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El espíritu de una escuela de paz

Raúl Murcia

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Oímos hablar de un espíritu griego o romano y, con frecuencia, vinculamos ese espíritu a un cierto tipo de comportamiento generalizado de los ciudadanos; por ejemplo, la inclinación de los griegos a explorar e investigar el mundo o el ánimo conquistador de los romanos. Visto así, el espíritu de una civilización se asemeja mucho a lo que comúnmente entendemos por idiosincrasia. Sin embargo, no hay que ser muy perspicaz para darse cuenta de que un espíritu cultural brota y echa raíces en una colectividad solo bajo la intervención de los mecanismos de una organización política; en otras palabras, para que un espíritu prevalezca en los ciudadanos es necesario que el Estado promueva las múltiples facetas de ese espíritu en sus políticas públicas.

Como en el caso de las civilizaciones, hablamos de un espíritu de la ciencia o de la educación para referirnos a un comportamiento ampliamente extendido entre los científicos o educadores de una época. En todos los casos, parece ser indispensable la institucionalización de las formas de actuar para que un espíritu se extienda y predomine.

Como se sabe, la grandeza del espíritu griego consistió, en cierta medida, en la existencia de una sincronía entre el espíritu estatal y los espíritus educativo, científico e incluso artístico. Basta con recordar la estrecha interconexión entre la política de Pericles, la filosofía platónica, las tragedias de Agatón y el modelo educativo al que ellos denominaron paideia.

En este contexto, los educadores colombianos nos hemos preguntado, de una u otra forma, si existe un espíritu colombiano, cuál es el espíritu de la educación o cuál es el espíritu de las ciencias humanas. Una pregunta muy habitual es cómo esos mecanismos institucionales promueven un cierto espíritu en un área de desempeño. Pienso que esta pregunta hay que trasladarla al nuevo reto del sistema educativo colombiano: la educación para la paz. Concretamente, considero que los maestros y estudiantes debemos preguntarnos cómo influyen los mecanismos del Estado, la institucionalización de sus políticas, en la conformación del espíritu de una escuela de paz o, dicho de otro modo, qué nivel de sincronía poseen el espíritu educativo del Gobierno y el espíritu que debiera tener una educación colombiana para la paz.

A mi entender, la contradictoria urgencia gubernamental de “educar para la paz” recuerda el espíritu que surgía tras el interés del Estado alemán del siglo XIX en fomentar la cultura y la educación en sus ciudadanos. En ambos casos, una manera particular de “impulsar” la educación parece ser la base de la propuesta estatal.

Hace ya más de un siglo, Nietzsche hacía notar en sus conferencias de 1872, tituladas por él mismo Sobre el porvenir de nuestras escuelas, la influencia del Estado en la propagación de la cultura (y del espíritu), a partir de objetivos de economía política. Si esta expansión cultural y espiritual tiene que estar, como creía Nietzsche, “a la altura del tiempo vivido”, fácilmente se puede llegar a concluir que, como en la Alemania del siglo XIX, el Estado colombiano debería promover un espíritu centrado en el aumento de capital. Y es que la realidad nos muestra que este es el interés “espiritual” del Gobierno nacional. Por ejemplo, la difusión de este espíritu se ve nítidamente reflejada en la manera en que el Ministerio de Educación Nacional (MEN) se centra en las habilidades técnicas para que el estudiante sea laboralmente competente y, en últimas, las empresas aumenten su capital.

Muy sugerentemente, Nietzsche infería que, para llevar a cabo el proyecto cultural alemán de la época, era necesario que las escuelas produjeran, o mejor, reprodujeran “ciudadanos corrientes”, “estandarizados”, con un cierto nivel de competencias que aseguraran el mantenimiento de la cultura utilitarista y la soberanía del Estado. En esos tiempos, que nos parecen ahora tan remotos, el espíritu de la escuela media y universitaria quedaba separada de su propia tradición y legado, y se enfocaba en que los graduados confiaran en que a mayor conocimiento, mayor ganancia y, por tanto, mayor felicidad.

Sin detenernos en las extremadamente rigurosas conclusiones que el joven Nietzsche deriva de su concepción de la educación, lo importante para atender a nuestra pregunta es que Nietzsche advierte sobre la manera en que el Estado nubla auténticos fines educativos por medio de la instauración de objetivos económicos. Por auténticos fines podríamos entender, por ejemplo, los asociados al conocimiento sin más, a la moral o a la buena convivencia entre individuos.

