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De la vejez con una mirada triste

Luis Eduardo Gómez Molano

Anciano (Ulpano Checa)

Últimamente, quizá porque he dejado de ser un niño y el tiempo no he dejado de hacer mella, no solo en mí, sino también en todo lo que me rodea, he tenido que vérmelas con la vejez.

No quiero que se me malentienda: aún soy joven. El asunto, si se me permite ser más preciso, es que en medio de mi crecimiento he tenido que lidiar con el ocaso de personas que cuando nací se encontraban, más o menos, en el momento de vida en el que yo ahora me encuentro. Tres de mis cuatro abuelos están vivos ―solo mi abuelo paterno ha muerto― y los tres padecen alzhéimer. Mis padres, que aún gozan de buena salud, ya tuvieron su primer nieto. Sería tonto si negase que se están haciendo mayores. A fin de cuentas, ellos también son ya abuelos.

Mi nana paterna era una mujer rebosante de energía, pero desde hace dos años, sin previo aviso, su brío empezó a apagarse. Las circunstancias de mi abuelo materno son muy similares, aunque peores. De su ocaso sí tuvimos noticia, aunque esta, como casi todo, llegó intempestivamente. Una mañana, en la casa de una tía que vive en Villavicencio, se fracturó la cadera al caerse mientras salía del baño. Él, a diferencia de mi nana, nunca fue muy activo físicamente. Le gustaba, eso sí, estudiar y, como dirían algunos, «cultivarse». Cuando era pequeño, recuerdo que solía llamarlo para que me ayudase con mis tareas. Él aprovechaba mi duda ―cualquiera que fuese― para divagar sobre todo lo que sabía. Yo nunca le entendía, pero disfrutaba escuchándolo. Hoy, además del alzhéimer, padece de unos trombos que empezaron en sus piernas y llegaron a sus pulmones. Su muerte, según los diagnósticos, es cosa de medio año. De más está decir que desde la fractura ―esa maldita emisaria― su «vida mental» se vino al piso. De mi abuela materna no hablo por una razón muy simple: a pesar de sus achaques ―alzhéimer incluido―, es la que ha tenido una mejor vejez. Ella es la única de la que me atrevo a decir que, al sol de hoy, vive más de lo que sufre.

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Estudio de la cabeza de un anciano, óleo sobre tabla (1610-1615) de Peter Paul Rubens

Entonces, se puede decir que a cambio de no vérmelas con la muerte me las he tenido que ver con la vejez. Y sé que algunos dirán que soy un afortunado, que he tenido «la maravillosa oportunidad de aprovechar a mis abuelos». Yo no estoy tan seguro de eso. De hecho, no estoy seguro ni de que su agonía sea una cosa «maravillosa» ni de que, por lo menos estos últimos dos años, los haya «aprovechado». Además, sea más tarde o más temprano, voy a tener que plantarle cara a su muerte. Eso es inapelable. Así, creo que lo que primero se había planteado como una ganancia puede reformularse como una pérdida: «vas a lidiar con la muerte, sí, pero también lo harás con la vejez». Y a cambio de esto, lo sé, a mis abuelos se les ha dado un tanto más de mala vida.

Sé que puede pensarse que soy un desagradecido, pero antes de que eleven ese juicio quiero que se me entienda de buen modo. No estoy diciendo que habría preferido que mis abuelos muriesen prematuramente. A decir verdad, no sé si me sentiría a gusto con eso y tampoco sé si es preferible a aquello que me ha tocado vivir. Lo que sostengo es que tal vez, y sólo tal vez, su muerte habría sido más oportuna si hubiese sucedido hace unos años. Y digo más oportuna porque sé que en cualquier escenario su deceso no dejaría de ser un evento doloroso para mí. Creo, además, que lo que anhelo ―si es que se puede anhelar algo así― sería lo más benigno para ellos. Me es difícil saber si son conscientes del lento y progresivo desvanecimiento que hoy por hoy viven, pero, si es así ―aunque sea tan sólo en el más breve lapsus de lucidez―, estoy seguro de que no es algo que les resulta grato.

Hace más o menos cuatro meses, una mañana de un domingo, recibí la llamada de una prima. Me informó que mi abuelo estaba muy enfermo, casi moribundo y que toda la familia se dirigía al hogar de ancianos en el que vive para despedirlo. Llegué allá un par de horas después del llamado. Mi abuelo no murió ese día. A nosotros nos bastó un rato para darnos cuenta de que «iba a estar bien». Él, mientras tanto, parecía presentir que su final estaba cerca. Toda la familia se encontraba en un amplio patio que queda a la entrada del hogar; mi abuelo, el patriarca, no podía estar con nosotros por su delicada salud, así que nos turnábamos para visitarlo en su habitación. En uno de mis turnos, me quedé largo rato en su cuarto. Él quería salir. Me rogaba ―a su manera, con un manojo de palabras inconexas― que lo llevase al patio donde todos estábamos. En ese instante, algo impropio habitó su mirada: su súplica tenía una fuerza y una lucidez que ya no le correspondían. Solo por lo que presencié en ese momento pongo en duda lo que hasta aquí he pretendido sostener. A pesar de todo, me mantengo en un punto: es doloroso el espectáculo de una ruina si uno la ha visto ―y vivido― en la época en que era toda una esplendorosa edificación. En esas circunstancias, uno prefiere que una catástrofe súbita la reduzca a puro escombro. Y ojalá que su polvo se lo lleve el viento. Este sabrá, mejor que nosotros, qué hacer con él.