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La claudicación final de la libertad

Ismael Iriarte Ramírez

redes

La conmoción mundial causada por la pandemia durante el último año ha concentrado la atención y los esfuerzos de buena parte de nuestras sociedades, pero también ha permitido que en la mayoría de los casos pasemos por alto un fenómeno que se ha venido gestando en las últimas décadas y que en los albores del 2021 parece estar alcanzando su máxima expresión.

Se trata de lo que a mi juicio y sin eufemismos debe considerarse como la decadencia total de la noción de libertad como la hemos conocido.

Las nuevas formas de censura, más silenciosas, pero no siempre más sutiles que las tradicionales, están ahora emparentadas en su mayoría con los medios sociales, en los que por contradictorio que parezca, se desarrollan las interacciones humanas. Entonces no resulta extraño, por ejemplo, que Jack Dorsey, propietario de Twitter, sea artífice y ejecutor de una maquinaria que haría palidecer a los inquisidores Quiroga y Torquemada.

Una muestra reciente de esta práctica la constituye la participación con incidencias electorales de esta plataforma, que de manera sistemática censuró a Donald Trump hasta silenciarlo por completo, dejándolo en inferioridad de condiciones frente a su adversario y a la postre vencedor en la contienda. Lo anterior hace que ni siquiera la triste frase del gran Umberto Eco: “Las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que antes hablaban solo en el bar después de un vaso de vino”, sea realidad, pues en la práctica solo pueden opinar los idiotas que no se interpongan a las orientaciones políticas o ideológicas (si es qué tal cosa aún existe) de los propietarios de los medios sociales, que obedecen en definitiva a sus intereses económicos. Huelga decir que no se trata de un ataque a Twitter y que otras compañías como Facebook, Google, Amazon y Apple, llevan a cabo acciones similares.

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Otra fuente inagotable de censura y represión es la que se genera alrededor de lo políticamente correcto, ese “buenismo”, que lo permite todo, menos una opinión contraria, que ha convertido el natural y necesario acto del habla en un auténtico calvario y que amenaza con dar al traste con miles de años de evolución de la humanidad. La plausible vocación de no discriminar por razones de género, raza, orientación política, religiosa o sexual, ha forjado las cadenas del otrora exuberante e inagotable idioma de Cervantes, tema que abordaré a profundidad en una próxima ocasión. Caso similar se presenta frente al tratamiento de las discapacidades y el más reciente, pero no por eso menos ominoso, “lenguaje” para la “paz”, sobre lo que poco queda por decir.

Quedarán para la historia, como prueba de esta tendencia, los bochornosos acontecimientos protagonizados por la Asociación Inglesa de Fútbol. Esta rancia institución, haciendo gala de un gran desconocimiento de los usos idiomáticos del extremo sur de América y movida por el temor de caer en desgracia frente a patrocinadores y espectadores, sancionó al internacional uruguayo Edinson Cavani con cien mil libras de multa y tres partidos de suspensión por responder al saludo de un amigo en su cuenta de Instagram, con un desprovisto de matices “Gracias negrito”. Casos como este reafirman que el único lugar seguro para los derrotados en esta época del progresismo, es el prudente y reconfortante silencio, que certifica la suerte de la libertad de expresión.

No obstante, lo anterior, la censura no es el único enemigo de la libertad en nuestros días en los que se ha perdido el concepto de privacidad, no solo por la constante vigilancia a la que estamos sometidos a través de nuestros dispositivos inteligentes, sino también por la intromisión de la publicidad, que en muchos casos parece ser operada por la policía del pensamiento. Esta temible institución “orwelliana” que era capaz de adivinar las intenciones nocivas de los protagonistas de 1984, tal y como sucede con los intereses de compra y los anuncios emitidos por Instagram.

 

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El tratamiento de nuestra información e imágenes alojadas en redes sociales y aplicaciones de mensajería, tampoco presenta un panorama muy alentador. A las ya conocidas extralimitaciones en las políticas de Facebook, se suman las actualizaciones de WhatsApp, plataforma de la misma compañía, cuya normativa en este rubro cobra las proporciones de un pacto faustiano, al punto de motivar una masiva y no menos cándida migración de usuarios a Telegram, de origen, británico y árabe, pero con fundadores rusos, que de momento parece ofrecer un paraíso de privacidad, pero muy probablemente terminará por asumir el mismo modelo de negocio de sus competidores.

Todo lo anterior se ve empeorado por otras limitaciones de carácter normativo, que nos dejan cada vez menos margen de acción. Las medidas originadas a partir de la crisis sanitaria, que afectan casi todos los aspectos de la vida cotidiana, vienen a unirse a las ya tradicionales restricciones en materia de movilidad y de convivencia, en especial bajo el régimen de propiedad horizontal y los códigos de policía estrictos en exceso. Poco queda por decir de la cruzada contra el terrorismo que después del infame 9-11 convirtió el acto de viajar en un periplo tortuoso.

Por último, he de mencionar los condicionamientos que se presentan por cuenta de la delincuencia, que imponen entre otras prohibiciones de circulación en zonas y horarios establecidos en los límites de las llamadas fronteras invisibles y una permanente sensación de peligro. Esto termina de configurar el panorama en el que no parece haber cabida para la libertad y el respeto, pero tristemente sí para el libertinaje, aunque eso es ya otra historia.