Sin embargo, pese al interés académico en redirigir el rumbo de la educación colombiana, la tarea de orientar la educación hacia otros fines no es nada fácil. En un reciente artículo de la revista literaria Paris Review, titulado Back to School with the Übermensch. Nietzsche on education, inequality, and translationdel escritor y traductor Damion Searls, en alusión a este mismo texto de Nietzsche, se expone la dificultad de encontrar un valor genuino más allá de la utilidad y la ganancia; en nuestros términos, la dificultad de hallar otros componentes del espíritu moderno.

Pero la situación política y educativa actual de Colombia ha dado una indicación sobre el valor y el objetivo de una formación auténtica para la generación actual de estudiantes: es necesario formar hombres cultos que proyecten un espíritu de paz, es decir, que piensen y se comporten pacíficamente. Si esta meta se antepusiera a los ideales económicos, una “cátedra de la paz” sería todo un movimiento en contra de la cultura utilitarista del Estado, que promueve la formación de hombres “corrientes” competentes solo laboralmente. Esta renovación del espíritu educativo apuntaría a desenterrar y extender un pensamiento absolutamente desconocido para varias generaciones de colombianos: vivir de forma no violenta no solo en la esfera de lo que se ha denominado “conflicto armado”, sino en la esfera pública más próxima: la cotidianidad.

Sin embargo, este objetivo esconde un abismo histórico e idiosincrásico (o espiritual) que ha sido infranqueable para los discursos de más largo aliento: operar con una racionalidad pacífica. Este presunto deseo colectivo se ha visto menoscabado por la “institucionalidad” manifiesta en los mismos centros educativos; “institucionalidad” que, como ya dijimos, fortalece una cultura de la utilidad. Tal vez, como señalaba Nietzsche en su texto, no solo se requiere de un renacimiento de las escuelas, sino de hombres completamente nuevos.

Una operatividad pacífica cotidiana requiere introducir, dentro del espíritu estudiantil, un nuevo estilo de deliberación que excluya la acción violenta como posibilidad y que esté justamente en la base de toda razón práctica. No es una novedad considerar los colegios y universidades como precursores del horizonte racional, en virtud del cual los estudiantes van a operar el resto de la vida. Ya Jaime Garzón, en su conocidísima conferencia en la Universidad Autónoma de Occidente (1997), reflexionaba sobre la brecha entre la oferta educativa y la demanda social, y destacaba algunos rasgos de la idiosincrasia colombiana que van en contra del ideal de transformación política. Entre otras cosas, Garzón censuraba el rotundo silencio con el que los terceros, los ciudadanos a los que el daño solo les llega de manera indirecta, asumían su rol político.

A toda idiosincrasia (o todo espíritu) le subyacen varios presupuestos que se hacen evidentes no solo en el lenguaje popular, sino en toda una forma de decidir y actuar. En la conferencia de Garzón, se mencionan varios aspectos del espíritu colombiano; entre ellos, “no saber manejar la grandeza”, “la carencia de una cultura de la propiedad”, “el ser indiferente ante la situación política y económica”, en fin, “la falta de una conciencia colectiva”. Un buen ejemplo, que trasluce uno de los supuestos para la evaluación y formación de juicios, es la expresión idiomática “no dar papaya y aprovechar cualquier papayazo”. Este dicho encierra todo un horizonte de elección política. El mismo Antanas Mockus escribió, en 1999, un artículo para la revista Dinero, indicando la relación de esta máxima con una forma de pensar utilitarista, desconfiada y no cooperativa. Tanto Mockus como Garzón fueron conscientes de la necesidad de cambiar este prejuicio por otro totalmente opuesto. En palabras de Mockus, “aprender a dar papaya y aprender a no tomar toda la que le den a uno nos volvería más capaces de cooperar, de arriesgarnos a ser generosos” (1999). La conferencia de Garzón cierra también con una propuesta para formar a los jóvenes a partir de un nuevo presupuesto: “nadie debe pasar por encima del corazón de nadie aunque piense y diga diferente”. Infortunadamente para Mockus y Garzón, cambiar un presupuesto de semejante magnitud requiere de un espectador que sea capaz de mirar, en palabras de Nietzsche, su propia cultura con desprecio.

