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Libertad de prensa en el mundo y capitalismo de vigilancia

Mauricio Jaramillo Jassir

Julian Assange

El último premio Nobel de la Paz fue concedido a la periodista filipina María Ressa y al ruso Dmitry Muratov en reconocimiento a su trabajo en pro de la libertad de expresión entendida, según el comité, como una “precondición para la democracia y la paz duradera”. El contexto de los últimos años les otorga razón. Las amenazas a la libertad de prensa en contexto de derivas autoritarias son cada vez más frecuentes como visibles. Aún así, difícilmente se ha podido avanzar para que el ejercicio de la prensa se desarrolle sin presión, intimidaciones, arrestos o incluso atentados contra la vida de quienes informan. 
 
Ahora bien, de forma ingenua se cree que las intimidaciones ocurren exclusivamente en sistemas políticos alejados del ideal de la democracia liberal. El mensaje del comité del nobel es contradictorio, aunque bienintencionado. Deja la sensación en el ambiente de que las amenazas contra los medios ocurran solamente en contextos de autoritarismo y deja la idea de que en las democracias idealizadas los reporteros no corren riesgos. Obviamente, el trabajo informativo en contextos como Nicaragua, Venezuela, Rusia, Bielorrusia, Birmania, Filipinas o China, entre otros, entraña limitaciones que no pueden equipararse con lo que pasa en los sistemas liberales de occidente, incluida América Latina y el Caribe. Aun así, es inocultable que, con la pandemia y la multiplicación del poder de las redes sociales para informar, son cada vez más los medios que han incursionado en este campo para desempeñar su trabajo. Con ello, las intimidaciones por parte de algunos Estados han sido más frecuentes. Para nadie es un secreto la guerra librada por Donald Trump contra los principales medios de comunicación en Estados Unidos y por robusta que sea la democracia, quienes informan estuvieron expuestos a represalias de todo tipo desde las sociales hasta las agresiones físicas.
 

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Maria Ressa, premio Nobel de paz - De Joshua Lim (Sky Harbor) - Trabajo propio, CC BY-SA 3.0

Tal vez, uno de los casos más emblemáticos de la reacción furiosa de algunos Estados contra redes y medios que difunden información a través de las nuevas tecnologías de la comunicación ha sido el de Julián Assange y Edward Snowden, símbolo de la forma como la tecnología ha supuesto un reto para el control informativo que otrora tenían las naciones. El portal Wikileaks nació en 2006 con el objetivo de dar a conocer violaciones a los derechos humanos comprobables soportados en más de 10 millones de documentos. Sus problemas empezaron cuando filtró información sobre la guerra en Irak y Afganistán liderada por Washington. El portal reveló casos tan escandalosos como las torturas a las que se sometían a prisioneros de guerra en Abu Ghraib y Guantánamo, territorios donde no parecían existir ni los derechos humanos ni el derecho internacional humanitario. La exposición de cables de los servicios de inteligencia y diplomáticos dejó en evidencia cómo varios Estados conocían dichas violaciones graves y dejaron pasar por alto la situación.  Algo similar sucedió con Edward Snowden contratista de la Agencia Central de Inteligencia (CIA por sus siglas en inglés) y quien asombrado por los excesos en los que incurría Estados Unidos para vigilar a cualquier persona en el mundo, decidió salir del país y ha sido condenado de por vida al asilo en Rusia. El primer caso es más dramático, pues Assange debería ser juzgado en una corte de los Estados Unidos por 18 cargos entre los que se encuentra la conspiración y la difusión de información clasificada.  Ante su inminente arresto buscó refugio en la embajada de Ecuador en el Reino Unido en 2012. En ese entonces, Rafael Correa se encontraba en cabeza del país andino y en una campaña de defensa de la libertad de prensa y de un nuevo orden informativo decidió conceder el asilo. Pocos imaginaron que aquello se prologaría hasta 2019, cuando el nuevo presidente ecuatoriano, Lenín Moreno, decidió entregarlo a las autoridades británicas. En 2022, la justicia de ese país decidió dar vía libre para su extradición a los Estados Unidos donde se enfrenta a una pena de 175 años de prisión, una absoluta desproporción que no ha despertado la solidaridad de un solo gobierno europeo, e contraste con lo ocurrido con otros casos de disidentes políticos o periodistas turcos, rusos o bielorrusos.

 

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Dmitry Muratov premio Nobel de paz- De Lymantria - Trabajo propio, CC BY-SA 3.0


El caso de Julián Assange no es tan rebuscado ni extraño, pues se ha visto cómo a varios periodistas que cubren la guerra en Ucrania se someten a duras presiones. Tal es le caso del reportero español Pablo González acusado de espionaje y detenido indefinidamente en Polonia. Algo similar se puede decir de la tan polémica decisión adoptada por la Comisión Europea para contrarrestar el poder de Rusia y la salida “del aire” de medios oficiales acusados de propaganda como Russia Today o Sputnik.  Con esta decisión, Europa adopta una típica postura de regímenes autoritarios al equiparar línea editorial y/o sesgo con propaganda. Sorprende el silencio de los medios de comunicación que parecen omitir el hecho en sus editoriales.

Para colmo de males, a mediados de mayo, el mundo vio con estupor el asesinato de la periodista de Al Jazeera, Shireen Abu Akleh, a manos de las Fuerzas de Defensa Israelíes (FDI) cerca de Jenín. Se estima que la reportera fue ejecutada de una bala en la cabeza por un francotirador israelí, una práctica común en los Territorios Ocupados (Cisjordania y la Franja de Gaza). Abu Akleh se desempeñaba informando acerca de la forma en que las fuerzas del orden israelíes atacaban a los palestinos, de allí que se hubiesen multiplicado las sospechas sobre una posible retaliación por parte de un ejército habituado a la impunidad total.  El hecho despertó la condena de algunos Estados, en especial de Qatar o de la Autoridad Nacional Palestina, pero tanto la Unión Europea como Estados Unidos se limitaron a pálidos pronunciamientos que evitaban cualquier señalamiento a Israel.    
 
Este crudo panorama muestra la manera en que la libertad de prensa está amenazada en todo el mundo, y que, dichos riesgos están igualmente presentes en el arbitrariamente denominado “mundo libre”. En este último ocurre con un agravante, difícilmente se ejerce presión para que se respete el debido proceso, se otorguen garantías o al menos se conozcan detalles que, en buena parte de los casos, terminan como información clasificada. Triste constatación de que el mundo se acerca peligrosamente al tan temido capitalismo de vigilancia. Se trata del monitoreo permanente a través de las nuevas tecnologías de la información, de las comunicaciones y el acaparamiento de datos para usos que jamás son revelados por los gobiernos. Un bien infinito y de bajos costos, pero con efectos devastadores sobre garantías que buena parte de ciudadanos de las democracias occidentales dan por descontadas.