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Iceberg a la deriva

Manuel Guzmán-Hennessey

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Como un gigantesco trasatlántico de proporciones nunca antes imaginadas, ha empezado a surcar los mares del mundo el iceberg Larsen 3 de la Antártida. El hecho ocurrió esta semana. Quiero decir el zarpe de la curiosa “nave”. Según observaciones de los especialistas del proyecto MIDAS, un trozo de hielo del tamaño de aproximadamente ‘cuatro veces Bogotá’ se ha convertido en el iceberg de mayores dimensiones conocido en los últimos decenios (5.800 kilómetros cuadrados). Así lo han confirmadop tanto la Universidad de Swansea como el British Antarctic Survey. Se calcula que este gigantesco “barco a la deriva” cubre un área de aproximadamente 6.000 kilómetros cuadrados.
 
Ahora los barcos que navegan por estos mares tendrán que aguzar sus radares para no toparse con este monstruo de hielo. Paradoja crucial de una humanidad en crisis, que nos remite a otro monstruo de tres cabezas anticipado por Carlos Marx y Federico Engels, y cuyas fauces volvió a poner de presente Ernesto Sábato en el año 2000, el monstruo de una civilización que amenaza la vida.
 
Quiero ir un poco más atrás. Para traer hasta nuestros días la figura del mago que no puede controlar los conjuros que salen de su caja de magias y empiezan a salir monstruos. La referencia del manifiesto comunista de Marx y Engels está en M. Berman (“Todo lo sólido se desvanece en el aire”) y remite a Goethe y a Mary Shelley: “Toda esa sociedad burguesa que ha hecho surgir tan potentes medios de producción y de cambio se asemeja al mago que ya no es capaz de dominar las potencias infernales que ha desencadenado con sus conjuros”.
 
            Toda la vida está en riesgo. El iceberg Larsen C es tan solo eso: un iceberg que esconde la vulnerabilidad de todas las formas de vida. La vida humana y la no humana, la sociedad y la cultura, la economía y el arte. Algunos de los científicos que hoy estudian aquello que Paul Crutzen llamó ‘el antropoceno’ —y que sucede mientras yo redacto estas notas y un inédito bloque de hielo amenaza la paz de un mar quieto por siglos— han sostenido que el siglo XXI bien podría ser el último de esta civilización.
 No obstante debemos persistir.

Ahora bien, por la poca o mucha esperanza que podamos albergar como colectivo humano nos corresponde preguntarnos por qué sucedió todo esto. Y si la respuesta de esta pregunta es que aún hay tiempo para salvar la vida, muy probablemente lleguemos a la conclusión que una buena forma de emprender semejante tarea bien podría consistir en pensar de nuevo nuestro modo de vivir.
Parar y pensar de nuevo.

Apelar a lo que Clarissa Pinkola Estés llamó la ‘conciencia intuitiva’ o el alma salvaje de la humanidad. Para emprender cuanto antes la construcción colectiva de un nuevo paradigma que privilegie a la vida. Reconstrucción esencial de nuestras raíces de cultura. Que sea capaz de sobreponer el respeto y la protección de la vida por sobre toda otra prioridad relacionada con lo que comúnmente se asocia con el progreso, el crecimiento, la economía.

LarsenC By NASA photographs by John Sonntag Public Domain

¿Cuál es esa intrincada red de relaciones que nos envuelve y qué debemos volver a mirar para entender mejor las amenazas y los riesgos que hemos engendrado en ella, como civilización y como cultura, y que hoy penden sobre nuestras cabezas amenazando la continuidad de la vida?

            ¿Qué es lo que tenemos que hacer para rectificar —y merecer— nuestro sitial “humano demasiado humano” (Nietzsche, 1878) en el actual momento de la historia, y con ello adaptarnos a la crisis del ambiente y del clima?