Como se ve en estas escuetas especulaciones sobre la educación, el espíritu con el que hemos sido formados no es algo que debamos tomar a la ligera, pues este espíritu se evidencia en nuestra forma de pensar y actuar. Como los aspectos del espíritu colombiano que mencionamos anteriormente, el espíritu capitalista del Estado que atraviesa la educación, centrado en producir jóvenes competitivos, hábiles técnicamente y enfocados en la adquisición de dinero, oculta lo que debiera ser el espíritu de una escuela de paz: educar a los jóvenes para que piensen y actúen cooperativa y colectivamente, que aprendan que la paz es un estado psicofísico de una comunidad y no una oportunidad de inversión; y que sepan responder ante el daño causado por ellos, con responsabilidad; al daño causado a otros, con empatía; y al daño infligido a ellos, sin violencia.

Si se examina la “institucionalidad” (asignaturas, sistemas de evaluación, modelos pedagógicos, estándares, ejes de conocimiento y competencias) latente en los colegios públicos y privados, es indudable que un cambio como al que aspiraban Mockus y Garzón es una pretensión con pocas posibilidades de éxito. Un obstáculo inicial nace de la noción misma de “competencia”, que el ICFES define como “una actuación idónea que emerge en una tarea concreta, en un contexto con sentido” (Bogoya, 2000). A pesar de que se menciona una “actuación idónea”, la evaluación sigue siendo un documento que “recrea” situaciones problemáticas “en contexto”, a las cuales se les asignan a lo sumo cinco posibilidades de respuesta. Como se ve, por “actuación” se entiende aquí una posible actuación en una situación imaginaria y por “contexto” no la realidad de quien presenta el examen, sino una especie de “realidad general”. Este horizonte pedagógico vislumbra la competencia como un “entrenamiento” que contribuirá a una forma de juzgar en una situación real y, como sabemos ya, un entrenamiento arraigado en fines económicos.

La crítica que propongo no va dirigida a que los jóvenes sean educados para ser hábiles laboralmente, sino a que todo el sistema educativo se reduzca a ello. Todo apunta a que el sistema por competencias y la evaluación “tercerizada”, diseñado para crear hombres productivos laboralmente, no rinde buenos frutos a la hora de enseñar competencias ciudadanas y, seguramente, no es un buen sistema para enseñar a los estudiantes a operar pacíficamente.

No es difícil ver que, en el campo de las competencias ciudadanas, el modelo del ICFES ha sido insuficiente. La experiencia demuestra que saber responder correctamente en una situación hipotética, desprovista de una implicación emocional o experiencial por parte del estudiante, no se traduce en un mejor comportamiento con sus compañeros, con su familia o con los demás ciudadanos. La educación cívica, a pesar del esfuerzo del ICFES, ha demostrado su ineficacia. La terquedad del Ministerio de Educación Nacional (MEN) por hacer de estas habilidades cívicas un conocimiento cuantificable en pruebas estandarizadas, no ha tenido el impacto esperado. Claramente, educar para la paz en este sistema no ha promovido un espíritu pacífico en el país. Por el contrario, la competitividad y la medición parecen ir en detrimento de la cooperación y la igualdad que se persigue en las competencias cívicas.

Desde este mismo sistema de “institucionalización”, el MEN ha dado la espalda a la filosofía y a las ciencias humanas. En la actualidad, desde la perspectiva del examen SABER 11, la filosofía de colegio no es más que una herramienta para mejorar las competencias de lectoescritura. Al desplazar las humanidades y la filosofía -como al viejo que, a pesar de su experiencia y sabiduría, es enviado a un asilo-, se condena a los colegios a trabajar por y para la utilidad de los objetivos económicos del Estado, por medio de la formación de ciudadanos “corrientes” que promuevan una cultura “institucionalizada”. Para lograr una generación de estudiantes competentes cívicamente, se precisa de una nueva pedagogía o, quizás, de una revolución pedagógica que ponga sobre la mesa los presupuestos de nuestro espíritu, que tenga en cuenta los contextos particulares y que consiga conectar emocionalmente a los individuos con el daño y con el espacio que habitan.

Aunque la paz no sea un concepto fácilmente definible y los colombianos estemos entendiendo cada uno a su manera este viejo anhelo, tal vez un camino para hallar más componentes del espíritu de una educación para la paz consista en revisar, en contra del espíritu educativo del MEN, las opciones que ofrecen los filósofos políticos. Por ejemplo, una pregunta ineludible en una “cátedra de la paz” sería: ¿cómo responder como ciudadanos ante el daño causado por los diferentes agentes del conflicto?

