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El país de mis sueños, el país que somos y el país con futuro. Discurso para la ceremonia de grados de la Facultad de Ciencia Política, Gobierno y Relaciones Internacionales

María Emma Wills Obregón

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Como siempre, agradezco inmensamente la deferencia que me hacen las directivas de la Universidad del Rosario y en particular mi colega Mónica Pachón, actual decana de la Facultad de Ciencia Política, Gobierno y Relaciones Internacionales, al invitarme a compartir unas palabras con los graduandos, sus familias y sus profesores. Para mí, es realmente un honor, más aún hoy cuando los estudiantes son protagonistas de la historia y nos devuelven la esperanza tomándose calles y plazas con sus sueños, su energía, sus símbolos y sus proclamas de ¡Acuerdo ya! y La guerra: ¡nunca más! 

Mi texto está dividido en tres secciones. Primero, quiero contarles lo que he aprendido, como académica pero sobre todo como ser humano y como ciudadana, escuchando a las víctimas de este largo y degradado conflicto armado, desde mi trabajo en el Centro Nacional de Memoria Histórica. A través de la voz, la mirada y las estéticas de todas las víctimas, he descubierto el país de mis sueños, aquel que admiro y del cual no me puedo desprender, ni aún en mis peores pesadillas. Luego, hablaré del plebiscito y de la fotografía que los resultados nos devuelven de nosotros mismos, expresando no el país soñado, sino con toda contundencia el país que somos. Y, por último, quiero recuperar los eventos que la incertidumbre del momento puede obscurecer pero que, a mi entender, vislumbran ya, en el presente, el país con futuro que abre oportunidades de suturar el tejido social y construir, por fin, una comunidad política capaz de tramitar sus diferencias y sus conflictos sin arrasar, ni simbólica ni físicamente, al opositor y al distinto. 

1. El país de mis sueños

He amado a Colombia a pesar de sus violencias. Por momentos, he tenido miedo de los odios y las intolerancias clavadas en su corazón, y he temido las miradas que, desde una y otra orilla, han legitimado los peores y los más injustificables crímenes.

En medio de torbellinos, he tenido el privilegio de salir unos años a estudiar y he empezado a extrañar esta tierra, aun antes de pisar suelo ajeno. Aunque agradezco inmensamente tener la oportunidad de respirar con tranquilidad en las calles de ciudades donde he buscado refugio, algo en mí se refunde y pierdo una fuerza invisible que inspira el trabajo cuando regreso a casa.

Porque, al fin de cuentas, esta es mi casa.

Y es aún más mi casa luego de haber recorrido palmo a palmo sus territorios para deslumbrarme ante la dignidad, la diversidad y la creatividad de sus gentes. He admirado la capacidad expresiva y estética de las víctimas de todas las edades y condiciones que, con cantos, poesía, bailes, literatura, teatro, danza, alabaos, resignificaciones de lugar y pintura, no solo denuncian el horror e impugnan los discursos heroicos de todos los armados, sino que se cuentan a sí mismos y a nosotros, sus testigos, para que reconozcamos la fuerza y la solidaridad que los ata a la vida y los impulsa a tejer proyectos en común. Ellos, que deberían ser los derrotados de las violencias, se muestran por el contrario como los sobrevivientes sabios que marcan el ejemplo a seguir para las nuevas generaciones.

Gracias a sus voces, me lleno de orgullo de ser colombiana; un sentimiento que la violencia, por momentos y de manera reiterada, me arrebató. Puedo entonces, sin pudor, contarle al mundo que vengo de un país diverso, inmensamente rico en paisajes sobrecogedores, pero sobre todo de un territorio donde ha prosperado lo peor pero también lo mejor y lo más honroso de la condición humana.