            Se escribe fácil, pero este desafío implica ya un empeño colectivo que podrá ocuparnos por décadas, quizás centurias: “Restituir los vínculos perdidos entre los sistemas naturaleza, vida y Tierra. Comprender, comunicar y enseñar que los seres humanos no estamos por encima de la Tierra, ni tampoco por encima de las otras formas de vida, sino que somos un solo sistema interconectado que no se puede sostener sino a partir de sus complejos flujos de energías” (Guzmán-Hennessey, 2015).
 

 
            La humanidad —y permítanme usar esta palabra— se debate hoy entre la posibilidad de mantener el disfrute de una tecnología fabulosa y el miedo de que todo lo que hemos logrado hasta nuestros días acabe por desmoronarse poco a poco. O derretirse.
 
A los ya conocidos riesgos de la crisis climática, identificados por Engel, Enkvist y Henderson en 'McKinsey Quarterly', es preciso sumar el índice 2017 de Dun & Bradstreet, que incluye factores recientes como “Trump” y el “Brexit”. Cuando se establecieron estos indicadores aún no se había desprendido el iceberg Larsen.
 
El nuevo cuadro para la evaluación del riesgo global, según los tiempos que corren, queda así: a los riesgos relacionados con la vulnerabilidad climática (capitales físico, natural, humano, social y cultural), es necesario agregar (Dun & Bradstreet) los derivados de las actuales incertidumbres globales, a saber: Trump (lo que implica retirar a Estados Unidos del Acuerdo de París y desmontar el plan energético Obama): índice de riesgo: 42/100. Brexit ‘endurecido’, como lo ha anunciado Theresa May: 39/100. Decrecimiento de la economía china: 30/100. Ciberataques (antes del WannaGy): 28/100. Isis: 20/100 y Turbulencias en Latinoamérica: 20/100.

            Sobre todo esto se habló a profundidad en el reciente Diálogo Latinoamericano que tuvo a bien convocar la corporación Milenio y la Universidad Javeriana de Bogotá, ‘un espacio para movilizar ideas y promover la definición de agendas nacionales y regionales comunes, en torno a la necesidad de regenerar la Economía Fundamental y la Cohesión Social, teniendo como marco de referencia las relaciones entre Estado, Mercado y Sociedad’.

            Tal parece que la modernidad no nos hizo mejores, a pesar de lo que prometía la Ilustración; así lo reconoce Nietzsche: “Vinculada a un organismo violento e impetuoso, la filosofía de la Ilustración se hizo a su vez violenta e impetuosa”. A pesar de haber sido, desde entonces, más ‘ilustrados’ no fuimos más civilizados sino, por el contrario, más bárbaros. La civilización actual se debate entre la disyuntiva de pasar a la historia como una civilización homicida o suicida. Y esto que como colectivo humano hemos devenido en posmodernidad nos sorprende en el borde de un abismo, sobre el cual nada sabemos; pero que, sin embargo, persistimos en ignorar.

            ¿Cómo (palabra difícil) podemos (¿debemos?) emprender este colosal empeño colectivo? El de parar y pensar de nuevo.
Volver a mirar el mundo. Esto entraña el desafío de volver a pensar en la base epistemológica del desarrollo, liberarnos de su trampa y procurar un modo de crecimiento centrado en las personas y no en los objetos (Max Neef, 1988).
            Descartar de una vez por todas la equivocada concepción del desarrollo estructurada sobre la falsa creencia de que el mundo es una entidad infinita. Y rectificar el postulado de que, si las economías no crecen, algo está mal en ellas; debido a que la realidad nos ha enfrentado con el drama posmoderno de que, si crecen demasiado (o sin control), todo puede ser peor.

Y luego, como consecuencia de todo ello, plantearse que decrecer puede ser una alternativa del nuevo desarrollo, mejor sintonizada con el propósito colectivo de salvar la vida que con el empeño suicida de salvar primero la estabilidad de los mercados.

Pensar, quizás por primera vez, en toda la historia humana, que el desarrollo es para la felicidad y no para el crecimiento, para el disfrute pleno de la vida y no para la acumulación sin límites.  

*Fuente de la imagen principal: Larsen_Ice_Shelf_in_Antarctica Dominio público