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El hombre que no temía al Monseñor

Felipe Cardona

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Un salto al abismo, el acto inconcebible para probar su fe. Sólo Dios puede tratarlo de esa forma, nadie más se atrevería a tocarlo. Los doctores desfilan uno tras otro ante su madre enferma con un veredicto unánime: “No hay nada que hacer su Excelencia, pero como último recurso hay un hombre que quizá puede salvarla”
Los médicos refieren un nombre que el Arzobispo no quiere escuchar. Las tripas se le revuelven de sólo evocarlo, pero ante la ausencia de mejores opciones, el religioso da la orden a su edecán para que traiga al doctor Zea, el doliente de todos sus odios, la adversaria encarnación de sus creencias, el enemigo declarado desde que fue consciente de su existencia.

La aversión del Arzobispo Bernardo Herrera hacia el doctor Luis Zea Uribe se remonta a 1914, cuando el médico intentó salvar la vida del caudillo liberal Rafael Uribe Uribe. Su Excelencia temía que el galeno le devolviera el aliento al líder de los rojos, que agonizaba después de recibir dos cruentos hachazos en la cabeza. El temor de Herrera estaba justificado, Uribe Uribe se perfilaba como el favorito para ocupar la silla presidencial, y este ascenso de los liberales al poder traería consigo la hecatombe de la Iglesia, estaba anunciado que los vicarios de Jesucristo perderían los privilegios una vez consumado el advenimiento de los radicales.

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No sobra decir que el Arzobispo siempre fue distinguido por ser un personaje polifacético. Detrás de los encendidos sermones, se ocultaba un político preocupado por el destino de su pueblo. No era extraño encontrar a su Excelencia inmiscuido en las tertulias políticas del Jockey o el Gun Club. Estaba involucrado en la arena política colombiana como nunca antes otro líder de la Iglesia. Tanto fue su compromiso que las hachuelas que acabaron con Uribe Uribe, dicen los historiadores, fueron un recado del mismo Herrera y otros líderes conservadores.   

Nada se le escapaba a su Excelencia, dotado de una suculenta agudeza que lo mantuvo en la cumbre hasta sus últimos días, fue el consejero político de todos los presidentes conservadores que ostentaron el poder sin interrupciones por más de treinta años. Lo apodaban “El venerable”, todos le rendían pleitesía y nadie podía llevarle la contraria.  Todo lo que escapaba a su mentalidad era considerado indigno. Y era hombre de manifestar sus desacuerdos con alevosía, el mismo Uribe Uribe vivió en carne propia el trato que recibían sus detractores.

Por eso a su Excelencia le resulta difícil ser diplomático con el doctor Zea mientras éste examina su madre en la habitación con cara de poca esperanza. “Hay que operar, haremos todo lo que esté a nuestro alcance” manifiesta el médico. El cura autoriza. Parece irreal, dos hombres llevados al límite de sus principios unidos por una misma causa, la vida de una anciana agonizante que se aferra a la vida con todo lo que tiene.
Ocho años después de la muerte de Uribe Uribe, se presentó una nueva rencilla entre el religioso y el médico, y sería este episodio definitivo para subrayar las diferencias irreconocibles entre ambos. Zea había publicado un libro titulado Mirando al misterio, donde compartía varias experiencias en torno a nueva ciencia que lo apasionaba desde sus años juveniles en París: El espiritismo.

En el texto Zea establece la posibilidad de una comunicación entre el mundo de los vivos y el más allá.  Relata sus experiencias como médium y sus hallazgos, que considera de suma importancia para entender el vínculo entre materia e idea, entre espíritu y carne.

La iglesia ajena los vientos de la modernidad, como era de esperarse, condenó el libro. Monseñor Herrera calificó el texto como un sacrilegio y excomulgo al doctor Zea. Para la época la excomunión era la peor afrenta posible, ya que en una sociedad tan devota y confesional, estar fuera de la Iglesia representaba el destierro físico y emocional.  Sin embargo el médico no se atemorizó, todo lo contrario, el golpe lo llenó de valor para manifestar sin reparos su visión del mundo. Este viraje hizo que ganara el prestigio político que le valió una curul en la cámara de representantes en representación de Antioquia.

Pese a la precaria condición de su madre, tras varias horas de intervención, el Arzobispo recibe un parte de tranquilidad de Zea, la anciana ha respondido muy bien al procedimiento y está libre de peligro. Monseñor Herrera visiblemente conmovido le ofrece un cuantioso pago por el servicio y un presente, que está seguro, el doctor no podrá rechazar. Se trata de romper el documento de excomunión para hacer efectivo su reintegro al rebaño de Cristo.  Zea agradece el gesto pero se rehusa a aceptar las prebendas: "Nunca he pensado cobrar un centavo a su Señoría y en cuanto a la excomunión, por favor, no me la quite, que es lo único que tengo".

Empañado por los alcoholes amargos de la ira y la derrota, el Arzobispo Bernardo Restrepo Herrera estrecha la mano de Luis Zea Uribe, el enemigo que le acaba de ganar una batalla, quizá la más importante, la que nos enfrenta con nuestra propia miseria.