En un libro no muy conocido, titulado Morality, self-knowledge and human suffering (2012), el filósofo español Josep Corbí critica lo que él llama el “enfoque moral kantiano” y la relación que surge entre lo real y lo imaginario, a partir de dicho enfoque. Según Corbí, el enfoque kantiano se basa en juicios hipotéticos en tercera persona, que conllevan un contacto imaginario con lo que verdaderamente ocurre en los actos de guerra. Por ejemplo, un estudiante que nunca ha estado en un campo de batalla puede decir que “sabe” lo que es la guerra porque la ha visto en los noticieros, en los periódicos, en las películas y en los textos escolares. La crítica, dirigida especialmente a John Rawls, sugiere que tenemos una conciencia declarativa (declarative awareness) sobre los actos de guerra, entre ellos, desde luego, el daño. ¿Qué saben los habitantes de las grandes ciudades, que no han vivido la guerra, sobre las masacres paramilitares, las violaciones a los derechos humanos, los asesinatos de mujeres y niños, los secuestros y el desplazamiento? ¿Será que, a partir de las situaciones hipotéticas del examen SABER 11 y una cátedra de la paz, este mismo ciudadano se vuelve lo suficientemente competente como para responder sin frialdad ante el daño? Para Corbí, la conciencia declarativa emite juicios basándose en una relación de “tercera persona”, para proteger a los individuos que no han sido víctimas ni victimarios y evitarles la tarea de responder afectivamente ante el daño causado a los demás. Desde esta posición, no se le exige al agente una acción inmediata correlativa con el juicio que plantea. Por ejemplo, el estudiante puede decir que “sabe” lo que es el desplazamiento y, en una prueba escrita, puede dar buena cuenta de sus causas y consecuencias; pero este “saber” no le exige una acción inmediata. Por el contrario, los actores del conflicto tienen una conciencia expresiva (expresive awareness), desde la cual formulan juicios en primera persona, que implican una acción correspondiente motivada (emocionalmente) por las circunstancias en las que se encuentran. El gran dilema educativo consistiría entonces en cómo aumentar la conciencia expresiva de los estudiantes para que, sin necesidad de ser actores del conflicto, respondan ante el daño como si verdaderamente estuvieran implicados en la guerra.

La profunda crítica de Corbí al kantismo es solo una muestra de las posibilidades pedagógicas que tiene el salirse del entorno “institucional”, basado en los fines económicos que derivaron en la aceptación de que saber convivir con los demás y pensar y actuar pacíficamente es un asunto de competencias cuantificables en un examen. A pesar de la insistencia del artículo 5 del decreto 1038, que obliga al ICFES a evaluar la cátedra de la paz, la ley 1732 y el decreto 1038 abren la puerta que se le está cerrando a la filosofía en los colegios. Aunque algunos críticos de la Ley advierten que el contenido de esta cátedra ha funcionado, desde 2004, de manera transversal, a partir de una iniciativa del MEN, lo que está en juego ahora es la oportunidad de legitimar un movimiento en contra de la cultura utilitarista, de difundir otro espíritu de paz ajeno a los ideales capitalistas del Estado. ¿Será la hora de hacer visibles a las víctimas para los estudiantes que no están inmersos en la guerra, de sacarlos de la burbuja moral que les impide responder ante los actos atroces de los últimos cincuenta años? ¿Será el momento de enfrentarlos a su propia cultura, de invitarlos a salir del aula y hacer parte de una racionalidad nunca antes vista en el país?

Bibliografía

Bogoya, D. y otros. (2000) Competencias y proyectos pedagógicos. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia.

Corbí, J. (2012). Morality, self-knowledge and human suffering. Nueva York: Routledge.

Garzón, J. (1997). Conferencia en la Universidad Autónoma de Occidente. Recuperado de https://www.youtube.com/watch?v=uj4C4pHOLWY

Nietzsche, F. (2009). Sobre el porvenir de nuestras escuelas. Barcelona: Tusquets.

Mockus, A. (1999). Los mandamientos 10 y 11. Revista Dinero. Recuperado de http://www.dinero.com/columnistas/edicion-impresa/articulo/los-mandamie…

Searls, D. (2015). Back to School with the Übermensch. Nietzsche on education, inequality, and translation. Paris Review. Recuperado de http://www.theparisreview.org/blog/2015/09/16/back-to-school-with-the-u…