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Feliza Bursztyn o la mentalidad retorcida. La “Chatarra” al servicio del arte

Felipe Cardona

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Feliza Bursztyn da un paseo por las calles de París, vive el idilio de su consagración como escultora. Por fin, después de una batalla sin tregua, puede darse el respiro anhelado desde su juventud, está por finalizar la década de 1970 y su obra es reconocida por los críticos y las galerías. En el albor de su vida en la “ciudad luz”, la artista se embarca en las imágenes de su pasado y se encuentra en la pacata Bogotá de 10 años antes. Allí está de nuevo, encerrada en su estudio, trabajando con ruedas, tuercas, tornillos y láminas; ensimismada en el silencio de la creación que aboga por lo elemental: Hacer una obra con los elementos a su disposición, primero la materia y después lo otro.

Y lo otro es la obra terminada y expuesta en la galería. Y lo otro es el público confesional y ortodoxo de los años 60 que lanza comentarios despectivos hacia su creación. Pero Feliza no se desmotiva, intuye que su propuesta tiene un valor insólito superior a toda arenga de repudio. Su arma es escandalosa,  a través de la chatarra y los materiales considerados “basura”, va forjando una obra de avanzada que comienza a dar de que hablar en los círculos intelectuales.

Feliza vuelve al regocijo de su presente en Paris, se siente victoriosa. Y este sentimiento se traduce en haber logrado el consentimiento del público bogotano antes del parisino. Mientras en Paris todos están acostumbrados a las obras escandalosas y es casi una obligación social del intelectual apoyar las gestas incomprensibles del arte para mantener su status de progresista, en Bogotá sucede todo lo contrario, la tradición es el seso de los criterios pusilánimes del buen gusto donde todo lo nuevo se mira con recelo y desprecio.

Basta imaginar una de sus primeras exposiciones en el Museo de Arte Moderno de Bogotá, que fue calificada por uno de sus tantos inquisidores como un espectáculo truculento y dramático. Sus artificios, dotados muchas veces de movimientos, música y luces telúricas asustaban al incauto espectador, que nunca antes había visto que una obra de arte se desatara en desmedidas convulsiones. No faltaron incluso quienes la subrayaron como plagiaria. La serie de camas eléctricas que realizó para la exposición del Festival de Arte de Cali en octubre de 1968, fue señalada como una copia de la obra de la escultora norteamericana Irene Krugman. Posteriores estudios revelarían que la denuncia no fue más que un error fatal de un crítico que no consideró las diferencias entre ambas artistas.

Estos primero pronunciamientos, lejos de hundirla, hicieron que su trabajo se tornará mucho más más desafiante, y en poco tiempo su temperamento contestatario fue asimilado como un símbolo de la resistencia en una juventud que ya apuntaba hacia un giro liberador.  Entonces aparece la figura de Marta Traba, que con un ánimo renovador, ve con buenos ojos la iniciativa de Feliza. La crítica de arte argentina, que ya contaba con cierto prestigio en los círculos culturales colombianos, pone en boga el trabajo de la escultora, que a pesar de ser  repudiada por la mayoría del público, empieza a ganar sus primeros partidarios, sobre todo entre los artistas.

Entonces llegan los años 70 y el choque con el público se hace más evidente, sus esculturas-chatarra adquieren un tono histérico. Incluye motores ruidosos que dan movimientos fantasmagóricos a sus figuras y todo se convierte en un espectáculo estrambótico. La chatarra toma vida y esta efervescencia empieza a ser entendida como una manifestación de la contracultura. Es en este punto donde sucede lo inevitable, la corriente histórica se apodera de su obra, pese a que la artista defiende la independencia de su obra y la considera apolítica, no son pocos los que asumen que su trabajo coquetea con los proyectos de reivindicación de la izquierda.

Fue quizá su baila mecánica de 1979 la obra donde más se insinúa, aunque no abiertamente, una reflexión política: Un mecanismo esconde varios personajes que se mueven debajo de unas telas. Es evidente que hay una denuncia contra el sometimiento y el abuso, una intención de visibilizar a las víctimas de una maquinaria atroz. Por ese entonces Colombia vivía el terror del polémico Estatuto de Seguridad, una doctrina de seguridad implementada por el Presidente Julio César Turbay, donde las fuerzas militares tenían la potestad de inmiscuirse a su conveniencia en la sociedad sin ningún tipo de trabas para controlar la creciente insurgencia. Esto por supuesto se tradujo en abusos en contra de las libertades, torturas arbitrarias y juicios sin fundamentos. Aunque nunca se esclareció un vínculo entre la obra y la situación histórica, esta coincidencia temporal sería años más tarde la excusa perfecta del Estado para acabar con la trayectoria artística de Feliza.

Si nos remontamos nuevamente al Paris de finales de los 70, vemos a Feliza en sus mejores años, se encuentra en una gira por Europa, su obra se expone con éxito en Varsovia y Cracovia, sin contar que tiene programada una exposición en Cuba el próximo año en la afamada Casa de las Américas. Lo que no sabe es que este escenario ideal está a punto de terminar. La consagrada escultura de la chatarra es incapaz de imaginar lo que le espera a su regreso a Colombia, donde el fantasma de la incomprensión que creía ya esfumado, prevalece con una fuerza renovada. Pero esta vez sus detractores tienen un nuevo rostro, ya no se trata del público contrariado de las galerías, esta vez la esperan unos personajes parcos que se amparan en la temeraria arbitrariedad de las insignias para acabar con sus contrarios: Feliza tendrá que enfrentarse cara a cara con los militares.

Todo sucede con una rapidez inusitada, el 24 de julio de 1981, una patrulla militar entra a su casa a las 4 de la mañana y lo revuelca todo.  No hay argumentos, la incursión es silenciosa. Los militares vestidos de civil se llevan a la artista y la someten a un juicio calumnioso en las caballerizas del Cantón Norte. Amenazan con violarla, ella no manifiesta temor: “Toda mujer con marido está acostumbrada a ser violada” dice con ironía. Luego la sueltan pero es acusada de ser la conexión entre el movimiento guerrillero M19 y el gobierno cubano.  Quieren encarcelarla y antes de que se lleve a cabo su captura, Feliza opta por exiliarse en la embajada mexicana. Finalmente termina nuevamente en París, donde se reúne con sus amigos escritores, Gabriel García Márquez y Enrique Santos Calderón.

A principios del año 82, Feliza Bursztyn, agotada y traicionada por su país, se despide del mundo de los vivos en una cena descrita por la pluma magistral del nobel García Márquez: “Feliza, sentada a mi izquierda, no había acabado de leer la carta para ordenar la cena, cuando inclinó la cabeza sobre la mesa, muy despacio, sin un suspiro, sin una palabra ni una expresión de dolor, y murió en el instante. Se murió sin saber siquiera por qué, ni qué era lo que había, hecho para morirse así, ni cuáles eran las dos palabras sencillas que hubiera podido decir para no haberse muerto tan lejos de su casa”.
En menos de un año, la ausencia de sus hijas y la enfermedad  en los pulmones que la aquejaba hicieron mella en su espíritu combativo. Los periódicos colombianos  sacaron la noticia en primera plana ante la indiferencia de la gran mayoría.  Indiferencia que aún se mantiene porque tendemos a desestimar todo aquello que presente un reto a nuestro entendimiento, y es esa actitud la que nos hace perdernos de testimonios invaluables como el de Feliza Bursztyn, un legado que habla de no conformarnos y de tomar el riesgo como una impronta de vida.