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Para hacerle justicia a la Edad Media

Fernando Corzo

Revista Nova et vetera - Logo

Abstract: En el presente artículo se buscó derribar la idea generalizada de que la Edad Media es una época oscura e inferior. Se destacó, mediante algunos ejemplos tomados de la historia, la filosofía y las artes, el legado que esta maravillosa época ha dejado. Se quiso, además, dejar en claro en qué momento empieza la verdadera decadencia en Occidente, es decir, señalar en qué momento el hombre occidental deja de lado el espíritu tradicional (escolástico), propio del medioevo, para decidirse por una visión más materialista, decisión que, por supuesto, traerá consecuencias fatales.

Todo tiende a degradarse con el paso del tiempo. Esa es una ley natural de la que nada ni nadie escapa. Pero quizá lo que más acelera el proceso es el abandono. Quien haya dejado sola una casa por un largo periodo habrá experimentado el peso del tiempo y del abandono. La casa, una vez deja de alojar a alguien, pierde el espíritu. Las paredes se descarapelan, la humedad penetra por todas partes, los techos se caen, algunos muros empiezan a agrietarse y otros a derrumbarse. La casa se cae porque el espíritu (sus habitantes) ya no está allí. Esto es precisamente lo que le ha pasado al periodo histórico conocido como Edad Media, pese al inmenso esfuerzo que hacen historiadores como Régine Pernoud[1], una simpática francesa que ha dedicado su vida entera a hacerle justicia a aquella época, muy maltratada por el imaginario común.

Las palabras feudal, gótico y medieval hoy son términos peyorativos. Son asociadas a lo oscuro, a lo cruel, a lo intolerante. De hecho, el término Edad Media fue acuñado por algunos intelectuales del Renacimiento, y con él quisieron dar a entender que ese tiempo era, en comparación con la Antigüedad y con el periodo que inauguraron, inferior. Los ingleses de la ilustración, por su parte, bautizarían a esta época con el nombre de dark ege. Hoy, ese largo periodo histórico que duró aproximadamente mil años es visto como una época de sucesivas tiranías, en la cual prevalecieron las guerras, las pestes y las hambrunas. En el presente artículo pretendo devolverle el color a ese fresco medieval que, por culpa, quizá, del tiempo, del abandono y, sobre todo, de la ignorancia, empezó desteñirse en algún punto de la historia. Pretendo, además, señalar en qué momento empieza la verdadera decadencia en Occidente, la cual está relacionada con el olvido de las fuentes tradicionales. Pero antes de seguir, dejemos claro en qué momento dicen los historiadores que empezó y terminó la Edad Media.

En el año 476 d.C., el último emperador de Roma, Rómulo Augústulo, cayó y fue reemplazado por un rey barbaro: Odoacro. En este punto, según, Jacques Le Goff[2], empieza el consabido periodo. Otros más radicales, como René Guénon[3], piensan que el medioevo empieza con el reinado de Carlomagno (año 800 d.C.). Algunos historiadores le ponen fin en el año 1500 d.C., tiempo en que cae definitivamente el Imperio Romano Carolingio. Hay otros, como Johannes Bühler[4], que piensan que se puede extender hasta el Renacimiento. Los historiadores, como se puede observar, no se ponen de acuerdo ni siquiera en cuanto a lo que se refiere a las fechas. No obstante, todos parecen estar de acuerdo en afirmar que la Edad Media europea se caracteriza por el hecho de que el poder, sea feudal o monárquico, fue especialmente bondadoso con el cristianismo. La fecha de irrupción de este periodo histórico, entonces, habrá de ubicarse en el momento en que esta relación se quiebra bruscamente.

Por lo común se cree que la Edad Media es la época más decadente que ha tenido la humanidad. La mentalidad progresista que nos han querido inculcar nos obliga a pensar, absurdamente, que la vida humana mejora con el paso lineal del tiempo. Sólo tenemos que recopilar algunos datos históricos para demostrar cuán ilógica es esa afirmación. Empecemos por traer de vuelta la imagen del reino que logró construir Carlomagno con ayuda del papado, organización a la cual el emperador le dio poderes extraordinarios sobre la tierra. Es en este punto de la historia cuando nace el poderoso estado Pontificio o Patrimonio de San Pedro. Lo interesante de este monarca no es exactamente el grandioso imperio que construyó, sino el modo como logró construirlo. Más que controlar y ganar territorios mediante la fuerza, Carlomagno pudo administrar su imperio gracias a la revolución cultural que llevó a cabo. Para hacerla optó, entre otras cosas, por ser un gran protector de las artes y de las letras, por estimular la lectura en la corte y por decretar por ley la educación obligatoria en su reino. Este nuevo orden social implantado por Carlomagno, unido a la prosperidad económica que hubo entonces, hizo que los artistas encontraran un espacio propicio para desarrollar técnicas de la Antigüedad que se habían perdido. El esplendor de los monumentos romanos, tan caros para Carlomagno, regresó. Si comparamos los esfuerzos de este monarca con las artimañas que usan tantos políticos de nuestro tiempo para desestimular la cultura, seguro con el fin de acallar la crítica a sus nefandos gobiernos, nuestra época aparece como una etapa oscura, ignorante y en muchos sentidos inferir.