En cada gesto de resistencia ante el olvido y la guerra que han agenciado las víctimas, encuentro todos los motivos para amar este rincón de la tierra donde, para ventura y desventura, me tocó nacer. Y entonces escojo: escojo esta vez y mil veces más pertenecer a esta comunidad de colombianos y colombianas que luchan por construir un país más incluyente, más democrático, más apreciativo de las diferencias, más acogedor y más justo. Ante su creatividad y su pluralidad, solo encuentro palabras de admiración y agradecimiento. Celebro cada una de sus notas y sus esfuerzos imaginativos para comunicarnos sus dichas y sus esperanzas; sus duelos y sus renacimientos; su conocimiento de los infiernos pero también de las claves para hacer prosperar la solidaridad y para renovar, luego de la oscuridad, el gesto amigo.
Por lo que las víctimas me han enseñado, por lo que han querido compartir con nosotros, por lo que nos legan, gracias, una y mil veces gracias. A través de sus enseñanzas, somos todos mejores ciudadanos y ciudadanas y descubrimos, aliviados, que los colombianos y las colombianas podemos, hermanados por la solidaridad, labrar el camino que nos permita un buen vivir juntos con y no a pesar y contra nuestras diferencias. En su sencillo y digno ejemplo, encuentro ya las semillas de un futuro en paz.

2. El país que somos

No obstante, el 2 de octubre tuve que aceptar que esa comunidad esperanzada y cargada de porvenir era apenas una parte de la Colombia polarizada o indiferente.

Más allá de los defectos que se le pueden atribuir a las campañas por el sí y por el no, los resultados del 2 de octubre nos revelan, con una contundencia dolorosa, las fracturas que aún nos atraviesan.

Hoy, no podemos negar que la abstención ha sido y sigue siendo la gran ganadora en los procesos de votación en el país. En promedio, entre 1978 y 2010, la participación electoral de los colombianos ha sido apenas del 46%. Esto significa que más de la mitad de los ciudadanos eligen no participar en las contiendas electorales.

¿Por qué tanto escepticismo ante este mecanismo, uno de los más cruciales en un régimen que se precia de democrático? Aunque ya existen estudios sobre este fenómeno, creo que a esta nueva generación de politólogos y politólogas les queda la tarea de explorar más a fondo los motivos que llevan a tantos conciudadanos a no participar de la fiesta electoral y a identificar las condiciones sociales y políticas en las que la abstención prospera.
Por lo pronto, y luego de leer las respuestas de una ínfima muestra de respuestas, concluyo que muchos se quedaron en casa observando cómo otros salíamos a votar, por un acendrado escepticismo con los cambios que promueven las elecciones. Para estas personas, no importa quién gane una elección o cuál de las dos opciones, la del sí o las del no, logre una mayoría. El país, condenado a sus cien años de soledad, anclado siempre, siempre, siempre en un perpetuo círculo de reiteraciones, no va a encontrar una ventana que le permita su salvación.

Cuando leí estas respuestas, todo se me encogió. Me sentí derrotada como académica, como profesora, como columnista, como persona comprometida con la opinión pública. Airada, me pregunté: ¿cómo va a ser que tantas y tantas personas estén convencidas de que el acto político de votar no tenga sentido? ¿Que no les importe si gana el sí o si gana el no, porque de entrada el país está condenado sin apelación?

Comprendí que, efectivamente, para un sector de abstencionistas, la historia, plana y sin variaciones, se extiende hacia atrás, se reproduce en el presente y se perpetúa en el futuro. Para estas personas, hagan lo que hagan, sus vidas serán siempre igual de miserables. El presente, injusto y lacerante, se extiende hacia el pasado –“siempre ha sido así”– y condena el futuro: “y seguirá siendo así, hagamos lo que hagamos”.

¿De dónde viene tanta desesperanza? ¿Cómo es posible que la academia, las instituciones escolares, los medios de comunicación, hablados y escritos, los partidos políticos, las iniciativas sociales, las iglesias, hayamos fallado tanto? Porque, finalmente, hoy sabemos que la opinión política no es el producto de un acto divino, sino el resultado de procesos de socialización que se cumplen en diversos lugares donde nos hacemos ciudadanos. En la familia, en la escuela, en las comunidades de fe, en la tele y radioaudiencia, en las Juntas de Acción Comunal, en las aulas universitarias, en las tertulias, por solo mencionar algunos, aprendemos a pensar políticamente. Y en todos estos lugares, ¿qué hemos enseñado y qué hemos aprendido?

