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Acelerar la esperanza

Manuel Guzmán-Hennessey

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Insistió en preguntarme el ambientalista Rafael Vergara por el dilema de conservar la esperanza en medio de la velocidad de la crisis. Fue con ocasión de un conversatorio sobre el libro Jirafa Ardiendo en la Universidad de Cartagena. ¿Por qué, pese a las evidencias que tenemos sobre la crisis del clima, debemos conservar viva la esperanza? ¿Es ésta una esperanza racional? O es tan sólo la manifestación de un deseo ilusorio en el porvenir de la humanidad que ignora la velocidad de la crisis?
 
Le contesté que debido a que mi esperanza estaba precisamente en la Humanidad, no dudaba que sería la Humanidad que vendrá, la Generación del Cambio Climático, quien encontrará los mecanismos ciudadanos para acelerar la esperanza y detener la actual dinámica de la crisis.
 
Agregué, sin embargo, que debido a que no creo que las soluciones provendrán de la ciencia, la tecnología o la economía, y mucho menos de la diplomacia internacional, resulta muy urgente diseñar cuánto antes este mecanismo social salvador, pues tenemos muy poco tiempo para esta reacción colectiva global. ¿Cuánto tiempo? Muy probablemente el periodo comprendido entre 2020 y 2050.
 
Mi esperanza en la energía salvadora de la Humanidad no es racional sino intuitiva. He sentido que si es cierto —como creo— que el amor es la sustancia regidora y contenedora de todo lo que existe, resultará probable que la crisis actual del mundo —la amenaza que se cierne sobre la vida en su conjunto— sea en realidad la consecuencia de un largo y consentido, aunque no deliberado, proceso de desamor, acunado por una civilización que extravió su rumbo hacia la vida y se concentró en adorar el crecimiento per se, como dios único de la acumulación y la depredación.
 
Una civilización obcecada por construir una axiología no formulada desde la lógica de la vida. Empecinada en escindir aquellas dos fuentes equilibrantes del amor: la de la razón y la de la intuición, la del cerebro y la del corazón, la de la mente y la del espíritu. Y al propugnar por el predominio de una fuente excluyente atentó contra el equilibrio de la vida.
 
Por haberle rendido exagerado culto a la multiplicación, por haber equivocado nuestro sentido colectivo vital, aquello que nos brinda cohesión e identidad, acabamos restando en lugar de sumar. Así trocamos la aritmética sencilla de la vida por el álgebra obtusa de los guarismos primos. Restando vidas, recursos naturales, territorios, futuro, alimentos para los niños y agua para las poblaciones vulnerables.
 
Por haber negado la personalidad como condición ineludible del acontecer científico, como dice William James, es probable que estemos avanzando hacia una ciencia sin conciencia tal que ésta acabe perdiendo toda perspectiva y todo largo aliento.

Se dice —algunas veces con argumentos dramáticos— que vivimos en un gran periodo de caos, cabalgando sobre la crisis más aguda de la civilización humana. Y se dice, algunas veces con inocultable impotencia, que la ciencia que construimos como civilización y como cultura no nos alcanza para entender esta crisis, y mucho menos para resolverla a nuestro favor.
 
Un grupo de investigadores del Programa Internacional Geósfera-Biósfera y del Centro de Resiliencia de Estocolmo ha identificado el periodo de la gran aceleración de la crisis alrededor de 1950. Ese fue el año en que todo esto comenzó, como afirma Carolina García en su columna de la revista Semana Sostenible. Lo que se aceleró fue el crecimiento desmedido e incontrolado de todos los factores que presionan los sistemas vivos: la población, la producción, el consumo, la agricultura, la ganadería, las comunicaciones, el consumo de agua y de energía.
 
Algunos pudieran concluir que fue la ciencia —o acaso la filosofía de la ciencia— la culpable de la crisis, la responsable del caos histórico que nos ha tocado en suerte. Pero de poco ha de servirnos hallar dudosos culpables de un problema que nos compete a todos. Parece más sensato asumir que la crisis es de todos y es global, y que como tal estamos obligados a entenderla y a resolverla. Entre todos.
 
También en el periodo en que Galileo y Descartes formularon los pensamientos que darían inicio a la ciencia moderna acabó otra zona de caos histórico que había comenzado en el siglo XIV y que acabó en los albores del siglo XVII. Fue debido a ello que el siglo XVIII fue llamado ‘el siglo de las luces’, debido a que ‘resolvía’ la oscuridad del pasado y auguraba las virtudes de una luz para todos. No fue así, pues aquellas luces prometeicas e incandescentes marcaron en realidad el comienzo de una época de claroscuros que se prolonga hasta nuestros días.
 
