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La Ilustración en nuestra época liberal

Tomás Molina

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Quienes vivían en sociedades tradicionales debían preocuparse relativamente poco por tomar decisiones importantes.

Prácticamente todas sus vidas estaban decididas de antemano: eran campesinos, burgueses o nobles por herencia. El oficio específico que desempeñaban era decidido por el orden de nacimiento o por la voluntad del padre. La oferta de productos que tenían a su disposición era muy limitada comparada con la nuestra. Hasta para decidir con quién se casaban tenían una agencia limitada. La ilustración liberal pretende transformar este paisaje radicalmente: sobre el individuo deberían recaer todas las decisiones, no sobre la tradición o la familia. Hoy somos lo que queremos ser. No importan nuestros orígenes: somos libres de decidir nuestro destino. Con quién nos casamos, qué religión tenemos, quién nos gobierna y qué productos consumimos son decisiones que debemos tomar, decisiones que nadie puede tomar por nosotros. Hoy debemos ser capaces de tomar las riendas de nuestra vida sin la guía de otro.

Precisamente por lo anterior, del individuo contemporáneo se espera que sea capaz de decidir sobre una cantidad cada vez más grande de asuntos. La Ilustración demanda de nosotros que nos atrevamos a no depender de nadie, que utilicemos nuestro propio juicio. Esto es posible porque supuestamente ya no hay más zonas misteriosas en el universo que exijan nuestra adherencia a una hermética autoridad. Si queremos saber algo, podemos saberlo. ¿Para qué recurrir a autoridades cuando nosotros podemos investigar y saber? Todos tenemos el potencial de ser dueños de nuestras vidas. Por lo demás, en el capitalismo moderno ya son posibles muchas formas de vida que antes eran impensables. La ideología dominante nos dice que basta nuestra férrea voluntad para ser lo que queramos. Cada vez nos resistimos más a que decidan por nosotros qué debemos consumir, qué debemos hacer, quién nos debería gobernar.

Las preguntas que debemos resolver hoy van desde lo más trivial a lo más importante, pero en todas debemos decidir, tener una postura. ¿Es bueno cocinar con aceite de oliva o con aceite de coco? ¿Representan las pastillas anticonceptivas un riesgo para la salud de las mujeres? ¿Cuánto alcohol podemos tomar sin hacernos daño? ¿Son las propuestas de los candidatos a la presidencia sensatas o no? ¿Qué deberíamos estudiar y dónde? ¿Es el fracking una opción válida? ¿Deberíamos comprar agua embotellada o beber de la llave? Hoy se espera que respondamos nosotros mismos a esas preguntas, que nos informemos y decidamos. El Estado lo hace cada vez menos por nosotros. De hecho, si algunos economistas realizaran sus sueños de liberalizar aún más las economías, quitándole la potestad a los gobiernos de decidir sobre ciertas cosas, tendríamos que gastar una enorme cantidad de energía pensando en problemas como de dónde queremos que venga el agua de nuestro grifo, o como ya sucede en algunos países, de dónde queremos que venga la electricidad de nuestra casa.

Lo anterior implica que debemos ser investigadores constantemente. Ya no basta con ir al supermercado y elegir un aceite: ahora tenemos decenas de opciones y se nos encarga la tarea de saber cuál es el mejor para nuestra salud. Ya no basta con beber de una marca cualquiera de agua: hay unas con mejores propiedades que otras y debemos descubrir cuáles son. Esto se expande ad infinitum a todas las esferas de la vida. Pero la demanda de investigarlo todo para ejercer nuestra libertad responsablemente es imposible de cumplir a cabalidad. Siendo seres finitos, no tenemos la competencia para decidir sobre todos los asuntos que demandan nuestra atención. En algunos, sí, sin duda; pero no tenemos ni el tiempo, ni la energía, ni la inteligencia para decidir sobre la totalidad. Es verdad que en potencia podemos saberlo todo; no hay ya más misterios; pero por más investigadores que seamos, nuestra finitud pone limitaciones. No podemos juzgar con la misma competencia que los expertos, aunque ciertamente las agencias de publicidad quieren hacernos la tarea fácil con eslóganes sencillos y logos llamativos. Pese a que nuestras decisiones deberían quedar cada vez menos transferidas a otros, en la práctica esta autonomía ilustrada es muy difícil de realizar. La prueba está en que la gente de hecho investiga, pero rara vez está bien informada, rara vez entiende las verdaderas razones detrás de una u otra elección.