El matrimonio entre Estado e Iglesia no siempre fue el mejor. El poder terrenal, por una parte, lo ostentaban los reyes, y el espiritual, por otro, pertenecía a los obispos, quienes eran dueños, al igual que los reyes, de vastas extensiones de tierras. Ambos poderes solían confundir sus papeles: los que ostentaban el poder terrenal querían poderes divinos y los que tenían la facultad de regir sobre las almas querían favores terrenales, mundanos. En el siglo XIII los dos poderes chocarían estrepitosamente. A la cabeza del poder terrenal estaría Federico el Hermoso, mientras que del lado de la Iglesia estaría Bonifacio VIII. Este encuentro fatídico para la historia de Occidente quedaría grabado en tono apocalítico y profético en los tercetos de la Divina Comedia. En ese mismo siglo las ciudades cobran importancia y la actividad rural prácticamente desaparece. Surge, a su vez, la figura del burgués, personajes ávidos de dinero y hábiles para obtenerlo. Curiosamente, los legisladores de la corte de Felipe el Hermoso, defensores de los intereses comerciales de la burguesía, apoyan con sus leyes la independencia del reinado de  Francia con respecto al Imperio Romano Carolingio. A finales del siglo XVIII, ironías de la historia, aquellos burgueses que apoyaron el reinado de Francia serían los que le cortarían la cabeza a su propio rey, acabarían con el antiguo régimen que habían ayudado a construir.

Pero volvamos al siglo XIII. Las leyes estipuladas por Felipe el Hermoso y por Bonifacio VIII son a todas luces un claro indicio del deterioro que sufre la humanidad cuando el interés monetario y de poder se pone por encima de cualquier otra cosa. La Iglesia, por su parte, sufre una considerable pérdida al preferir los poderes mundanos, lo cual queda simbolizado cuando el papa de la época añade una tercera corona a su tiera, símbolo del poder terrenal. En ese mismo siglo la tortura es legalizada y el rey de Francia, por supuesto, se aprovechará de ella. Razón tenía Dante cuando presentó a este rey en su alegoría como la Bestia.

El papel de la mujer, tan importante en la Edad Media, como sabrá quien haya leído el tan colorido Paraíso de Dante o las cartas de Abelardo y Eloísa, ya no será el mismo. Bonifacio, en 1298, decide enclaustrar totalmente a las monjas. Los conventos dejan de ser centros de enseñanza; el saber se traslada definitivamente a las Universidades, precedidas exclusivamente por hombres. Al mismo tiempo –el ataque contra lo femenino continúa– Federico el Hermoso decreta por ley apartar a la mujer de la sucesión del trono. Las consecuencias de estas decisiones hoy aún se padecen.

Lo femenino es relegado y el ideal de nobleza de corazón es sustituido por los ideales mercantiles propios de la burguesía. En el siglo XIV aparece el reloj mecánico; empieza la era del reloj, del afán. Los ritmos biológicos y estacionales son sustituidos por un compás mecánico. El hombre empieza a perder contacto con el cosmos. En el mismo siglo hace su aparición la pólvora en los campos de batalla. Se cree que en la Edad Media la esclavitud era natural, quizá confundiéndola con el papel del siervo, quien, a decir verdad, gozaba de más beneficios de los que tiene cualquier empleado común de hoy. Sucede que la esclavitud, prohibida en el siglo IV, regresaría en el XVI, cuando el descubrimiento de América. La humanidad es vista entonces como una mercancía más, como un negocio, un objeto.

La verdadera decadencia de Occidente empieza a manifestarse en el siglo XIII, pero se radicalizará en los periodos clásicos (siglos XVI-XVII), cuando, guiados por los principios de la razón, se le cierra las puertas a la sabiduría oriental. Durante el periodo de las cruzadas –dato curioso– quienes predicaban la retoma del Lugar Santo debían leer obligatoriamente el Corán y el Talmud. Se dice, de hecho, que los cruzados trajeron a Occidente gran parte de la sabiduría oriental. En los siglos clásicos se repudiará por completo esta sabiduría. Si hay algunos brotes de orientalismo en estas épocas, será por simple moda. Los datos que se han venido recopilando hasta el momento sirven para demostrar que la verdadera decadencia de la humanidad en Occidente coincide con el fin de la Edad Media.

