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Buenos días

David Santiago Mena

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Con el mismo desespero de un abrazo final, de un último suspiro salpicado en otra boca, se despertó sediento y enredado en sábanas húmedas de sudor y angustia.

Rabioso, malhumorado y claramente contrariado, se deshizo de aquella piel pegajosa, piel de escamas extraviadas en el inconsciente, en ese otro lado de su vida que resultaba siempre tan esquivo e ingrato. Como de costumbre, una a una vuelven en los sueños las visitas: la sangre, las caras moribundas y hasta las remotas y polvorosas mandíbulas de los primeros cuerpos podridos que observó mientras realizaba sus estudios. Como de costumbre, las noches frías, sobresaltadas, limpias de sueño y de descanso.

Definitivamente se ha ido agravando con el tiempo. Al principio pensó que eran simples casualidades producidas por las impresiones diurnas, por esos retazos alargados como chicle hasta las horas quejumbrosas, horas que anunciaban el tiempo de dormir. Luego vino el estrés, el dolor, las manos que al parecer nunca llegan a ser suficientes frente a tantos cuerpos repletos de balas o puñaladas o esquirlas de bombas siderales. Manos que al recibir los cuerpos agonizantes – férreos, debatiéndose orgullosamente por seguir respirando, por tapar como sea los agujeros de sangre tibia, agujeros que ojalá fueran de plastilina, simples juegos infantiles – se diluyen como algodón de azúcar en una boca inocente, como el humo de un cigarrillo. Pobres manos que les tocó vivir precisamente en el momento menos oportuno; manos que aunque quisieran no podrían ser nunca tiernas, repletas de flores o caricias, de saludos tímidos. Dos manos en plena guerra, en pleno martirio, en plena muerte, vacío interminable, lágrimas. Pero no puede ser que sólo a él le ocurran estas cosas. No puede ser que solo en él anide la impotencia gastada por tantos paños tibios, tantas falsas promesas. Imposible que solo para él transcurran tan tristes y vacías las noches, tan parecidas al sonido del viento en hojas desgastadas que se alistan para ser arrebatas de su rama, tan desoladas como el deslizamiento tímido de unos pies descalzos en la penumbra. Para los otros será lo mismo, se dice, pero al que hable lo acribillan. Al que hable me lo traen deshecho, casi desangrado, casi dichoso de dejar atrás tanta mandíbula apretada de rencor y rabia, tanto corazón cansado, deslucido. Todos con las lenguas extenuadas de pedir ayuda, piedad o paz. Pero al parecer todos tenemos la lengua morada. 

Consiguió, de pronto, conciliar un sueño inmenso como cielo estrellado, tibio como viento de palmeras. Antes de despertar soñó con un cuerpo de piernas largas, un abdomen tan liso como la superficie del agua, como el dorso de una ola. Soñó con una mujer deslumbrante, de grandes ojos cafés, de violentas caderas, islas pronunciándose en la cintura, labios afanosos de fulgores, de éxtasis. La soñó extendida en una cama repleta de luz matinal, atiborrada de chirridos de grillos, de cantos alegres de pájaros amarillos. La mujer desnuda señaló, fulminante, el pecho del médico, abrió como una mandarina su cuerpo escondido por débiles mantos de orgullo y olvido, por expresiones recelosas, por capas de desdén y desamor, por trivialidades superfluas y livianas como lágrimas o lagañas. La mujer soñada fue una gran sonrisa, una gran tregua, un enorme augurio, una caricia, un abandonamiento.

Había que viajar casi que a primera hora (cuál será realmente la primera hora, cuál la última), casi que angustiosamente, casi que fatalmente.

El agua estallandose contra la espalda trajo brutalmente la imagen del cuerpo soñado en la madrugada, imagen que se iba desvaneciendo, dándole paso a lo de siempre, a un monólogo interminable, a una imparable lista de preguntas y reflexiones. Ojalá que al momento de nacer uno colombiano, pensaba, le regalaran reservas de felicidades, pastillas contra la violencia, masajes contra el rencor, sanaciones para el orgullo. Ojalá que todo eso fuera gratis o que al menos alguien se tomara el tiempo de hablarlo, de explicar cómo funciona, de señalar en qué parte del cuerpo es que se supone que está el alma, o de advertir en qué punto es que se hace preciso amar la vida a toda costa, defenderla eternamente. Pero nadie nunca tiene tiempo. Ojalá que pudiera uno rescatar de la muerte o el olvido a Bernardo, a Luis Carlos, a Pardo Leal, a tantos, a miles y miles que en este momento caen o cayeron.

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Fin del baño.

La maleta había sido preparada con desgano horas antes de sumirse en ese titubeo que significaban sus noches. Días antes se había comprometido a llamar a su madre cuando el avión estuviera a punto de emprender el vuelo. Vanos compromisos y ceremonias que siempre han dejado un gusto amargo en su boca, una sensación de hambre, de estómago vacío. Lo mejor hubiera sido salir inmediatamente de esa tarea.
La casa perfecta le marcó el tiempo, la hora exacta antes de cerrar la puerta. Todas sus esquinas, sus libros ordenados en estantes pulidos le revelaron el sonido que hacen los segundos al pasar, del mismo modo que el silencio que se escapa entre ellos. Se despidió con una leve sonrisa, con una seguridad momentánea de que su vida era buena.