Por supuesto, existe una serie de expertos que pretenden ayudarnos a resolver las cuestiones que se nos plantean. Como no podemos estudiar nutrición, debemos confiar en lo que el experto nos diga; como no podemos estudiar medicina, debemos confiar en el médico; como no podemos estudiar economía, debemos confiar en el economista. Evidentemente, al vivir en una época que quiere ser ilustrada, esa confianza siempre es limitada. Toda autoridad es susceptible de ser cuestionada. El médico es hoy puesto en duda por quien investiga en Google su enfermedad. Pero eso no cambia esencialmente el asunto de la autoridad, pues el hombre común que pone en duda al médico lo hace por medio de otra autoridad, en tanto no tiene los conocimientos para hacer un juicio auténtico en contra del médico, aunque a menudo lo crea. Y es precisamente aquí donde surge una de las paradojas de nuestra época: debemos escoger libre y autónomamente, pero al mismo tiempo, justamente porque el espacio de nuestra libertad supera ampliamente el de nuestra finitud, debemos confiar finalmente en el juicio de expertos. En otras palabras, somos ilustrados que investigamos por nuestra cuenta, pero al final dependemos de las autoridades.

La escogencia de expertos no es del todo racional. Usualmente escogemos una u otra autoridad no porque hayamos comprobado en un laboratorio que tiene razón, sino porque simpatizamos ideológicamente con ella o porque sospechamos que la autoridad enemiga tiene intereses corruptos. Hoy todos sienten que un experto los está intentando engañar. El que los expertos se contradigan entre sí no ayuda. Sobre todo en política. Al ciudadano común se le pide (casi se le obliga) que juzgue propuestas económicas, políticas y ambientales que evidentemente no está en capacidad de juzgar en su totalidad (probablemente el candidato tampoco: hoy cualquier gobierno demanda conocimientos que superan ampliamente la finitud del político). Cuando recurre a los expertos, cada uno tiene una versión diferente: aquí, las propuestas de tal candidato son buenas, allá son malas. El ámbito de la libertad moderna, por tanto, ha creado una situación donde no podemos decidir sin los expertos y, al mismo tiempo, donde los expertos mismos no siempre tienen una voluntad confiable.

En los tiempos tradicionales, las libertades estaban reducidas a un espacio muy bien circunscrito. Podíamos descansar de la agotadora tarea de decidirlo todo. Esa situación, empero, era injusta con quienes no se conformaban o no vivían bien con la posición que se les había otorgado. En tiempos modernos, las libertades están ampliadas hasta un punto en el que superan con creces la posibilidad de que seres finitos tomen decisiones racionales y bien informadas en todos los aspectos donde se espera que lo hagan. En consecuencia, transferimos hasta cierto punto nuestra decisión al experto: él nos dice qué podemos comer o no, qué debemos hacer, qué propuesta económica es válida. Quién sea el experto, varía según nuestra posición ideológica: aquí puede ser el médico, allá puede ser el chamán. Pero siempre hay alguien que nos sienta en una posición. Somos libres de cambiar de expertos, aunque no podamos vivir sin ellos. La libertad, requisito esencial de un ser ilustrado, paradójicamente ha hecho muy difícil la ilustración: ya no somos capaces de decidir por nosotros mismos sin la guía de otro, pues debemos escoger entre un número de cosas tan grande y tan complejo, que no podemos hacerlo solos. Ya no por pereza o cobardía, sino por nuestra misma condición finita.

Sapere aude? Sí, pero con la ayuda de otros.