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Soledad Acosta y la Bogotá del año 2000: un texto futurista escrito en el siglo XIX

Felipe Cardona

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El polémico texto vio la luz en abril de 1872, Aldebarán era el autor. Muy pocos conocían el rostro del enigmático literato que rotulaba sus escritos con el nombre de la estrella más brillante de Tauro. Sin embargo nadie se cuestionaba la identidad de aquel personaje, que desde la penumbra del anonimato, agitaba la pluma para los pasquines y periódicos más leídos en Bogotá.

Pensarían acaso que el texto era un lance de algún escritor de renombre, quizá el reconocido empresario Ricardo Silva o en su defecto José María Vergara y Vergara, ambos contertulios del grupo literario Mosaico.

Nadie hubiera apostado por darle la autoría a una mujer, sobre todo porque en la Bogotá de entonces el género femenino estaba relegado a los hornos y a la rueca.

Sin embargo, como una excepción en tan agarrotada moral, Aldebarán era uno de los tantos seudónimos usados por Soledad Acosta de Samper, una escritora que se alzaba contra los preceptos que excluían a la mujer del oficio literario. Su autosuficiencia la había llevado a codearse con los grandes escritores de costumbres, muchos de los cuales la miraban con censura y displicencia.

El texto de Soledad se titulaba “Una Pesadilla”. Los ejemplares del periódico Bien Público escasearon en cuestión de días y se convirtieron en tesoros custodiados con celo por los lectores que tuvieran el facsímil.

El artículo tenía algo particular, ya que ventilaba consideraciones sobre la Bogotá de un futuro lejano. La osada escritora había viajado en el tiempo a través de su fecunda imaginación para compartir con el lector su visión de lo que sería Bogotá ciento veintiocho años después, es decir en el año 2000.

El artículo es la descripción de un sueño de un hombre desconocido. Desde el primer momento, es evidente que el personaje está obsesionado con las discusiones en torno a los nuevos paradigmas filosóficos que por ese entonces se ventilaban en los círculos intelectuales, lo que lleva a entregarse al sueño con la cabeza llena de enigmas. Sin entrar en detalles sobre estas opiniones, el individuo nos inicia en su fantasía con una imagen desconcertante: “Figúreme que me llevaba una máquina alada a una ciudad toda embaldosada de mármoles y piedras y repleta de altísimos monumentos”.

Este primer acercamiento hacia el futuro no puede ser más revelador. Cuando la autora se refiere a una maquina alada no podemos pensar en otra cosa diferente a los aviones. Cabe resaltar que para la época era impensable un viaje en un vehículo distinto a los trenes, los caballos y los barcos. Lo más parecido a un viaje en el cielo lo ofrecían los globos aerostáticos, sólo conocidos en Europa y con características muy diferentes a las de un aeroplano. Aún faltaban varios años para que los hermanos Wright probaran con éxito su primer avión y casi dos décadas para que el revolucionario invento surcara los cielos colombianos.

Otra cosa que llama la atención en la entrada del texto, es que el personaje nos habla de una Bogotá dominada por los rascacielos. Hecho que sorprende si indagamos un poco en la historia: aún faltaban doce años para que se construyera en Chicago el edificio Baron Jenney, el primero que superó los diez pisos de altura, y habrían de pasar más 40 años más para que en la Bogotá de los años 20, Manuel Peraza legitimara su emporio económico con un edificio de siete pisos con ascensor, el primero que tuvo que la ciudad.

Continuamos con el texto, el siguiente apartado nos habla del hombre en compañía de una familia que lo convida su casa. En la casa el invitado se encuentra con dos cosas que llaman su atención: relojes eléctricos y botones de la misma clase donde en vez de timbres se oyen voces. Si bien es cierto que para la época había unos cuantos relojes eléctricos, el tema de los timbres con voces nos deslumbra por la familiaridad entre estos aparatos y los citófonos o comunicadores actuales. No sobra recordar que para la época del artículo el telégrafo era el aparato dominante en el ámbito de la comunicación.

Una vez terminan las descripciones de los inquietantes objetos, el artículo se decanta hacía las profundidades del pensamiento moderno. Dos mujeres llegan a la casa y se presentan ante el protagonista de la historia. Se trata de dos damas de distinguidas maneras que buscan a la dueña de la casa para solicitarle trabajo en las faenas caseras. En este punto la escritora se apalanca en un dialogo entre varios personajes para darle mayor contundencia a sus argumentos y eximirse de consideraciones que puedan sonar a título personal. Este recurso no es gratuito, Soledad es consciente de que las siguientes líneas se sostienen sobre ideas perturbadoras y escandalosas.

Las mujeres ofrecen sus cartas de presentación. Ambas son estudiantes de la Universidad Nacional y la Academia de Escuelas Nacionales. La dueña de casa se desvanece del asombro. Cosa parecida debió ocurrirles a los coetáneos de Soledad, aún faltaba un trecho de casi 60 años para que Paulina Beregoff recibiera los honoresdel ser la primera mujer egresada de una facultad universitaria en el país.

Si bien esta primera ruptura del rol tradicional de la mujer ya de por si es un punto espinoso en el texto, lo que viene a continuación es aún más perturbador. Soledad se anticipa al desvanecimiento de la iglesia ante los modelos del pensamiento moderno y nos habla de una insurrección sin precedentes. La dueña de casa recibe una respuesta contundente cuando pregunta a una de las jóvenes universitarios sobre si asiste a misa los domingos: “ Confieso a usted que jamás se me ha ocurrido entrar a las iglesias de esta ciudad. Señora, ¡Esos son focos de superstición e idolatría que ya no frecuentan las personas ilustradas”.

No contenta con su respuesta, la muchacha continua su arremetida: “El cristianismo, señora, es un mito, es un andrajo podrido que nos ha legado la Edad Media, para deshonra de la verdadera civilización”. El olfato de Soledad no deja de sorprendernos, su mujer futurista ha logrado acceder a las aulas para convertirse en una revolucionaria que profesa la abolición de los códigos cristianos.

Como conclusión y para cerrar con una extraordinaria profecía, la escritora pone en boca de la exaltada muchacha unas palabras decisivas: “Mis compañeras y yo somos partidarias de la completa emancipación de la mujer. Ya hemos obtenido el derecho del sufragio y hemos elegido a muchas mujeres para que aboguen por nosotras en Asambleas y Congresos”. La autora parece adivinar lo que en vida no conocería y lo que anhelaba con devoción.

Pese a que el texto en su última parte se propone calmar los ánimos del lector al resaltar la desazón del protagonista frente a las visiones del futuro, una lectura cuidadosa nos enfrenta a las verdaderas intenciones de la escritora. Notamos que el diálogo es su amuleto de salvación para redimirse en medio de una sociedad donde expresar una opinión abierta se hubiera tomado como un sacrilegio. Las voces se explayan en todas direcciones sin un doliente y dejamos de temer. Pensamos que es un sueño lejano que no nos compete, una pesadilla que legaremos a otros tantos que no conocemos.