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Los comedores de Loto

Tomás F. Molina

Loto

“¡Valentía!”, dijo él —y apuntó hacia tierra firme,
“Esta ola nos llevará a la playa pronto”.
Alrededor de la costa
un aire lánguido
sollozaba
como quien sufre
un terrible sueño.
 

 

Habían llegado a la tierra
del eterno atardecer.
La Luna señoreaba encima del valle;
Y como humo que se desliza hacia abajo
un riachuelo
que parecía caer por el peñasco.
 
El atardecer merodeando
en el rojo oeste:
a través de las montañas
se veía el valle profundo
y el tono dorado de la pradera
con su fino jengibre azul;
¡Una tierra donde todo parece
siempre lo mismo!
Y cerca de la quilla
pálidas caras,
oscuros rostros pálidos
contra la llama rosada:
los ojos melancólicos de los
comedores de loto.

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Ramas llevaban del tronco encantado,
cargados con flores y frutas
que dieron a cada uno;
pero aquellos que los recibieron
y probaron al brotar de las olas,
lejos, muy lejos, en playas desconocidas
parecieron lamentarse;
Delgadas se volvieron
de sus compañeros las voces.
Profundamente dormidos parecían
aunque estaban despiertos;
El batir de sus corazones
hizo música para sus oídos.

Los sentaron sobre la arena amarilla,
entre el sol y la luna en la playa;
Y dulce fue soñar sobre la patria,
del hijo y la mujer y del esclavo;
Pero más cansado parecía el mar
y más cansado el remo;
Cansados los campos errantes de espuma.
Alguien dijo: “no retornaremos nunca”.
Y todos cantaron:
“Nuestra isla madre
está mucho más allá de las olas
que no deambularemos más”.