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Las piedras del Blues

Paulo Tirso Córdoba Guzmán

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“El poder del Blues me voló la cabeza”. Así inicia Keith Richards el segmento sobre Blues del documental Under The Influence (2015), dirigido por Morgan Neville, quien se dedica a sondear las influencias más importantes de la vida musical del legendario guitarrista de los Rolling Stones.

Y es que, de hecho, los Stones empezaron como una banda de tributo a los grandes representantes del Blues: Robert Johnson, Leadbelly, Muddy Waters, Howlin’ Wolf, Buddy Guy, son solo algunos de los nombres que resuenan en las entrevistas que los integrantes de la banda han tenido que dar a lo largo de sus carreras para un público que día tras día intenta comprenderlos más y más, escuchando reiteradamente sus canciones, leyendo las palabras de sus ídolos casi santificados –o de facto santificados–, siguiendo sus declaraciones, documentales, giras, conciertos, en fin… prácticamente alabándolos como se alaba a los dioses que poseen grandes poderes sobrenaturales.
 
Pero ¿qué hizo que un puñado de jóvenes “formados” en buenas instituciones educativas británicas terminasen “desviándose” por el camino del Blues y se resistiesen a la “normalidad” de la vida inglesa de su tiempo? La frase de Richards con la que inicia este escrito brinda una primera pista para responder a esta pregunta: existe algo en las grandes obras –y el Blues sin duda alguna lo es– que las hacen resonar aún a pesar del paso del tiempo.
 
El ejemplo de lo clásico empleado por la Hermenéutica filosófica para defender el valor de la tradición en los procesos humanos de comprensión resulta llamativo, en este contexto, precisamente porque intenta responder a la pregunta que cuestiona por el fenómeno de la continuidad de las grandes obras. Así, Gadamer (Verdade e Método 1999, pp. 291-296) sostiene que dicha continuidad tiene lugar en la historia gracias al hecho de que ellas, las grandes obras, logran algo que las obras menores no logran: interpelar de manera constante e inacaba a quienes entran en contacto con ellas.

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Lo que expresa Keith Richards (Under The Influence 2015) después de afirmar que el Blues lo interpeló de una manera tal que nunca más volvió a ser el mismo es todavía más diciente: “Cuando escuché por primera vez a Robert Johnson y a Leadbelly, escuché un eco, ¿sabes? En mis huesos, resonó un eco que yo no debería haber escuchado porque era algo que simplemente no parecía estar a mi alcance”.
 
En efecto, el Blues por la época en que Richards lo escuchó estaba lejos de ser el estilo musical reconocido mundialmente que es en la actualidad, y cualquier posible identificación con ese estilo rústico y agonizante no parecía estar a la mano de un joven británico de tiempos de la posguerra.
 
Se tataba del sonido de los esclavos negros del sur de Estados Unidos. Más lamento que música. Pero poco a poco ese lamento fue cobrando fuerza y audiencia debido a que eso mismo que sintió Richards, y que definió como un sonido que resonaba en sus huesos, continúa trastabillándose contra los huesos de los oyentes contemporáneos de Blues. Ahora bien, hay una gran diferencia entre las consecuencias del efecto Blues en Richards y ese mismo efecto en otros oyentes que no dedicaron o dedican su vida a la música.
 
Creo que un punto de consenso explicativo sobre la sensación de lo que produce el Blues es lo que expresa Richards en su reciente libro Life, “el segundo mejor libro después de la biblia” a su juicio (Under The Influence 2015): “el blues fue como un escape de esas barras que encierran las notas en su interior, como si fuesen prisioneras” (Richards con Fox, Life 2010, p. 71). Aquí Richards se refiere a las partituras, los pentagramas que parecen aglutinar las notas de manera sádica hasta hacerlas ver torpes, sin la libertad infinita que merecen.
 
Creo que la gran diferencia entre el Blues y la música “académica” –o la “verdadera música”, cuyo fundamento son los pentagramas– fue expresada con gran maestría en la película Crssroads, dirigida por Walter Hill, cuando justo al inicio se presenta una escena en la cual el prodigioso aspiarante a músico de Julliard, Eugene Martone (Ralph Macchio), sostiene una charla con su maestro de guitarra clásica. En aquella escena el maestro le dice a Martone que “existe una gran diferencia entre la música académica y la música folclórica: la música académica se aprende con dedicación y esfuerzo; la música folclórica se lleva en la sangre” (En: Macchio, Seneca y Gertz, Crossroads 1986). La expresión pervive aún en nuestros días debido a que se inculca constantemente entre los aspirantes a músicos académicos; pero ha sido radicalizada: ningún músico nace, todos se forman.

La pregunta en este punto, entonces, es ¿cómo dos estilos con presuposiciones muy diferentes (libertad en el Blues y disciplina en la academia) pueden formar parte de un conjunto mucho más amplio que las identifica, el conjunto de lo clásico? O para ponerlo en palabras; más ejemplificantes, incluso: ¿cómo pueden Mozart y Bethoven compartir sus lugares privilegiados con músicos como Robert Johnson y Leadbelly? Después de todo, estos artistas son preferidos casi por igual por reconocidos músicos como Keith Richards.