Al principio, al llegar al aeropuerto, la presencia de varios canales radiales y televisivos lo intrigó casi que con una sensación de apuro, de metal mal soldado, de madera podrida. No comprendía. Sin embargo caminó recto y decidido por encima de las volutas de humo, del sonido quejumbroso de las grabadoras y de las voces roncas, agradables, tímidas y temblorosas de los periodistas que ensayaban la nota o se puteaban activamente por el enredo de los cables o por simple amistad. Todo lo demás fue un ingenuo tiempo escurriéndose como espuma que se sale de los vasos o como gota de sudor de algún funcionario incómodo, impaciente por encontrarse con su jefe, aterrorizado por pedirle un aumento o un vano permiso para un par de horas.

Se descubrió, luego de una media hora, sentado en la parte delantera de un avión que olía a perfume, a tapete mojado y  detergente. Uno a uno fueron subiendo los pasajeros que el observaba pausadamente, esperando quizás encontrarse con la mujer del sueño, con algún amigo, con alguna cura contra el aburrimiento. Se detuvo, luego de unos 10 minutos, el flujo recurrente de ávidos, de perezosos y tristes viajeros. Al parecer era la hora del despegue. Cerró sus ojos satisfecho, interesado en conciliar el sueño por lo menos durante los siguientes 40 minutos que separan, según había entendido, a Bogotá de Barranquilla.

El avión siguió detenido. Detrás de sus párpados se iban enredando memorias e imágenes que por momentos se escapaban, se derretían en su cuerpo que se aflojaba, que se ganaba con serenidad la totalidad de la silla. El “buenos días” que resonó por todo el pasillo central del avión fue como una cachetada, un rasguño en plena clara, una mordedura violenta en el labio. Vio de repente la imagen de un hombre alto y fuerte, escondida su figura debajo de un sombrero que se fue retirando calmadamente de la cabeza para dejar ver en su rostro una sonrisa amplia y acogedora, ensombrecida por un bigote robusto. Aquel hombre empezó a apretar manos que se extendían como manos de náufragos, como brazos de niños urgidos de caricias y alimento, de amor y cariño, hasta llegar a su asiento. Aquellos que levantaron su cabeza como suricatos o jirafas para observar a aquel hombre, pudieron verlo sin ningún problema luego de que se levantara para cambiarse de lugar y terminar, definitivamente en la parte trasera del avión.

Pero esta vez no hubo lugar para devolverse a aquella memoria inmediata de buenos augurios. Esta vez la garganta del médico se llenó de un color negro que parecía tinta, de un follaje espeso y oscuro de selva en la noche. Una garganta que no tuvo lugar para pasar saliva desde que el avión arrancó liviano del Aeropuerto el Dorado. Una garganta que no tuvo ni siquiera la fuerza para preguntarle la hora a un hombre que se levantó afanosamente en dirección al baño cuando las señales de mantenerse el cinturón abrochado languidecieron como las imágenes luego de cerrar los párpados. Una garganta que, definitivamente, no tuvo ni siquiera la oportunidad de reaccionar cuando una ráfaga de metralleta se descargó con estrépito sobre el cuerpo de un hombre que a él también le había sonreído con sinceridad, mirándolo directamente a los ojos, dibujando en él una sonrisa que le había impedido pronunciar su nombre, decirle “como está señor Pizarro”, o “es usted un gran hombre señor Pizarro”, o simplemente “muchas gracias Carlos”. Esa misma garganta solo pudo esconderse aterrorizada detrás de sus brazos que al escuchar los disparos aislados (uno, tres o cinco, poco importa) cubrieron tiritando su cabeza. Después vinieron los gritos de mujeres, los llantos de los niños y luego del fondo, de lo más lejano del avión HK- 1400, el grito ensordecedor que lo llamó por su nombre, “¡Médico, un médico!”, por el único nombre que podía tener en ese momento, el único nombre al que debía responder y no pudo, aquél nombre que lo impulsó a levantarse de su asiento sin pronunciar palabra, sin pensar en la llamada que debió hacerle a su madre.

Vio, con los ojos repletos de lágrimas, el cuerpo derrotado, con la cabeza baja y un pecho que a escondidas se elevaba y se desplomaba. Vio el cuerpo de aquel hombre que no alcanzó a agradecer, aquel hombre que no podría ya nunca más agradecer. Palpó su sangre, su cuello de cisne blanco que no respondía, que enmudecía al correr de los segundos.

Su garganta tampoco estaba lista, pero al levantar su cabeza, sus mejillas húmedas, no le quedó más remedio que informar aquello que todos lo que lo miraban afanosos sabían: “No hay nada que hacer.”
Bajó discretamente su rostro lacrimoso. La esperanza parece suicida, pensó.