El siglo XXI nos sorprende sin haber entendido bien lo que nos pasa. Aturdidos en la estridencia de las grandes ciudades deambulamos perdidos por los centros comerciales sin saber qué comprar y qué comer. Pero tenemos a nuestra disposición teléfonos móviles y automóviles de última generación. Ambos capaces de transportarnos hacia lugares remotos de un mundo cada vez más estridente, donde todos andan perdidos ostentando entre sus manos un dinero que es plástico, y que nos ofrecen en cada esquina sin que sepamos muy bien cómo usarlo para conseguir una felicidad genuina y verdadera. Qué tener, qué atesorar, qué disfrutar.
 
¿Era esta la felicidad que nos habían prometido? ¿Era esto lo que queríamos? El propósito de la modernidad: Progreso y Desarrollo. Ahora bien ¿Podemos devolvernos? ¿Buscar otro camino? Este es el periodo de caos más apasionante de cuantos ha vivido la civilización humana en toda su historia. ¿Por qué es apasionante este periodo histórico? Porque podemos inventar un mundo nuevo antes de que se acabe el que ahora tenemos, y porque aún podemos Salvar la Vida antes de que sea demasiado tarde.
 
La modernidad líquida que formulara Zigmunt Bauman se nos escurre entre los dedos como la vida misma; se deslíe como los glaciares del Ártico, como el otrora indestructible monte Kilimanjaro. Se desvanece en el aire como todo lo sólido, al decir de M. Berman (1982).

En lugar del amor pusimos al individualismo y en lugar de la vida pusimos al racionalismo: aquí solo importa lo que se puede medir. Así nació una nueva religión: el materialismo capitalista cuyo dios, Baal, es también el dios del dinero. Ese fue el resultado del predominio de la religión del positivismo, que casi siempre se expresó de manera excluyente, y que empezó a gestarse durante la última mitad del siglo XIX y se consolidó como creencia gobernante durante el siglo XX.  
Ernesto Sábato escribió: Hoy no sólo padecemos la crisis del sistema capitalista, sino de toda una concepción del mundo y de la vida basada en la deificación de la técnica y la explotación del hombre.
Todo ello ocurrió durante el periodo en que la humanidad empezó a acelerar su avance hacia el peligro ambiental y climático que hoy se conoce con certeza científica, y cuyas causas son especialmente atribuibles a la acción humana relacionada con el desarrollo y el crecimiento de los pueblos. A los estilos de vida preconizados por ese modo de desarrollo “creciente y ascendente”, como lo definieron los economistas Oswaldo Sunkel y Nicolo Gligo hace ya casi cincuenta años.
 
El Cambio Climático global, contenedor de todas las crisis contemporáneas, es el resultado de este estilo de desarrollo que estimuló el desequilibrio creciente entre el progreso material de las sociedades y los procesos perpetuadores de la vida, como asevera Augusto Angel Maya (1991), uno de los pioneros del pensamiento ambientalista latinoamericano.
 
Tal estilo de desarrollo, que refleja una ideología del progreso compartida por la mayor parte de los siete mil millones de seres humanos que hoy poblamos este Planeta a la deriva, se ha convertido en una amenaza para la vida, muy probablemente debido a que está basado en la prevalencia de la acumulación de bienes sobre el sencillo disfrute de la vida.
 
La velocidad a la que aumenta la crisis que hoy nos agobia solo resulta equivalente a la velocidad que señala la complejidad de un mundo múltiplemente entrelazado y retroalimentado en su colosal fluir.
 
El mundo que hoy podemos reinventar, si encontramos la manera de acelerar la esperanza, nos resultará cada vez más complejo y por lo tanto más difícil de asir, menos aprehensible, más dúctil, más maleable y escurridizo, más incomprensible. Exigirá de nosotros una acción compleja y coordinada: tenemos que aprender una nueva manera de mirar y de entender la realidad, tenemos que aprender una nueva manera de organizar los conocimientos, las artes y las ciencias en un corpus dinámico total que nos facilite la salvación de la vida. 
 
El humanismo antropocéntrico que preconizó el renacimiento ha devenido en cierta forma de individualismo estimulado por un racionalismo que equivocó el sentido de una felicidad sencillamente humana, y lo trocó por una especie de felicidad derivada de la tenencia y acumulación de cosas. 
 
Aún estamos a tiempo para rectificar este rumbo.