Una respuesta adecuada a estos custionamientos parece ser la que brinda la Hermenéutica filosófica: todos ellos han logrado y logran interpelar y seguir interpelando a quienes los escuchan, a quienes no pueden resistirse a la fuerza de sus notas, de sus composiciones, de su talante y talento, pues hay algo en todo eso que habla desde el pasado hacia el presente, creando así un puente que comunica estos dos “lugares” del tiempo.

El Blues no respeta estructuras formales como la música llamada clásica, eso es claro. Ninguna canción de Blues suena igual dos veces; ni genera las mismas sensaciones, los mismos “ecos”, para emplear el término de Richards. Pero sin duda alguna interpela, provoca, cambia de diferentes maneras a quienes participan de ella, escuchándola o interpretándola, viviéndola performativamente (como la mayoría de los grandes Bluesmen) o realmente (como pocos lo hicieron, al estilo Etta James) (Brody, Cadillac Records 2008).

El ejemplo de Richards sigue funcionando en este punto por esa misma razón: se habla de un joven británico que se resistió a seguir el estilo de vida de su contexto histórico, este es, la Inglaterra de la posguerra; formó una banda de tributo a los grandes músicos norteamericanos de Blues y migró a Estados Unidos para formar parte del contexto al cual pertenecían sus ídolos. Su argumento: había escuchado la mejor melodía del mundo, el lamento hecho música, la vida cotidiana llevada al sonido, y quería formar parte de ella directamente, arrojándose de lleno al contexto que forjaró lo que para él fue un milagro.

En torno a esto quizá se podría jugar un poco deliberada y libertinamente con el contrafactualismo: pudo no haber sido así, Keith Richards y los Stones pudieron nunca haber cruzado el Atlántico, ni haber formado parte de los acontecimientos de mediados del siglo XX que tenían lugar en los Estados Unidos; pero en ese caso es muy poco probable que el Blues se hubiera globalizado con tanta rapidez.

En el documental de Morgan Neville, precisamente, el legendario vocalista y guitarrista de Blues, George “Buddy” Guy, dice unas emocionantes palabras que sostienen lo anterior: en un programa de televisión norteamericano llamado Shinding estaban intentando llevar a los Rolling Stones para que tocaran en una de sus transmisiones

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Y creo que Mick [Jagger] dijo: ‘déjennos traer a Muddy Waters.’ Y ellos [los de Shinding] dijeron: ‘¿quién demonios es Muddy Waters?’ Y él dijo: ‘¿tratas de decirme que no sabes quién es Muddy Waters? Nos pusimos el nombre siguiendo una de sus más afamadas canciones, Rollin’ Stone’. Y yo incluso lloré después de eso. Y seguramente fue entonces que trajeron a Howlin’ Wolf y a Muddy, y esa fue la primera vez que los vi en televisión. Fue gracias a esta gente [los Stones], hombre (Entrevista a Buddy Guy en: Richards, Under The Influence 2015).

 

Lo que expresa Buddy Guy sin duda alguna muestra la importancia de los Rolling Stones para la globalización temprana del Blues: sus diferentes tributos a las obras maestras que compusieron los legendarios Bluesmen norteamericanos, que van desde el propio nombre de la banda hasta los diferentes covers de viejas canciones de Blues con los cuales se dieron a conocer en Inglaterra, permitieron visibilizar a muchos músicos negros que descendían de esclavos llevados del África ardiente a la “tierra de las oportunidades”. Hombres que antes de empuñar una guitarra habían empuñado el arado, y antes de conducir un cadillac habían conducido tractores en viejas haciendas dedicadas al cultivo de algodón, de azúcar o de lo que fuera.
 
En el film dirigido por Darrell Martin, Cadillac Records (Brody 2008), la representación de esa realidad es contundente: “rápidamente muchos negros [en Estados Unidos] descubrieron que saber tocar una guitarra y cantar podía darles más poder del que podían imaginar” en una época en la que el Blues apenas pasaba por un increíble proceso de “electrificación”, cuando dejaba de ser el lamento a capella de las haciendas esclavistas para pasar a ser la música popular que se conoce mundialmente hoy en día, con sus guitarras eléctricas, micrófonos resonantes y armónicas amplificadas.

Sin embargo, antes de que los Stones contribuyeran al reconocimiento global de aquella música, los logros de los afrodescendientes no pasaban de ser pequeños pasos en un lugar que no iba a permitirles sortear las enormes piedras que reposaban en su camino; por suerte, lo clásico arrasa siempre con todo: se impone sin importar cuánto tiempo le tome.

Bibliografía Cadillac Records. Dirigido por Darnell Martin. Interpretado por Adrien Brody. 2008. 
Gadamer, Hans-Georg. Verdade e Método. Petrópolis: Vozes, 1999. 
Crossroads. Dirigido por Walter Hill. Interpretado por Ralph Macchio, Joe Seneca y Jami Gertz. 1986. 
Under The Influence. Dirigido por Morgan Neville. Interpretado por Keith Richards. 2015. 
Richards, Keith con Fox, James. Life. New York: Litle, Brown and Company, 2010.