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Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos, el artista fugitivo

Felipe Cardona

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Fue muy fácil quebrar la serenidad del monasterio de Monguí. Para los frailes acuartelados en el silencio de las plegarias, aquel hombre de aspecto desquiciado no pudo ser otra cosa que una indigna intromisión.  Desde los primeros días la intriga hizo de las suyas, los monjes no entendían porque el extraño huésped evitaba los oficios religiosos y en cambio recibía una atención especial por parte de los superiores, que lo visitaban en el cuarto donde permanecía enclaustrado casi todo el tiempo. Pronto todo salió a la luz, bastó que algún incauto contara lo que había visto en el cuarto del esquivo visitante: En medio de un mar de postales y santorales  una silueta hacía garabatos frente a un caballete. El hombre era un pintor.

Con el paso del tiempo los religiosos se adaptaron a la presencia sigilosa del artista, que poco a poco fue saliendo de su encierro. Sus largos paseos al páramo de Oceta, contiguo al monasterio, se tornaron cada vez más rutinarios. De las caminatas volvía el artista empantanado de ideas y en menos de nada todo se convertía en un trajinar de lienzos gigantescos por los zaguanes. Las paredes no tardaron en llenarse de escenas religiosas, y es que la mano generosa del artista no dejaba de inventar santos martirizados y vírgenes afligidas. En una de las telas, el pintor quiso salir del anonimato y se atrevió a firmar. Los franciscanos no pudieron guardar el asombro, el más nombrado artista de la Nueva Granada era su huésped de honor, Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos estaba entre sus filas.

Luego de este episodio, la razón de la sospechosa actitud del artista salió a la luz. Amparado por sus amigos franciscanos, debía pasar de incognito si no quería alertar a las autoridades que lo perseguían por toda la nación. Era un prófugo de la justicia solicitado en Santafé de Bogotá para responder por un crimen, que para la época era una afrenta contra Dios. La vida le había dado un vuelco en menos de nada. De ser el artista mimado por todas las congregaciones religiosas, había pasado a ser un odiado malhechor. Estaba jugando su última carta, o la reclusión monástica o la desolación de la prisión.

En una fría noche de páramo, Gregorio relató a un grupo de frailes la historia que lo arrojó al ocaso del anonimato. Les contó que apenas unos meses antes en aquel año de 1701, se había involucrado en uno de los episodios más sonados en la capital del reino: la fuga de María Teresa de Orgaz con el oidor Bernardino Ángel de Isunza.  El episodio que protagonizó el artista no llegó a oídos de Shakespeare, que probablemente lo hubiera ventilado en alguna de sus tramas teatrales. Tenía todo lo necesario para ser llevado a las tablas, era una historia suculenta: el delirio imposible de dos amantes que se saben separados por una sociedad donde el amor es un deber y la desgracia del más afamado artista del reino por culpa de su temperamento rebelde.

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Y es que el pintor siempre tuvo un temperamento colorido, dramático.  Los que pudieron conocer al artista afirmaban que no había tablado o toque de chirimía que no contara con la presencia de Gregorio.  Era el genio de la verbena, en las chirriaderas, una especie de carnaval en honor a San Juan, se encargaba de adornar a los jinetes y caballos que protagonizaban el espectáculo. Su temperamento contrastaba claramente con el de gran parte de los capitalinos, gentes de carácter suave y más bien cortos de entusiasmo por la vida licenciosa.

Pues la historia de la fuga empezó en una noche de fiesta, ¿dónde más podría ser? El oidor de la Real Audiencia, Bernardino Ángel de Isunza compartía copas y penas amorosas con Gregorio. Y es que el artista era el confidente perfecto, ya que contaba con la experiencia necesaria tras largos años de matrimonio.  El oidor no soportaba la idea de no volver a ver a su mujer amada, la señorita María Teresa de Orgaz.  Y no era la muerte el obstáculo, sino el convento de clausura de Santa Clara, donde fue recluida la muchacha cuando sus padres se enteraron de sus amoríos con el prestante juez español.

La sociedad se manifestó de manera tajante, a pesar de que el oidor pertenecía a una casta aristocrática nada despreciable, María Teresa era de origen criollo.  Para la época se aplicaba aquella premisa de juntos pero no revueltos.  Nadie se casaba por amor, o muy pocos para ser justos, el matrimonio era más un contrato entre bandos del mismo linaje para mantener la riqueza familiar.  Como era de esperarse, la adversidad ganó la partida y los amantes fueron separados cuando se daban las primeras muestras de simpatía.

En medio de la desgracia de su amigo, el pintor tuvo una idea. Su oficio de artista le daría un chance para concretar un encuentro entre los amantes. Y es que Gregorio, era la única persona fuera de las religiosas del convento, que podía acceder sin restricciones al claustro.  El oidor manifestó que un encuentro no bastaba,  quería jugársela por el todo o quedarse sin nada. El artista  accedió y maquinaron la forma de entrar al edificio con el propósito de una fuga definitiva.

Llego la noche del asalto. El artista se había colado a tempranas horas en el Convento y cuando las religiosas dormían, abrió los portones para que entrara el oidor.  La asustadiza enamorada, enterada días antes de todo el plan de deserción a través de las cartas que Gregorio le llevaba, se encontró en plena oscuridad con los intrusos y salió abrazada a su pretendiente. Un carruaje, que los esperaba en las cercanías, los acogió en su buche para llevarlos hacia Puente Aranda, de donde saldrían para Centroamérica, el sitio  que ambos escogieron  para vivir su idilio.

Esa sería la última noche de tranquilidad para Gregorio. Los ojos espías, que nunca descansan, en los días siguientes lo incriminaron en la fuga.  Mientras se organizaba el juicio, las comunidades religiosas de la pacata Santafé condenaron el hecho y retiraron  sus contratos con el artista.  Los rumores daban por cierto una pena contundente contra el pintor, era la mazmorra o la horca.  Ante la incertidumbre Gregorio decidió escapar, se despidió de esposa e hijas y tomo el camino real hacia el norte. Iba disfrazado como un monje franciscano. Su destino era el monasterio de Monguí, donde uno de sus más amigos religiosos le daría techo y comida mientras mejoraba su situación. 

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Una vez conocida la historia en el monasterio de Monguí, los frailes más condescendientes motivaron al artista a entregarse a las autoridades, argumentando que  las represalias que aplicaba la corona contra los fugitivos eran conocidas por carecer de escrúpulos.  El artista tomo una determinación, no le quedaba de otra si quería recuperar a su familia y el prestigio de su oficio. Volvería a la capital y suplicaría el perdón.

A los pocos días una caravana de frailes despidió al burro que llevaba al pintor hacía la alejada Santafé de Bogotá. Gregorio iba temeroso pero con la esperanza de ser perdonado.  Sin embargo los artistas a veces son ingenuos y no saben cómo obra el rencor. En la capital del Nuevo Reino de Granada lo esperaban con ansias,  había un espacio destinado para él y no precisamente bajo el mismo techo donde dormían sus hijas y su mujer.  Tendría entonces que enfrentarse a un destino amargo, que poco a poco  iba consumirlo hasta llevarlo a la locura.  Sin embargo con su desgracia empezaba el mito, Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos se llevaría consigo el mérito de ser el primer rebelde en la cuantiosa fila de los artistas colombianos.