El Renacimiento surge como una tendencia que buscaba recuperar la grandeza de los antiguos romanos y griegos. Los mismos medievales siempre fueron conscientes de que ellos eran inferiores y sentían devoción por el pasado. Los renacentistas, sin embargo, se concentraron en hacer una fiel imitación del mundo grecorromano. Veían en lo gótico una imitación torpe, inhábil y grotesca. No veían en el mundo clásico un tesoro de sabiduría sino una simple fuente de técnicas para parecer superiores. El renacimiento es el tiempo de los especialistas: el hombre es relegado a una sola función, a ser pieza de una gran maquinaria. No percibieron la esencia del conocimiento heredado de la antigüedad, como lo hizo, por ejemplo, un hombre medieval como Bernardo de Chartres (siglo XII), quien solía decir, comparándose con los antiguos: “somos enanos subidos en las espaldas de gigantes”. Pese al sentimiento de inferioridad que sentían, subidos en los lomos de los antiguos podrían ver incluso más allá que sus antepasados.

En los tiempos clásicos se sustituyen las columnas góticas llenas de movimiento alucinantes por las columnas encanaladas, rígidas. El colorido de los vitrales es trocado por vidrios transparentes. La música, interpretada por los medievales en las plazas para animar las fiestas del pueblo, es enclaustrada en los salones de los aristócratas. En el campo de la filosofía, llega la razón razonante, la lógica aristotélica. Descartes opta por dividir el conocimiento en dos: el conocimiento espiritual y el conocimiento científico, deshaciéndose de la primera por considerar que no pertenece al orden de lo material, tangible o perceptible. En el campo político, se implanta el derecho romano. Lo que se considera un paso para la humanidad en realidad significó un retroceso fatídico. Razón tenía Matisse cuando dijo que “el Renacimiento es la decadencia.

Harían falta muchos siglos para que hombres como Matisse[5] o los pintores metafísicos de Italia reconocieran que los hombres del medioevo estaban caminando por el camino correcto. Cuando el artista contempló por primera vez uno de los frescos de Giotto, llegó a lamentar el hecho de no haberlo conocido antes, pues, según el pintor, le habría ahorrado toda una vida en su esfuerzo por conciliar el realismo con la abstracción. T. S. Eliot, poeta y pensador norteamericano, también haría, a su manera, una interesantísima observación referente a la importancia de nutrirse del pasado, pero no como hicieron los renacentistas, sino de una manera dinámica, viva[6]. Volvamos a traer la imagen de Bernardo de Chartres –aquel neoplatónico que tomó prestada la filosofía griega para aplicarla a su presente–, la de los hombres medievales montados en las espaldas de los gigantes de la Antigüedad. Apropiarse del pasado, nos dice Eliot, implica un sentido histórico. Significa traerlo al presente, a-temporalizarlo. No significa retroceder. Sólo apropiándonos del pasado podremos ser realmente conscientes del presente. Para terminar la lectura, leamos un poema de T. S. Eliot que nos habla sobre la necesidad de volver a las fuentes primordiales, pero no con el fin de hacer una simple imitación, sino para reelaborarla, para participar en esa creación continua que es la cultura:

And what there is to conquer
by strength and submission, has already been discovered
once or twice, or several times, by men whom one cannot
hope to emulate –but there is no competition–
there is only the fight to recover what has been lost
and found and lost again and again: and now, under conditions
that seem unpropitious. But perhaps neither gain no loss.
For us, there is only the trying. The rest is not our business[7].

(Esast Coker)&


[1] Véase el interesantísimo trabajo que hace la historiadora en Pernoud, Régine. Para acabar con la Edad Media. Medievalia, Barcelona, 2010.

[2] Veáse, al respecto, Le Goff, Jacques. La civilización del Occidente Medieval. Barcelona, Editorial juventud S.A., 1969.

[3] Múltiples son los trabajos del autor que rescatan el valor de la Edad Media. Entre ellos, véase Guénon, René. La crisis del mundo moderno. Barcelona, Ediciones Obelisco, 1982.

[4] Bühler, Johannes. Vida y cultura en la Edad Media. México, Fondo de Cultura Económica, 1977.

[5] Contémplese los vitrales que realizó al final de su carrera artística.

[6] Ver los ensayos recopilados en Eliot, T. S. Lo clásico y el talento individual. México D. F. Universidad Autónoma de México, 2004.

[7] “Y lo que hay que conquistar / por fuerza o sumisión, ha sido ya descubierto, /  una, dos, o varias veces, por hombres con quienes no cabe / la emulación –pero no hay competencia–, / sólo la lucha por recobrar lo perdido / y encontrado y vuelto a perder una vez y otra, y ahora en condiciones / que no parecen propicias. Mas quizá ni ganancia ni pérdida. Para nosotros sólo hay el intento. Lo demás no es cosa nuestra”. Traducción de Jaime Gil de Biedma.