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Eduardo Ramírez Villamizar, El Exhumador de Mitos

Felipe Cardona

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Si en un artista puede evidenciarse una vocación hacia el silencio, es en Eduardo Ramírez Villamizar. En el campo artístico colombiano dominado por la dictadura de la anécdota, el creador prefirió decantarse por el escenario incomprendido de la abstracción.

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Fuente: Archivo Fotográfico de Hernad Díaz, Biblioteca Luis Ángel Arango

Mientras los otros aspiraban a la fama, él prefirió cultivar la admiración de un nicho. Siempre fue un hombre de contar con lo poco, con lo esencial, todo un paladín de la simpleza.

Quizá el hecho de ser oriundo de Pamplona, pueblo confesionario y respetuoso de la tradición, hizo que Ramírez Villamizar nunca ansiara el reconocimiento. Era, de toda su generación, el artista más tranquilo y en cierto sentido el más opaco.

Nunca se le vio tomando un trago o rodeado de mujeres, lugares comunes para su generación. Sus convicciones respecto al oficio artístico iban en otra dirección y su empeño creativo fue una cruzada mística muy alejada de las salvedades carnales. Por eso sus obras tienen esa minuta del chamán, son tótems divinos, símbolos de conexión entre los hombres y los dioses.

Desde sus inicios Ramírez Villamizar se refugió en las figuras esenciales de la cultura precolombina, representaciones que son un elogio a la parquedad.

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La generación de Eduardo Ramírez Villamizar, que aparece de último en la fotografía.

Muchos toman esa inclinación hacia los modos prehispánicos como un evento reaccionario, pero el artista en el fondo es un revolucionario consagrado. Es cierto que acudió al pasado buscando el sentido de su escultura, pero esa apuesta evocativa lo convirtió en uno de los artistas más originales en el terreno de la abstracción en Latinoamérica.

La frialdad matemática del relieve, la ausencia de referencias humanas y el uso de colores profundos y vivos reviste a su obra de una espiritualidad particular, cercana a la contemplación.

Ramírez Villamizar es benevolente con el espectador, quiere que su obra produzca apaciguamiento. Cada uno de sus trabajos convida a la reflexión, nunca se vinculan con la ferocidad del sentimiento.

Sin embargo, aunque sus trabajos se escondan bajo el velo de lo abstracto, tienen un profundo dramatismo. Su geometría es musical, no encontramos figuras cerradas ni previsibles; cuando un ángulo está por afianzarse, aparece una curva, cuando los dos puntos del círculo están por tocarse una línea se les atraviesa.

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Pórtico en el Parque Tercer Milenio en Bogotá. Foto de Margarita Mejía

Ramírez Villamizar marca una diferencia frente a los otros artistas que también apuestan por la abstracción, no es un escultor de soluciones fáciles, de esos que buscan el equilibrio y la composición, es un romántico, un artista que apuesta por el desconcierto.

Detrás de toda su parafernalia geométrica hay todo un universo metafísico. Desde los años 50 cuando abandona la pintura figurativa y se lanza al terreno de la escultura, ya se evidencian las obsesiones que marcarán su itinerario artístico. Es evidente por ejemplo, la reinvención que hace del relieve precolombino. Obras como El Dorado en 1958 y los Recuerdos de Machu Pichu de 1984 están marcados por este particular interés.

Es a raíz de este encuentro que surge elemento diferencial que más destaca en la obra del escultor: La relación entre las construcciones arquitectónicas y el entorno natural y la consecuente tensión que se crea entre el paisaje edificado por el hombre y el paisaje ideado por la naturaleza. Las esculturas que hizo en hierro por ejemplo para la serie Recuerdos de Machu Pichu, tienen la intención de oxidarse para unificarse con el espacio, algo similar a lo que expresa Álvaro Mutis desde el campo literario: el deterioro de la materia, los accidentes del tiempo sobre las cosas.

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Caracol. Escultura en hierro oxidado. Obra de Eduardo Ramírez Villamizar, 1988. Coleccion Museo de Arte Moderno, Ramírez Villamizar, Pamplona, Norte de Santander. Fotografía de Ricardo Rivadeneira

Este maridaje entre escultura y tiempo desemboca en otro aspecto esencial que emerge del trabajo del Ramírez Villamizar. Para el escultor el arte debe tener un impacto en la comunidad, debe recuperar su importancia social, cumplir el rol de tótem, de símbolo icónico de la tribu. Por eso gran parte de su trabajo es visible para todo el mundo en los espacios públicos. El arte sale de la galería para convivir con la calle. Son construcciones se enfrentan a la intemperie, son vulnerables, tienen una vida propia ajena al creador.

La obra de Ramírez Villamizar es pues una oportunidad de acercarnos a lo que fuimos, de aliviarnos con las formas geométricas ancestrales, de entablar un diálogo con una obra desnuda, ajena a los egos artísticos. Basta detenerse en algún lugar de la geografía citadina para encontrarse con uno sus trabajos, monstruos sepultados a medias en el asfalto o el prado, los vestigios de nuestra memoria colectiva, el eco que resuena de nuestras tradiciones más profundas.