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Afganistán, la guerra que perdió la humanidad

Mauricio Jaramillo Jassir

Afganistán

Tras veinte años de guerra en Afganistán el resultado es tan dramático como categórico. La toma de Kabul, capital del país, por parte de los talibanes, milicias sunnitas, representa para Estados Unidos la peor derrota geopolítica después de Vietnam e incluso comparable con el desastre de su intervención en esa zona de Indochina.

En octubre de 2001 y con el apoyo sin titubeos de buena parte de la comunidad internacional, en concreto de la OTAN, se lanzó la intervención que logró de forma relativamente rápida su objetivo inicial de derrocar el poder constituido por los talibanes desde mediados de los noventa. La otra tarea, consistía en perseguir a aquellos que planificaron el atentado contra las Torres Gemelas y el Pentágono, refugiados bajo el poder del entonces líder Mohamar Omar (Molah Omar). 

Con esto en mente, Estados Unidos con el abultado apoyo de Occidente y de varios países de la zona, se involucró en la guerra para acabar con el terrorismo, para lo cual propuso una meta sin duda llamativa por ambiciosa y que hoy parece un absoluto fracaso: la democratización de lo que George W. Bush denominó “Gran Medio Oriente”.  Es decir, que a los países que tradicionalmente formaban la zona se incluirían algunos de Asia Central, en especial Afganistán y Pakistán, Estados clave en la contención del terrorismo. Era imposible pensar en detener su expansión, si no se tenían en cuenta a ambas naciones representantes del mundo musulmán no árabe y cuyo territorio ha servido históricamente para los talibanes y Al Qaeda. No es fortuito que tanto el Mulah Omar como Osama Ben Laden hayan sido abatidos en territorio pakistaní, varios años después de lanzada la ofensiva contraterrorista.

Para hacer justicia, se debe reconocer que Estados Unidos en veinte años de guerra, consiguió hasta cierto punto el objetivo de vencer coyunturalmente el terrorismo. Es indudable que, en los territorios sirio, iraquí y afgano, las principales células o grupos adscritos a la red Al Qaeda se fueron desplazando. Desde 2014 el panorama era poco halagüeño, pues el mundo observaba perplejo la forma como el Estado Islámico llegó a controlar porciones considerables del territorio sirio e iraquí. No obstante, desde 2016, comenzaría una campaña de contraofensiva que terminó en la expulsión del Estado Islámico de casi todo el territorio conquistado. Claro está, existe hoy el fundado temor de que buena parte de esos grupos se sigan desplazando hacia el África subsahariana. En efecto, algunos han sembrado el terror de la zona del Sahel donde la debilidad estatal parece la regla.  

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Bandera de Afganistán - Dominio público

El otro gran objetivo más allá del terrorismo, consistía en la democratización y fortalecimiento del Estado afgano, parece no solo un fracaso, sino que la intervención habría servido para darle oxigeno político al movimiento talibán y que este declarase una guerra de “independencia” y conquistar buena parte del territorio afgano. El desafío para la comunidad internacional es de la mayor envergadura. De nada sirven los reclamos contra Estados Unidos, pues el complejo centroasiático va más allá de la cuestión colonial o neocolonial.  Se trata en últimas de una reconfiguración de poder entre el mundo suniita y chiita y la primacía del primero sobre el segundo aprovechando el evidente sesgo en contra del islam chií en Occidente, después del triunfo de la Revolución iraní en 1979. 

Por eso, los principales errores en la estrategia no consisten necesariamente en la intervención, como en la forma para involucrar mal o no incluir a vecinos regionales, cuyo papel es fundamental en la estabilidad de la zona. Los yerros comenzaron por Pakistán y presumir que, por destinar enormes recursos, de forma automática el gobierno de Pervez Musharraf participaría de la contención contra los talibanes y células de Al Qaeda. Aquello resaltaba simplemente poco probable por no decir imposible. De hecho, en la zona fronteriza afgano pakistaní han convivio dichos grupos sin que Islamabad ejerza control absoluto por temor a la declaratoria de una zona como independiente, como podría ocurrir con el Baluchistán. Por eso, la contención del terrorismo estaba condenada a fracasar sin el concurso de sus vecinos.  A esto se suma la postura reticente de desconocer la influencia de Irán, en buena parte de la población afgana que profesa el islam chií y constituye aproximadamente un 15% o 20% de su población. Pretender la reconstrucción afgana dejando de lado a Teherán, significa desatender el principal equilibrio del que depende la estabilidad de la región entre el universo sunnita y el chiita.

Finalmente, de manera sorpresiva en 2020 Washington se distanció del célebre principio de “no negociar con terroristas” para en pleno gobierno de Donald Trump reconocer el avance militar talibán. Desde dicha premisa se presumía que se trataba de un actor político representativo afgano. Aquello le dio legitimidad internacional por lo cual pocos se explican cómo países como Cuba, Irán, Rusia o Venezuela son blanco de duras sanciones, mientras que, el establecimiento talibán particularmente enemigo de la pluralidad, dispone de espacios internacionales de negociación.

La actualidad afgana parece dramática y las opciones de una contraofensiva remotas. Aún así, el mundo debe recordar que tal como sucedió con el Estado islámico en Siria e Irak se requiere de una estatalidad fuerte afgana para apoyarse. De igual manera, hay que evitar a toda costa los errores del pasado para involucrar de manera pragmática y sin doble moral a los vecinos que desempeñan un rol determinante en la viabilidad de un Estado afgano con garantías para todos los grupos, en especial las mujeres cuya vulnerabilidad es patente. No es la guerra de Estados Unidos la que está en juego, sino siglos de humanismo que ha costado mantener.