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La libertad de la literatura

Carlos Eduardo Maldonado

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En la literatura fue Rashomon, de R. Akutagawa (1915) –sobre la cual A. Kurosawa haría un magnífico filme homónimo en blanco y negro–, quien nos enseña que los acontecimientos humanos admiten más de una mirada, y tienen más de una versión. La verdad de los hechos humanos nunca se reduce a una simple y llana verdad, cualquiera que sea. Un tema de magnífica complejidad, particularmente para quienes creen (aún) en aspectos como “la” realidad y “la” verdad” (en singular).

Un libro estupendo, de ese género conocido como novela histórica –en una época en la cual las divisiones de género son todavía importantes–, permite una mirada refrescante sobre un tema de base, a saber: la libertad de la literatura. Me refiero a El hombre que amaba a los perros, de L. Padura (2009) –Padura, Premio Nacional de Literatura en Cuba, 2012–.

Resultado, según el propio autor, de una historia de vida combinada con la ayuda de numerosos amigos, en diferentes partes del mundo (Rusia, Noriega, Francia, Bélgica, Estados Unidos, México, Cuba), y numerosas lecturas y estudios, El hombre que amaba a los perros es una visión prismática de la vida misma; esa que anda siempre imbuida en instancias personales, sociales, políticas, e históricas, y cuyas aristas son al mismo tiempo económicas, militares y de seguridad, biográficas, psicológicas, emocionales y sentimentales, tanto como artísticas. No existe una única luz que sea preponderante en la proyección de una acción humana.

Los seres humanos, esos que creen en muchas ocasiones que son agentes de sus propias decisiones y actos, pero que en realidad responden a fuerzas, oscuras y matizadas, tanto como oportunidades y acaso. Ninguno más determinante que el otro, y ciertamente no a priori.

La historia, como es sabido, narra el asesinato de L. Trotsky, por orden de Stalin y con la participación de la NKVD, el organismo de seguridad de asuntos internos (equivalente en Inglaterra al MI5), un brazo cuya contraparte es la KGB, de la extinta Unión Soviética. Pero es solo la epidermis de la historia que narra Padura. Dos organismos de la policía secreta. Pero, por debajo del crimen, existen otros numerosos niveles. Aquí quisiera mencionar dos, para concentrarme, finalmente, en un tercero.

En el mundo del hacktivismo –un capítulo social, política y culturalmente muy importante de nuestra época– existen varias válvulas de escape, esto es, de liberación de información clasificada, que cumplen una función política, pero también cultural. Una de estas válvulas es el periodismo, y otra es el derecho o, mejor, determinados abogados alrededor del mundo, gracias a que es un principio de la democracia el hecho de que ni los periodistas ni los abogados están obligados a develar la fuente de sus informaciones; por lo menos hasta un nivel determinado. Sin ambages, otra válvula de escape es la literatura y, sin duda, determinados escritores, aquí y allá. La razón, en este último caso, es la libertad que ofrece la ficción. Es uno de sus escasos y frágiles puntos en los que la libertad coincide con la seguridad. No hay que olvidar, por lo demás, nunca la ética de los hackers y el papel emancipador que cumplen, por ejemplo, Anonymous y Wikileaks.

Lo que hace Padura bien merece, desde el punto de vista del cruce de la historia y la literatura, un aplauso mayúsculo. A título personal o bien como voz de otro cuerpo, Padura es crítico como pocos frente a la historia de los vejámenes del estalinismo, el significado mismo de la revolución del marxismo y varios otros entresijos más sutiles de esta historia, aquí y allá. La libertad de la literatura se expresa justamente en eso: nadie le pide evidencias y tampoco necesita el escritor aportar argumentos conclusivos. Las reflexiones acompañadas de un maravilloso maridaje entre conceptos y tropología aportan luces refrescantes sobre la historia misma. ¿Acaso no se ha dicho, mil y una veces, que en América Latina la historia se escribe primero como literatura y después como concepto? Ante una excelente historia como la de Padura, la propia historiografía accede ante un testimonio libre, más allá de los métodos conocidos: archivística, estadística inferencial o argumentos por analogía.

Asistimos aquí a un tejido tupido y hermoso de historia escrita, oral o ficticia, en que las fronteras y las barreras son lo de menos. Al fin y al cabo la ciencia –aquí, la de Clío– exige, y se compone también, de la capacidad para narrar bien las cosas.

La verdad es que ninguna buena historia se compone de una sola capa. Cabe decir que la buena literatura es el órgano más grande de la cultura: como la piel de los seres humanos. Si esta se compone de epidermis, dermis e hipodermis, en aquella hay más, muchos más de tres niveles. El explícito y el implícito, el fáctico y el subyacente, y los más velados, puntuales y episódicos, por ejemplo (Cfr. J. Woods, Logic of Fiction, 2009).

