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Los colores del drama: la pintura colombiana en los tiempos de la dictadura

Felipe Cardona

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Optemos por la sensatez: Entre más arbitrariedad, más fecundidad. Entre más imposiciones absolutas, más vías de escape. Necesitamos del No y de las prohibiciones abusivas para inventar nuevas formas de manifestarnos. El arte no es una expresión de la casualidad. Sin trauma no hay oficio, detrás de toda iniciativa artística seria hay una historia marcada por la incertidumbre y el afán de enfrentar algún tipo de tiranía. No es gratuito que los artistas más contundentes se den en tiempos violentos. Pensemos por un momento, ¿Qué serían las aguatintas de Goya sin la desfachatez de la invasión napoleónica? o ¿Qué papel tendría Picasso en la historia si su Guernica no acusara lo inadmisible de la guerra?

Es por eso que durante la dictadura militar del Teniente General Gustavo Rojas Pinilla entre 1953 y 1957, Colombia tuvo un florecimiento sin precedentes en términos artísticos. La cúpula militar, que buscó recomponer a un país demacrado por la violencia, perdió su rumbo ahogada por los delirios que suscita el poder. Cualquier iniciativa de conciliación en términos políticos se tornó imposible y la divergencia entre las ideas se resolvió con la crudeza de las armas. Las voces de protesta no se hicieron esperar, y una generación de artistas emergentes, se arrojaron sobre los caballetes para confrontar al régimen.

El público asistente a las escasas galerías en las principales ciudades, empezó a notar un giro despiadado en el lenguaje artístico, una metamorfosis plástica que dejaba de lado las figuras frondosas e idílicas del periodo romántico para arrojarse de cara a la verdadera condición humana y sus  instintos más salvajes. Ya no se trataba del cuerpo idealizado, sino del cuerpo sometido a las tensiones del destino, el hombre enfrentado a la zozobra. 

Apenas unos años antes, Alejandro Obregón, un joven español recién nacionalizado, había sentado el precedente con una tela que tituló Masacre del 10 de Abril. La postura plástica de este artista estaba muy alejada de lo que estaban haciendo los otros pintores. Era el primer intento de plasmar la violencia desde los sustratos orgánicos, los cuerpos exteriorizados en un frenesí de sangre y desespero.  Respecto a esta tela el pintor diría más tarde en una entrevista a Fausto Panesso: “En el 48 pinto las masacres: comienzo a ponerle conciencia a mi pintura. A darme cuenta que se puede denunciar con ella”. Esta apuesta novedosa que resaltaba la indignación social fue el fundamento que soportó la expresión de otros artistas, que como Obregón, tomaron conciencia del arte como parapeto de batalla ante las arbitrariedades de la dictadura en sus años inaugurales.  

La chispa se encendió cuando la silla presidencial todavía estaba fría. Rojas Pinilla tomó las primeras decisiones para frenar la violencia rural a raíz de la muerte de Jorge Eliecer Gaitán. El camino no podía ser otro, como era de esperarse, la directriz del “Generalísimo” fue frenar todos los arrebatos a través de la rigurosa persuasión de los fusiles.  Ignacio Gómez Jaramillo, un artista de corte social, muy influenciado por el muralismo mexicano, fue el primero en notar lo que estaba sucediendo en el campo colombiano. En sus lienzos La violencia (1954) y Desplazamiento (1954) nos ofrece su visión desgarradora de los sucesos.    

 

Gómez Jaramillo, Ignacio. La Violencia,1954. Óleo sobre tela 79 x 98cms. Fuente Diapositivas Museo Arte Moderno Bogotá

 

Gómez Jaramillo, Ignacio. Desplazamiento, La furia y el dolor, 1954. Colección Particular. Fuente Archivo Digital Periódico el Tiempo.

Sumado al desempeño nada afortunado del régimen militar, la Iglesia tomó cartas en el asunto y  empeoró la situación. La cruzada eclesiástica para rescatar los valores tradicionales atizó los odios entre los partidos Conservador y Liberal. Es muy notoria por ejemplo, la campaña odiosa que emprendió el párroco de Santa Rosa de Osos, Monseñor Builes, para motivar la hostilidad hacia los liberales, catalogándolos de pecadores aberrantes. Lo llamativo del caso es que ningún religioso enfrentó al vehemente pastor, y los que estuvieron en desacuerdo prefirieron, como es común entre las congregaciones piadosas, guardar silencio.

