, al menos por ahora, no se ha registrado en los medios de comunicación. Aquí los niños mueren a manos de sus padres, por el conflicto armado interno, por la corrupción que se roba el agua y la comida, y por el cruel olvido de la sociedad.

Obligar a creer en un dios determinado, a través de la violencia, es la torpeza que ha generado que, en un país como Pakistán, las niñas sean privadas del mundo de las letras y la educación (hoy en día, en ese país solo se les permite estudiar hasta quinto grado; los demás cursos se hacen en escuelas clandestinas). En Colombia vivimos capítulos similares, solo que aquí la torpeza proviene del Estado, que ha sido incapaz de implementar un sistema educativo que ofrezca calidad a todos sus estudiantes, sin importar la clase social y económica a la que pertenezcan.

La Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, Unesco, fijó, en 2000, seis objetivos para lograr establecer en los gobiernos de cada país una “Educación para Todos”. Los objetivos son: atención y educación de la primera infancia, enseñanza primaria universal, aprendizaje de jóvenes y adultos, alfabetización e igualdad entre los sexos, y calidad. Quince años después, los resultados no son lo suficientemente alentadores.

Según el informe de seguimiento de la EPT (Educación para Todos) en el mundo, solo un tercio de los países lograron todas las metas mencionadas anteriormente, 50% de los países lograron matrícula universal en primaria y los niños pobres tienen cinco veces más probabilidades que los ricos de abandonar los estudios primarios[1].

¿Cómo va Colombia en la consecución de los seis objetivos planteados por Unesco? A decir verdad, no muy bien. En el más reciente informe realizado por el Ministerio de Educación Nacional, en 2014, el gobierno reconoce lo siguiente:

Colombia se halla en una posición intermedia con respecto a la consecución de los objetivos de la EPT. Progresa regularmente hacia el logro de la enseñanza primaria universal (EPU) y de la alfabetización de los adultos así como en el aumento de la cobertura de la educación secundaria y terciaria, pero necesita mejorar la calidad de la educación y acabar con algunas disparidades que se dan en detrimento de algunas áreas geográficas. Si bien ya cumplió el objetivo de paridad de género, avanza hacia la disminución de las brechas entre zonas urbanas y rurales y entre condiciones socioeconómicas y de vulnerabilidad de la población[2].

La parte resaltada es, a mi juicio, el punto de quiebre de nuestro sistema educativo y también de nuestro orden público. La educación rural ha sido el fracaso de gobierno tras gobierno que, en su afán por priorizar el presupuesto para la guerra, descuidó el verdadero futuro del país, la educación en las zonas campesinas.

De acuerdo con un artículo del diario El Tiempo y en palabras de Bernardo Jaramillo, subdirector de Producción y Circulación del Libro de Cerlalc, “Colombia se ha destacado en América Latina por una fuerte política dedicada a fortalecer el sistema de bibliotecas públicas y las cifras lo están demostrando[3]. En la nota periodística, se afirma que Colombia construye cerca de cuatro bibliotecas públicas por mes, lo que indica que al año se construyen 48 centros de lectura en todo el país. ¿Cuántas bibliotecas públicas se construyen en sectores rurales? Pues, según el mismo artículo, 3% es la cifra de bibliotecas públicas construidas en parajes alejados. ¡Cuál es el avance, entonces! A mi modo de ver, ninguno.

El Estado ignora que, para una educación para todos, y en especial en las zonas rurales del país, se necesitan libros con los cuales los profesores puedan enseñar a leer y a escribir; instrumentos para aprender sobre música, elementos deportivos para que las canchas de fútbol y baloncesto puedan usarse y materiales para hacer del arte una clase verdadera. El Estado cree que con 3% estamos llegando a ser un país bandera en sistemas de educación pública. Lamento decepcionarlos, lectores: Colombia está muy lejos de esa meta.

No hace falta saber las cifras que expone el Centro Regional para el Fomento del Libro en América Latina y el Caribe (Cerlalc), pues al visitar las escuelas campesinas se evidencia que la presencia del Estado en estos lugares del país es casi nula o, lo que es peor, los recursos enviados a dichas escuelas no corresponden a las necesidades de los docentes y de los estudiantes. Mucho máe difícil es encontrar un centro de lectura y pensamiento que sirva tanto a los alumnos como a la comunidad.

Quizá Malala Yousafzai no imagina la precaria situación en que la mayoría de los niños del campo colombiano tienen que vivir para poder asistir a clases. En este país no es una sorpresa ver que muchos de ellos deben esquivar minas antipersonales en los caminos hacia sus escuelas; otros han tenido que ver marcharse a sus profesores por amenazas de los violentos; algunos han dejado de ir a clases porque los actores de la guerra decidieron tomar su escuela como trinchera. Muchos se acostumbraron a ver esos titulares, pero me resisto a que esa realidad se robe los sueños de los más pequeños.

En Colombia los niños no solo huyen de una guerra que no entienden, a ellos no solo los aterran las balas de los violentos, aquí mueren de hambre y de sed. Aunque no hay una cifra oficial del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar desde el 2005, donde se registró que el 12% de los niños en Colombia tenían desnutrición crónica, la senadora Sofía Gaviria asegura que en nuestro país mueren de hambre 6000 niños al año.

Podría seguir mencionando la cantidad de atrocidades que sufren los niños de nuestro país, porque aquí, como en muy pocos lugares del mundo, ellos son víctimas de todo tipo de abusos, desde exponerlos en reinados de belleza infantiles hasta reclutarlos en grupos armados. Sin embargo, quiero unirme a la voz de la niña más valiente que el mundo conoce hasta ahora, la que hoy en día, después de ser atacada por los extremistas que querían apagar su vida y no lo lograron, sigue luchando para que las niñas de Pakistán, y de todo el mundo, puedan disfrutar de las letras, la fantasía, los números y la ciencia.

Invitar a los gobiernos de los países, y en especial al nuestro, a que hagan los mayores esfuerzos en combatir aquellos vergonzosos resultados de las pruebas académicas, que han dado cuenta del olvido del Estado hacia la educación rural; pedir que respeten las escuelas como lugares intocables, exigir que se acaten los derechos de los niños y rogar para que excluyan a los menores del conflicto parecen ser peticiones obvias, pero tendrán que unirse más voces en este clamor. La esperanza del mundo está en la educación y, como bien dice Malala Yousafzai: “Un niño, un profesor, un libro y un lápiz, pueden cambiar el mundo”.

En una esquina un niño corre sin chancletas, entre sus manos lleva una flor y una libreta. Dibuja un mundo rodeado de colores, donde la tristeza ya no encuentra sus valores. Beatriz Luengo.
 
 
Lorena Castañeda Peña
Abogada de la Universidad del Rosario
Directora General de Fundación Jornal
Bloguera en El Tiempo Blogs, Palabras Máss
Mesa de Trabajo de Palabras Máss Radio, Radioamiga Internacional
Twitter: @Lore_Castaneda
Celular: 318-8371179

 

[1] Informe de Seguimiento EPT en el mundo. Unesco. 2015.

[2] Tomado de: Ver aquí

[3] Tomado de: Ver aquí