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El poder del tapabocas

Rodolfo Rodríguez Gómez

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Se le llama tapabocas, mascara quirúrgica, cubrebocas y en algunos países de Latinoamérica, barbijo.

Aunque su reinado data de algo más de un siglo, en los últimos años, especialmente con la pandemia del coronavirus Covid-19, este utensilio es un renombrado protagonista. En la actualidad planetaria, en pleno siglo XXI, un mundo globalizado desbordante de avances tecnológicos, cables interoceánicos, sondas espaciales, internet y computación cuántica; el tapabocas un poco más humilde, goza de renombre y estatus, e incluso, aún se enorgullece de seguir siendo práctico, simple y en especial útil.
 
Desde sus orígenes el tapabocas fue concebido como un componente clave para evitar el contagio. Durante el siglo XIX, a pesar de que las bacterias habían sido vistas bajo la lente de un microscopio desde tiempo atrás, el mundo científico había volcado la mirada al universo microscópico gracias a que hombres como Agostino Bassi, Louis Pasteur y Robert Koch habían dilucidado que unos seres invisibles a los ojos eran los causantes de las enfermedades infecciosas. Por entonces, la teoría de los gérmenes ganaba el pulso a la teoría del desequilibrio de los humores y a la teoría de la generación espontánea. En torno a 1890, el método antiséptico estaba en pleno apogeo liderado por hombres como Joseph Lister, cuyos aportes redundaron de manera notable en la prevención de la infección intrahospitalaria. Lister, cirujano británico adepto a la teoría microbiana de Pasteur, desarrolló desde años atrás sistemas para evitar la contaminación de las heridas quirúrgicas e implementó la esterilización rigurosa del instrumental quirúrgico, el uso de vendajes desinfectantes y la pulverización de una sustancia antiséptica, medidas que en conjunto, lograron disminuir las estadísticas de sepsis quirúrgica.

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Para 1890, el polaco Johannes von Mikulicz-Radecki, defensor de los antisépticos, era un renombrado cirujano en la Universidad de Breslavia. Mikulicz, de gran experticia en cirugía gástrica junto a otros prestantes cirujanos, aplicaron los principios de la asepsia y la emergente esterilización a vapor. Mientras trabajaba en Breslavia, este hábil cirujano implementó guantes de seda estériles y poco después, introdujo guantes de goma estériles, un estricto lavado de manos con alcohol y especialmente, una máscara quirúrgica confeccionada con una capa de gasa. Años después.

Huebner sugirió que la eficacia de la máscara mejoraba incrementando las capas de gasa utilizada y fueron muchos los partidarios del tapabocas como Lord Moynihan, reconocido cirujano quien defendía el uso de este dispositivo durante las operaciones. Tanto a Mikulicz como a Paul Berger, cirujano francés, se les considera como los primeros en usar una mascarilla quirúrgica confeccionada con varias capas de gasa, esto durante operaciones quirúrgicas a finales del siglo XIX. Así entonces, en medio de los aportes científicos que evidenciaban que los gérmenes pululaban en las superficies y en el instrumental médico, el tapabocas se fue posicionando como método para disminuir la probabilidad de contaminar la herida y el campo quirúrgico con bacterias provenientes de la nariz y la boca del propio cirujano.
 
Durante la Primera Guerra Mundial, la más sangrienta de todos los tiempos, aquella librada entre 1914 y 1918, se disparó el uso del tapabocas. Dentro de la gran cantidad de inventos que surgieron en medio del apocalipsis hecho guerra, uno de los más destacados fueron los gases para la guerra química, ideados tanto para dispersar como para envenenar tropas enemigas. Dentro de los gases más famosos estaban los lacrimógenos y todo tipo de gases venenosos basados en cloro, iperita y fosgeno, entre otros. Con ese humo tóxico, era común el uso de máscaras antigases de diversos tipos y en las imágenes de la época es común ver todo tipo de personas portándolas; desde militares, ancianos, niños e incluso animales como perros, asnos y caballos utilizados en la conflagración. Con la guerra química de la Primera Guerra Mundial, no solo las máscaras antigases tomaron un protagonismo singular, sino también los tapabocas, los cuales eran utilizados por gran cantidad de personas. Además, en los días álgidos de la Gran Guerra, en los hospitales militares se documentó la eficacia del tapabocas para proteger al personal de salud de enfermedades contagiosas, así como a los pacientes de una posible infección cruzada.

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El tapabocas no fue concebido, puntualmente, para protegerse de las partículas que pululan por el aire durante las epidemias. No obstante, a través del tiempo el tapabocas se ha convertido en símbolo de protección y de lucha contra el contagio. En 1918, durante la gran epidemia de influenza, una de las más terribles pandemias que ha conocido la humanidad donde perecieron millones de personas, el protagonista indiscutido fue el tapabocas. Al analizar las imágenes de la denominada gripe española, aquella devastadora epidemia que asomaba en los estertores de la Gran Guerra, salta a la vista un común denominador, un actor silencioso, pero protagónico; el tapabocas. Desde políticos, policías, enfermeras, médicos, adultos, ancianos y niños, todo el mundo hacia uso del tapabocas. Su uso fue absolutamente masivo, ya que fue considerado obligatorio y para entonces, en una época donde apenas se conocían los virus, aquellos agentes infecciosos más diminutos que las bacterias, el tapabocas reafirmaba su presencia y su poder. No necesariamente su poder en contener partículas víricas o bacterias, claro está, sino más bien su poder de influencia en la mente individual y colectiva, esto debido a que genera una percepción, acertada o no de blindaje, de seguridad, una especie de sensación de inmunidad, un efecto psicológico de supraprotección y, para muchas personas, llevar puesto un tapabocas es como llevar puesto un traje de bioseguridad.
 
Por estos días el tapabocas ha dejado de ser un elemento de baja categoría para convertirse en un producto de lujo, uno muy valorado, especialmente, en tiempos de teorías de conspiración, epidemias y pandemias. Por los días de mayor tensión epidémica durante la actual pandemia del coronavirus, los tapabocas, cuyos precios son por lo general muy cómodos y accesibles, se dotaron, de un momento a otro, de un halo de valor y, a la par que han ascendido como espuma los casos del brote epidémico, han aumentado los precios de dichos elementos. En un abrir y cerrar de ojos, los precios del preciado elemento han adquirido niveles exorbitantes, convirtiéndose, de la noche a la mañana, en producto de lujo y alto valor social. Nadie, en tiempos de calma, podría haber imaginado que llegarían días donde existiría desabastecimiento de tapabocas, pues bien, esos días llegaron. Es llamativo, pero quizás los mismos doctores Mikulicz, Berger y otros que contribuyeron a fraguar y posicionar el tapabocas, nunca imaginaron el poder que alcanzaría tan simple, pero práctico invento, e incluso, lo que es seguro es que ni el mismo tapabocas imaginó, paradójicamente, que sus peores enemigos: virus y bacterias se convertirían en sus mejores aliados.

Bibliografía
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Ledermann W. Una historia personal de las bacterias. RIL Editores; 2007.
 
Lisowski W. Professor Jan Mikulicz-Radecki (1850-1905) creator of modern methods in surgery, asepsis, and antisepsis. Mater Med Pol 1990; 22:50-2.
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