Yo, por lo menos, en estos años de estudio y ejercicio profesional, he aprendido que la política sí importa y que inclinarse por unas u otras miradas sobre la democracia puede cambiar el curso de una nación y tener altísimos costos sobre las generaciones futuras. En registro de memoria personal, puedo decir que no fue lo mismo ser estudiante bajo el gobierno del presidente Turbay Ayala, regido por el Estatuto de Seguridad, que ser hoy, pos-Constitución de 1991 y pos-Diálogos de La Habana, universitario y lanzarse a las calles a promover Marchas del Silencio o Caminatas de las Flores. A veces, la ciudadanía, ciega ante sus propias conquistas democráticas, puede estar sembrando las condiciones para que se cierren las puertas que con tanta dificultad ha abierto.  

Más que pensar que el pasado, el presente y el futuro son una línea sin sobresaltos, invito a los graduandos a escudriñar nuestra historia para identificar las variaciones temporales y espaciales de nuestro devenir, con compromiso y rigor, no solo para publicar en revistas indexadas lo que ustedes van dilucidando, sino también para comunicar, en acciones pedagógicas de carácter público, sus propios descubrimientos.

3. El país con futuro

Afortunadamente, no todo es sombrío e incierto. Quizás arrastrados por una coyuntura vertiginosa, perdemos de vista las peticiones de perdón que se vienen sucediendo y que auguran un futuro en paz.

Pero ¿en qué radica lo transformador de lo que estamos presenciando? Para reconocer el quiebre que representan esas peticiones de perdón, es importante reconocer la manera como  en el pasado hemos intentado cerrar ciclos de violencia y conflicto armado interno.

Primero, es necesario reconocer que en nuestro país, reiteradamente, los adversarios políticos se han tratado como enemigos absolutos y han dirimido sus diferencias recurriendo a la violencia. Las divisiones reiteradas han diluido las similitudes entre las comunidades políticas enfrentadas y han puesto en movimiento mecanismos de deshumanización de aquellos tildados de enemigos. Esta deshumanización ha cabalgado y alimentado cada ciclo de conflicto armado y, en ausencia de rituales de humanización mutua entre antiguos enemigos, ha anunciado el siguiente ciclo violento.

Pero, hoy, para fortuna de las nuevas generaciones, no estamos viviendo los procesos de cierre con olvido y desconocimiento que acontecieron en los años del Frente Nacional. Tampoco lo estamos haciendo como en los noventa, cuando la transición de guerrilla a partido político se hizo de la mano de un indulto general. Menos aún seguimos el modelo infructuoso, por protocolario, acartonado y judicial, de la desmovilización paramilitar. En el país, hoy, aquí y ahora, por fin y por primera vez, se están desencadenando procesos de reconocimiento de responsabilidades que suturan el tejido roto y nos permiten recuperar el fundamento moral de la convivialidad entre ciudadanos.

En Colombia, en los últimos meses, hemos sido testigos de peticiones de perdón practicadas por los responsables. Hemos visto, por ejemplo, a un comandante de las FARC, con voz temblorosa y mirada acongojada, pedir perdón por una pipeta que lanzó el frente guerrillero José María Córdoba y que causó la muerte de 79 personas, niños, niñas, mujeres y ancianos, refugiados en la Iglesia comunal de Bojayá. Luego, en un acto solemne en el Palacio de Nariño, el presidente de la República, hablando a nombre del Estado colombiano, se hizo responsable de no haber protegido a cientos y cientos de militantes de la Unión Patriótica y de no haber logrado detener y desarticular, con firmeza, la alianza macabra que desató una persecución política sistemática que culminó en el exilio forzado de los más afortunados y en el asesinato de la mayoría de ellos. A los pocos días, los colombianos también nos enteramos a partir del relato de las víctimas, que varios comandantes de las FARC, realmente compungidos y avergonzados, habían pedido perdón por el horrendo asesinato a quemarropa de los once diputados del Valle. Y por último, luego del plebiscito, nos enteramos de que, en un acto íntimo y solemne, el general Alberto Mejía, a nombre del Ejército, pidió perdón a doña Fabiola Lalinde por la desaparición forzada de su hijo Luis Fernando y reconoció que un hecho así “jamás puede volver a ocurrir”.

