Pasar al contenido principal

Pasto, La ciudad que se enfrentó a la independencia

Felipe Cardona

portada

El estereotipo se resiste. No hay amenaza para su malsana estabilidad, por cada cabeza que le cortan le nace una nueva. La historia es intransigente, lo saben de sobra los vencedores: una vez concretada la campaña que expulsó a los españoles del territorio americano, los patriotas se dedicaron a sembrar el rumor de que los pastusos eran gente de corto entendimiento.

Esto se debe a que Pasto siempre fue un escenario hostil para los héroes de la patria; mientras casi todas las provincias se sumaban al entusiasmo revolucionario de los patriotas, esta ciudad del sur, celosa de su catadura realista, mostraba los dientes. Para los pastusos el Rey y el Volcán Galeras, el resto importaba poco.

El estereotipo se resiste. No hay amenaza para su malsana estabilidad, por cada cabeza que le cortan le nace una nueva. La historia es intransigente, lo saben de sobra los vencedores: una vez concretada la campaña que expulsó a los españoles del territorio americano, los patriotas se dedicaron a sembrar el rumor de que los pastusos eran gente de corto entendimiento.
 
Esto se debe a que Pasto siempre fue un escenario hostil para los héroes de la patria; mientras casi todas las provincias se sumaban al entusiasmo revolucionario de los patriotas, esta ciudad del sur, celosa de su catadura realista, mostraba los dientes. Para los pastusos el Rey y el Volcán Galeras, el resto importaba poco.
Fue desde los años de la impúber república que Pasto se convirtió en la fortaleza de los inadaptados. Una vez los criollos decretaron en Bogotá que se separarían del imperio español, en Pasto se oyó una voz de protesta, su gente seguiría fiel a los designios de su majestad Fernando VII.  En la misiva que envío el cabildo de la ciudad a los rebeldes bogotanos en abril de 1814, es muy clara su posición: “Nosotros hemos vivido satisfechos y contentos con nuestras leyes, gobiernos, usos y costumbres. De fuera nos han venido las perturbaciones y los días de tribulación...”. Al pastuso de a pie no le cabía en la cabeza separarse del reino, pues las autoridades españolas le garantizaban una vida de relativa tranquilidad.
      

col1im3der

Catedral de Pasto

Ante la negativa pastusa, el altivo prócer Antonio Nariño decidió atacar la ciudad meses después del dictamen. El general, que venía impetuoso luego de varios triunfos sucesivos ante las tropas realistas, estuvo a punto de someter a Pasto. Todo auguraba una victoria, pero un inesperado abrazo de pólvora sobre el cuerpo de oficiales patriota sembró el terror en la tropa que se dispersó.  Con las filas rotas el líder de los rebeldes quedó a merced de los españoles, que, aliados con las guerrillas indígenas, menguaron la retaguardia del ejercito criollo.  Nariño logró huir y se ocultó en la espesura del bosque donde aguantó durante tres días, hasta que dominado por la inanición se entregó a los pastusos.
        
Es muy probable que el general patriota presintiera su final y por eso decidió darle una última prueba de su carácter a las gentes que lo habían vencido.  Cuando fue presentado ante la multitud que esperaba curiosa en la plaza dijo: "Pastusos, queréis la cabeza al general Nariño, aquí lo tenéis".  La ciudad interpretó este gesto como un símbolo de gallardía y le perdonó la vida. Tras varios meses entre las rejas, el reducido militar emprendería su destierro hacía una prisión en Cádiz.
  
Años después el turno fue para Bolívar, corría el año de 1822 cuando el caraqueño llegó a Pasto. El Libertador conocía muy bien la animadversión que despertaba su causa en la ciudad y no estaba dispuesto a ofrecer concesiones, además ya había sufrido años antes sendas derrotas en las inmediaciones del territorio pastuso.  Su táctica, amparada por los sentimientos más atroces, fue la de ordenar al Mariscal Antonio José de Sucre tomarse la población a sangre y fuego. Era el día de navidad, las tropas independentistas inundaron las calles y asesinaron a quinientas personas entre las que se contaban mujeres, ancianos y niños. No había tropas realistas para hacerles frente, por lo que, en vez de una batalla, muchos investigadores coinciden en que la invasión bolivariana fue una masacre sin situaciones análogas en la historia reciente de Colombia.

Seis meses después de la macabra invasión, en una carta enviada a Francisco de Paula Santander, el Libertador manifestó su antipatía hacía el pueblo de Pasto: “Logramos, en fin, destruir a los pastusos. No sé si me equivoco como me he equivocado otras veces con esos malditos hombres, pero me parece que por ahora no levantaran más su cabeza los muertos...” Así se expresaba Simón Bolívar, herido en su ego por un pueblo que no quiso besarle la mano.


Un último coletazo de los pastusos ante los patriotas en 1823 fue organizado por un mestizo de ascendencia indígena llamado Agustín Agualongo. El teniente realista expulsó a los patriotas de Pasto y con un ejército, en gran parte conformado por fieros indígenas, logro desestabilizar el orden republicano de la región. Si bien la rebelión fue sofocada a los pocos meses por el ejército patriota, este gesto osado demostraba que los pastusos estaban dispuestos a ir hasta las últimas consecuencias por la defensa de su territorio.     

Este gesto de irreverencia pastuso enervó a Bolívar, que, aunque en vida no pudo excluir a Pasto de forma tajante de la nación, dejo en firme los prejuicios que luego imperarían camuflados de verdades.  La herencia política del libertador tomó un vuelo tal en los años venideros que los pastusos fueron apartados de Colombia a través de la difamación.

Sin embargo, a pesar del aislamiento y la mala fama que se teje sobre los pastusos desde los años de Bolívar, vale la pena reflexionar sobre la visión tan particular que propusieron alguna vez y que hoy hace parte de su talante. Si hacemos una retrospectiva de estos dos siglos que llevamos como nación independiente, es inevitable pensar que los pastusos no estaban tan equivocados y que la mofa que les hace todo un país no es otra cosa que una forma de resistir, de mostrar nuestra falta de agudeza, una virtud de sobra entre las gentes que viven en las cercanías al volcán Galeras.