El segundo nivel que quisiera mencionar es uno que transcurre secundario al tejido de Padura, pero que, no cabe dudarlo, constituye, desde el punto de vista psicológico, una de las hebras más fuertes. Se trata, naturalmente, del uso que Ramón Mercader del Río, el asesino de Trotsky, hace de Sylvia Ageloff, la ingenua joven trotskista secretaria del asesinado, usada vilmente por Mercader y profundamente enamorada y agradecida por los deleites y honores del amor. Un amor bien fingido, pero dramático y doloroso para Silvia, al final del día. N. Bacín ha escrito un hermoso libro al respecto: La falsa esposa (Ed. Praxis, 2014), una historia centrada en el 20 de agosto de 1940, en torno a tres mujeres distintas: Caridad Mercader, la madre del asesino, militante comunista y agente de la NKVD; Natalia Sedova, la esposa de Trotsky, fuerte, sensible y lúcido soporte del padre, junto con Lenin, de la Revolución de Octubre. Y Sylvia Ageloff, la neoyorquina que verá confrontada parte de su propia vida como un instrumento maquinal, frío y calculador. Sylvia es, más que cualquier otro carácter, la figura más trágica de todas. Mercader asesinó a Trotsky, pero destruyó a Sylvia.

La política y los asuntos de seguridad de Estado, la estrategia, el cálculo y la táctica recurren a cualquier ardid –cualquiera– con tal de alcanzar sus objetivos. Si en política no hay amigos, sino solo aliados, en temas de seguridad del Estado solo hay órdenes y entrenamiento que se traducen en incondicionalidad y obediencia. Mercader es una máquina de asesinar, producida por Stalin, que termina siendo cobijada por la intermediación de muchos, entre ellos, P. Neruda y el Gobierno cubano. Pero, al fin y al cabo, una pobre máquina, por definición, anónima (pues lo contrario sería el animismo: hablarle a las máquinas, y creer que nos entienden y hacen caso). Las razones de Estado no se discuten ni se hacen públicas: se obedecen y se ejecutan; punto. Todas las policías del mundo son finalmente asesinas y arbitrarias; o, como lo pone de manifiesto H. Arendt, en otro contexto (Eichmann en Jerusalén), malas por banales. La banalidad del mal consiste sencillamente en el acatamiento sin más de las órdenes, en la adscripción sin más a la institucionalidad; librando así de cualquier carga personal las decisiones y las acciones tomadas.

Como quiera que sea, el tema de fondo parece ser el miedo. Miedo ante los dictadores, miedo ante quienes tienen poder de decisión, miedo ante la incertidumbre, miedo ante el destino y la fatalidad. Y siempre miedo ante situaciones y gente banal: los ejes del mal mismo. Esos funcionarios de alto o mediano poder que actúan siempre con ropaje institucional y que al final terminan por pasar anónimos, desconocidos, inexistentes.

Frente a circunstancias así, la literatura accede a mayores grados de libertad que la pura ciencia, gracias  a esa movilidad entre conceptos y metáforas entre realidades y ficciones, en fin, entre hechos y datos e imaginación, ironía y juegos fantasiosos. Desde luego que la historia, por ejemplo, hace sus aportes bien fundamentados. Es el caso de ese bien elaborado libro, The obedient assassin: A novel based on a true story, de J. P. Davidson (Delphinium Press, 2014). O bien, una vez que el sistema del socialismo real colapsó luego del Glásnost y la Perestroika, y se fueron haciendo públicos documentos anteriormente clasificados. En relación con la historia que nos compete aquí, un libro fundamental es The Sword and the Shield: the Mitrokhin Archive and the secret history of the KGB, de C. Andrew, V. Mitrokhin (Basic Books, 1999).

Los libros cumplen numerosas funciones. En muchas ocasiones, ayudan a quien los escribe a encontrar motivos de vida; o bien, lo que acaso es equivalente, a elaborar auténticos procesos de catarsis. Es lo que se puede apreciar en el libro escrito por L. Mercader, el hermano de Ramón, el asesino: Ramón Mercader, mi hermano: cincuenta años después, L. Mercader (Ed. Espasa, 1990). Un testimonio de veracidad del miembro de una familia que es, literalmente, objeto de la historia.

Por eso justamente: porque la literatura comprende espacios más amplios que los de la simple verdad. Así, por ejemplo, espacios de verdades múltiples, veracidad, verosimilitud, semblanza, vaguedad, bivalencia, ambigüedad, difusividad y otros. Un tema que, por lo demás, compete a las lógicas polivalentes, un capítulo apasionante de las lógicas no clásicas.

G. Japuki, por ejemplo, ha elaborado un pequeño fresco sobre las desventuras de Sylvia Ageloff, en ese género contemporáneo que es la manga (BD: bande dessinée): Les amants de Sylvia (Futuropolis, 2010). Un pequeño libro refrescante en ese lenguaje singular que son los dibujos animados.

No en última instancia, este mismo año (2016) el director mexicano A. Chavarrías acaba de ofrecer una película bien elaborada sobre R. Mercader: El Elegido. Con lo cual se hace evidente una polifonía de formas artísticas y científicas de acercarnos a uno de los capítulos más abstrusos de la historia contemporánea. Con un reconocimiento explícito: cada lenguaje posee sus propias especificidades; aun cuando sí quepa, en ocasiones, hablar de unos desarrollos técnicamente mejor elaborados que otros, en el abanico que se ha presentado aquí.

La literatura constituye, manifiestamente, una de las válvulas de escape, por así decirlo, para revelar verdades incómodas, verdades no dichas; en fin, verdades verdaderas no reconocidas. Mientras que a un científico se le van a pedir evidencias, hechos y datos, a un escritor se le pide verosimilitud, que es, en algunos momentos, mucho más que aquellas otras exigencias. Con una condición: que la historia esté bien narrada.

El hombre que amaba a los perros es cuando un libro –para el caso, por extensión, una película: en fin, el arte– termina triunfando sobre la vida.