Estos actos de perdón desencadenan transformaciones simbólicas profundas. Por un lado, las víctimas pueden, sin protocolos impuestos, expresar sus reclamos airados a los responsables de su enorme sufrimiento. En estos rituales íntimos, las víctimas comunican su dolor, no desde discursos partidistas abstractos, sino desde sus experiencias cotidianas y su irrepetible singularidad. El relato de una víctima, desde su lugar de madre, padre, hermano, hijo, novia, nunca es como el siguiente: la textura de su voz, la expresión de su rostro, la postura de sus manos, su mirada, encarnan no a un enemigo en abstracto o a un “objetivo militar” en concreto, sino a un ser humano fracturado por el hecho violento.

En un encuentro así, la humanización de la víctima se vive como todo un descubrimiento: paradójicamente, en su historia particular se tejen los trazos de emociones universales que resuenan en las experiencias de los perpetradores. Víctimas y  responsables se conectan desde un lugar de similitudes. El otro deja de ser ajeno a la experiencia propia y se convierte en alguien familiar. Esa revelación generalmente surge de puentes que se tejen cuando se abre la posibilidad de compartir historias desde el campo de los afectos familiares, los sueños más comunes y los pliegues corrientes de la vida cotidiana.
Una vez alcanzado el descubrimiento de que existe ese lugar que nos hermana, es posible entonces transitar hacia el reconocimiento de nuestras diferencias, vistas ya no como amenazas, sino como enriquecimientos de nuestra propia singularidad: en ese encontrarse con el otro descubrimos un mundo de similitudes y, a la vez, de diferencias que nos permite asumir que no somos ni encarnamos una humanidad universal, sino apenas una forma particular de ser y de estar en el mundo que se enriquece en el encuentro con los otros.

Sin lugar a dudas, las ceremonias de peticiones de perdón transformaron la mirada de las delegaciones del Gobierno y de las FARC. Como varios de sus integrantes lo han reconocido, fue durante estos ejercicios solemnes que ellos empezaron a descubrir o redescubrieron la innegable humanidad de sus víctimas y se horrorizaron con su injustificable sufrimiento. Probablemente, fue entonces que asumieron como propio el imperativo moral de detener la guerra.

Quiero reivindicar que, en cada uno de esos rituales, estábamos en presencia de un evento extraordinario. Las instituciones estatales o los propios combatientes, tan dados a justificar sus actos, encontraron el camino de retorno hacia su propia humanización. Se despojaron de investiduras y uniformes, y reconocieron en el dolor del otro su propio dolor; y se hicieron responsables de haberlo provocado. Al humanizar a sus víctimas, se humanizaron ellos mismos y por fin tejieron para todos los colombianos la posibilidad de una vida en común.

Pero hicieron algo más. Trazaron de nuevo los límites entre lo justificable y lo injustificable. En ese sentido, estas ceremonias de perdón adquieren un sentido pedagógico al enviar el mensaje de que hay actuaciones inaceptables, aún en un conflicto armado interno, que hieren la conciencia humana.

No cabe duda de que, al pedir perdón, todos –víctimas, perpetradores y testigos— aprendemos a ser mejores seres humanos. Entendemos, por ejemplo, que hay líneas rojas que no se pueden cruzar sin terribles consecuencias para nosotros mismos y para los demás. Reconocemos además que, más allá de las diferencias, todos pertenecemos a la gran familia humana y que cada uno de nosotros, sin importar edad, género, opción sexual, etnicidad, color político o creencia religiosa, es titular de derechos y portador de una dignidad inalienable. Cuando ocurre un momento así, la sociedad en su conjunto se enaltece y recupera la dimensión moral que refundió en medio de la guerra. Y es en ese punto que podemos empezar a pensar que los cien años de soledad están quedando atrás y que, en esos mínimos morales redescubiertos, estamos tejiendo por fin la nación anhelada que puede, ahora sí, labrarse un destino en común.

Gracias, entonces, a quienes, con enorme generosidad, coraje e integridad, han asumido esas peticiones de perdón. Si las apreciamos en su real dimensión histórica, ellas auguran un quiebre con el pasado y me permiten pensar que mis nietos sí tendrán un futuro en paz.