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El Universo del Perdedor

Ismael Iriarte Ramírez

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Como la mayoría de las personas he pasado buena parte de mi vida esperando alcanzar la felicidad, el éxito e incluso la grandeza, conceptos cuyas definiciones personales han ido variando con los años. Sin embargo, en algunas ocasiones, especialmente en aquellas en las que la búsqueda llega a buen puerto y genera un inaprensible vacío, o cuando, por el contrario, parece estancarse, no puedo evitar pensar en aquellos paradigmáticos perdedores de la literatura y otras manifestaciones de la cultura popular, que a pesar de encontrarse lejos del camino deseado han robado el corazón de las personas durante siglos. Pero ¿Por qué amamos a los perdedores de la ficción?

La aparición del Quijote de Cervantes, a principios del siglo XVII, no solo sirvió como la piedra fundacional sobre la que se construyeron los cimientos de la novela en español, que hasta esa época era considerada como un género menor, frente al teatro y la poesía; sino que también puede considerarse como uno de los primeros referentes de la caricaturesca figura del perdedor en nuestro idioma.

Pero el universo del perdedor va mucho más allá de la creación de Cervantes y la necesidad desacralizadora del siglo XVII; su figura encontró un lugar en cada época y cada sociedad por cuyas rendijas se traslucían muestras de decadencia. Nuestro querido siglo XX fue prolijo en estas manifestaciones, viendo crecer codo a codo junto a detectives implacables e incorregibles seductores, un puñado de perdedores que venían a representar el necesario equilibrio.

Anthony Patch y Gloria Gilbert, protagonistas de la novela de F. Scott Fitzdgerlad, Hermosos y malditos, nos muestran una variación de este tipo de personajes, una en la que la redención no parece probable, pero en la que al final logran salirse con la suya. Tras su apariencia perfecta, encumbrada en la alta sociedad estadounidense de la primera mitad del siglo, se muestran imperfectos, inútiles, incapaces de mantenerse por sus propios medios y atrapados en un tortuoso matrimonio a la espera de una herencia, que no saben si llegará.

Un caso más ajustado a la versión bienamada del perdedor lo presenta el escritor escocés Irvine Welsh, con su novela Trainspotting, cuya adaptación cinematográfica protagonizada por Ewan McGregor, nos hizo experimentar una inexplicable fascinación por un grupo de adolescentes, perdidos en el mundo y sin ningún provecho para la humanidad. Esta historia terminó por convertirse en una película de culto, que dio pie incluso a una valiente secuela grabada 20 años después de la primera parte.

El cine ha sido por supuesto terreno fértil para la figura del perdedor y algunos directores como Tim Burton han hecho de ella uno de sus mayores activos, con personajes tan queridos como patéticos, de la talla de Edward Scissorhands, Ed Wood, o Ichabod Crane (Sleepy Hollow), todos interpretados por Johnny Depp. Por su parte, la música popular también ha aportado lo suyo en esta materia y artistas como Bob Dylan, Leonard Cohen, Tom Waits o Jacques Brel han recreado una y otra vez en sus letras y melodías la naturaleza del personaje que nos ocupa.

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El mérito de los perdedores desde el mismísimo Quijote lejos de ser el de inspirar empatía o compasión en el lector, se encuentra en la titánica misión de desmontar la figura heroica del caballero, valiente, decidido, siempre con las palabras precisas en el momento adecuado. Este extraño héroe arrastra una figura más humana y falible, con la que rápidamente el público empezó a identificarse y lo continúa haciendo aún hoy.

El verdadero valor de estos personajes es que reflejan nuestras propias miserias, les restan importancia y nos muestran un mundo ilimitado de oportunidades aún en medio de las precariedades. La presencia del perdedor nos recuerda que podemos alcanzar nuestros sueños sin importar cuantas veces nos equivoquemos, nos hace disfrutar más nuestros pequeños triunfos y soñar con una solución mágica, aunque en el fondo seguimos anhelando parecernos más al héroe de la historia.