La desventura de la Iglesia fue la semilla creativa para  un artista con un pincel nacido para la agitación y la controversia: el antioqueño Fernando Botero,  un joven formado en una comunidad eclesiástica en su natal Medellín, que experimentó de primera mano  las contrariedades del Catolicismo. Un lienzo suculento, titulado Los Obispos Muertos, y presentado en el Salón de Artistas Nacionales de 1957, fue la apuesta triunfal de Botero. La obra que mereció una especial atención, es una clara exposición de la decadencia de la Iglesia: Un grupo de obispos duermen unos sobre otros tomando la forma de una montaña donde parece reinar la indiferencia. Con su aguda visión Botero observaba que la Iglesia, bajo el amparo de la dictadura, lejos de agenciar la paz entre contradictores, permanecía al margen del conflicto. La obra es decididamente trágica, los Obispos están muertos, la Iglesia está muerta y todo está permitido.

 

Botero Fernando. Los Obispos Muertos 1957. Colección Museo Nacional.

En efecto, cualquier tipo de atropello estaba permitido en la dictadura. A los pocos meses la carnicería del campo se trasladó a las ciudades. Sin embargo está vez no tuvo nada que ver con el enfrentamiento entre los partidos tradicionales.  Todo empezó con una marcha estudiantil que reclamaba la muerte del estudiante Uriel Gutiérrez en extrañas circunstancias a manos de un policía el día 08 de junio de 1954.  El reclamo pacífico de los estudiantes un día después de la muerte de Gutiérrez, fue destrozado con las ráfagas de fusil del batallón Colombia. 13 estudiantes cayeron fulminados. El General perdió los favores de las gentes de ciudad y los artistas prepararon sus paletas para manifestar su repudio ante el hecho.        
 
Alejandro Obregón, que volvía de su viaje por Europa, se encontró con un país inundado en sangre. Consciente de que no podía renunciar a su responsabilidad histórica, se inspiró en el Guernica de Picasso para crear una tela épica.  Se trata de la obra Estudiante Muerto, una clara alegoría al luto de la lucha popular. Una figura en una mesa de disección es expuesta al espectador para revelar la crudeza de los ideales rotos. El poeta Jorge Gaitán Durán, director de la Revista Mito, y  amigo del pintor le pidió autorización para que en el especial de la revista del 10 de mayo, día de la caída del “Generalísimo”, saliera reproducida la obra a título de uno de los periodos más oscuros de la historia colombiana. Obregón, como era de esperarse, accedió a la petición.

Obregón, Alejandro. Estudiante muerto (Velorio), 1957. Óleo sobre tela, 140- 175cms. Colección de Arte de la OEA. Washington

Pero aún faltaba el golpe final. Justo en el momento más endeble de la dictadura, una artista se atrevió a lanzarse de frente contra el General, algo que en otras circunstancias le hubiera costado caro. Una  Imagen dislocada pretendía servirle de espejo al mandatario en los días finales de su despótica aventura. Débora Arango venía a mostrarle al país su indignación ante el régimen  con una carta de presentación muy sugestiva: Una  exposición en Medellín en 1939 boicoteada por las Damas de la Liga de la Decencia y la clausura de su exposición de 1940 en Bogotá por orden del político conservador Laureano Gómez.

La artista antioqueña dio a conocer un cuadro donde retrata al General como un sapo dominado por fuerzas subterráneas y oscuras. El carácter expositivo de los cuadros corresponde con la apuesta pictórica de Arango, siempre en busca de la conmoción y el escándalo. Estas y sus otras obras nos llaman a la franqueza. La pintora parece decirnos a gritos: Esto es lo que pasa y nosotros no hacemos nada.

 

Arango, Débora. Rojas Pinilla 1957. Colección Museo de arte Moderno de Medellín

Ahora bien, pese a que todas estas iniciativas pictóricas corresponden a un periodo y un tiempo determinado, una mirada más detallada, nos lleva a considerar que más allá de lo circunstancial hay un reclamo universal que se expresa en cada uno de los artistas. La denuncia toma otro carácter, no se declara contra nadie en específico sino más bien contra todos. Quizá sea esa la virtud que resalta una obra sobre tantas que se hacen. La violencia que pintaron nuestros artistas  no es el resultado de las arbitrariedades partidistas, ni la cara más austera de los caprichos de un dictador. Es una violencia en mayúscula, la de todos los tiempos, la que corre a través de los siglos condensada en nuestro propio rostro.  

*Fuente de la imagen principal: Fotografía brindada por el autor.